TKM nunca cambies: Sensibilidad kitsch en el arte mexicano actual
al recuerdo fugaz de lgp
Entre más pienso en torno al kitsch, menos sé cómo acomodarlo en palabras. Término escurridizo, sus definiciones varían entre perspectivas sociohistóricas a lecturas que lo reducen a un fenómeno estrictamente estético o moral. Tan cambiante como es el gusto a través de las épocas, también lo es el “kitsch”. Por lo común sirve como etiqueta para designar productos culturales inferiores que por su calidad de manufactura o discurso resultan ridículos, irrisorios, inferiores, carentes de valor artístico. En lo kitsch se combina un efecto predeterminado (a la ternura, la emoción y la cursilería), un repertorio bastante simple (niños, animalitos, ángeles, payasos) y un modelo de producción específico (seriado, masificado) determinado por una sociedad industrializada.
Debido al desdén al que se enfrenta ante una élite cultural, lo kitsch se vincula a expresiones desde los márgenes, a enunciaciones culturales no-oficiales y periféricas. Su reapropiación entra en sintonía con el ímpetu de renovación, provocación y ruptura de las vanguardias artísticas del siglo XX. Aunque lo kitsch se ha intentado separar del arte de vanguardia desde la década de los treinta, su recuperación en el arte es en sí una estrategia de vanguardia. Pero hablar de “kitsch” puede sonar anacrónico. Como ha señalado Andreas Huyssen, en la era posmoderna se empalman y desdibujan nociones de arte alto y bajo.1 En el contexto mexicano, los intentos de Clement Greenberg o de la escuela de Frankfurt por oponer kitsch y vanguardia resultan inoperantes. Quizá porque nuestra vanguardia siempre tuvo algo de kitsch.2 Aun así persisten dinámicas de gusto y distinción de clase que se resisten a legitimar producciones culturales donde se reformula aquello que se considera de “mal gusto” bajo un sistema de vigilancia y esnobismo.
Lo anterior es un buen punto de partida porque la recuperación de elementos asociados al kitsch adquiere nuevos matices en el presente, más allá de la parodia o el pastiche. El arte mexicano actual (el que se ve en Instagram, no en los museos) nutre su repertorio con la cultura popular que antes se miraba con condescendencia. Jóvenes artistas retoman fuentes tan diversas como el reguetón, memes o programas de comedia de los años noventa como La hora pico (el artista e ilustrador de Michoacán Diego Vieyra “Gusano Local” se apropia del logotipo del programa mezclándolo con la distopía de Akira re-imaginada desde un escenario pos-COVID). Este ejercicio puede devenir parodia, lugar común chocante o, en el mejor de los casos, una arqueología consciente en torno a la educación sentimental y la identidad personal.
De acuerdo con Tomas Kulka, en el kitsch hay diversos motivos y temas recurrentes que desde su simpleza conllevan una carga emocional: muñecas, cachorros de varias razas, payasos tristes, paisajes emotivos, playas, etc.3 Pero la personificación ingenua de un animal en apariencia inofensivo puede alcanzar connotaciones confrontativas. Desde el año 2018, Lourdes Martínez (Guadalajara, 1985) ha plasmado un leit motiv ansiolítico: los patos.
La serie, que subraya el conflicto detrás del proceso creativo por encima del resultado objetual, remite, sin querer, a todo un imaginario del arte folclórico estadounidense del siglo XIX, el duck decoy, y que en su culto de coleccionismo es el anhelado artefacto ornamental kitsch por excelencia en las casas de subastas.4 Pero los patos de Martínez están desprovistos de bucolismo; por lo contrario, confrontan discursos de poder y negocian con el trauma. Desde su aparente fugacidad, la “pintura de patos” es una plasta pictórica que cuestiona una historia del arte nacional monolítica y excluyente. Habría que leerla como una vía para reflexionar sobre lo “para-pictórico”, donde cabe todo el kitsch de la pintura occidental, como la célebre serie Perros jugando al póker (1903) de Cassius Marcellus Coolidge. Pintura de patos no transmite la serenidad inocente que Kulka detecta en el kitsch del romanticismo tardío. Por el contrario, su estilo naif colérico especula, inclusive, en torno al coito entre patos, violento y doloroso para las hembras. Transformado, el kitsch siempre es despojado de su inocencia.
Sin la intención de ofrecer una panorámica exhaustiva, y consciente de las omisiones, propongo revisar planteamientos que reformulan lo kitsch (algunos más evidentes que otros) en la obra de artistas mexicanxs nacidos en los ochenta y noventas. Más que un ensayo, un View-Master, una entrada de diario, un collage de clichés y frases románticas, una carta de amor no correspondido que llega demasiado tarde a un buzón en la colonia Roma, un collage lleno de fotografías familiares, calcomanías y brillantina.
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La producción de Israel Urmeer (CDMX) podría venir acompañada de dos sellos: exceso de azúcares y exceso de calorías. Su gramática chiclosa reflexiona en torno a la historia de las imágenes en México, su flujo y circulación, así como a los vínculos entre la cultura pop y el paisajismo nacional. Para Urmeer, “nuestro sistema está azucarado”.5 Su educación sensible se asume marcada por los medios digitales, de ahí que en su aproximación al kitsch se entrecruzan la tecnología, la animación, la ciencia ficción, la comida chatarra y el animé. Las categorías del arte, sus períodos y puntos álgidos (como sucede específicamente con el periodo moderno mexicano) se tornan ambiguas, gelatinosas: es una historia del arte mexicano hecho Duvalín.
En la video-instalación Popoop! La montaña humeante (2020), exhibida para la exposición Art Attack! en SOMA, Urmeer plantea tres momentos cumbre de la iconografía nacional del Popocatépetl, casi como si el volcán atravesara una crisis identitaria y de representación: de los calendarios de Jesús de la Helguera a las empresas paisajísticas del Dr. Atl, culminando en la videovigilancia web a través de YouTube. Los tres episodios son distorsionados en un tríptico de dibujo digital y animación con remanentes escultóricos. El colorismo fulgurante hace de la lava del Popocatépetl un chorro de Fanta o Kool Aid cítrico e incandescente; el tótem geológico se convierte en el heroico personaje de una caricatura.
El momento iconográfico cumbre que inaugura la videoinstalación es la leyenda de los volcanes eternizada por Jesús de la Helguera, imagen emblemática de calendarios masificados y ejemplo paradigmático del kitsch mexicano. Por efecto de anamorfosis, el dibujo animado hace del calendario un ser mutante con piernas que va transformándose, ora en playera, ora en taza, satirizando la dinámica de souvenir detrás de aquella mítica estampa.
El tratamiento es ante todo lúdico. ¿Podría tratarse de un homenaje a Helguera? Tal vez. Es peculiar la posición del ilustrador chihuahuense frente a la vanguardia mexicana. Diríase que Helguera, aún si fue considerado arte inferior, llegó allí adonde no pudo llegar el muralismo: a las casas de la clase obrera por medio de un calendario.6 A diferencia de la imagen de Helguera, los cuerpos en Popoop! emergen cebados, desgarbados, desprovistos de la vigorosidad atlética en la ilustración original: curioso viraje de la grandilocuencia nacionalista a lo cute edulcorado. El remix de la Leyenda de los volcanes realizado por Israel Urmeer es un hiperkitsch digital donde el Popo se vuelve estrella pop.
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“Voy en el camión a las seis de la tarde, a la hora en la que baja el sol. La radio está encendida a todo volumen con canciones bien dolidas (sic). Y veo cómo la gente hace cosas mientras me peino, me saco selfies, me acomodo mis lentes. Y las veo hacer cosas raras, como sacarse el moco. Y pienso: ¡Qué padre vivir en este lugar!” En la obra de Edrey Cortés (Guadalajara, 1994), lo kitsch y la cursilería se experimentan a diario, como un ethos “cursiliento” donde lo cursi lo permea todo. En pos de una cursilería militante, Cortés se ha propuesto desde el 2014 realizar una serie artística diferente cada año para celebrar el día de San Valentín.
Las fotografías de Cortés se guían por las dinámicas del paseante a la búsqueda de cursilería urbana accidental o provocada (esta última sería lo “fru-frú”, una forma de cursilería teatralizada hasta la exageración). La tarde del 14 de febrero del 2019, salió de paseo para producir la serie de San Valentín titulada Lo que se da no se quita. Su travesía arrancó en “La estación”, un sitio de encuentros en Guadalajara donde alguna vez trabajó como consejero de salud sexual. En efecto, la primera foto de la serie retrata un columpio sexual desamparado (al fondo, a la izquierda, se alcanza a vislumbrar una lata de cerveza que alguien usó para fumar piedra).
Otras fotos muestran el horror vacui de las tiendas jaliscienses de recuerditos y regalitos, así como el fanatismo consumista del día de San Valentín (no podemos pasar por alto la gran asociación entre kitsch y fanatismo, ya que una de las formas en las que lo kitsch se erige es por medio de la acumulación y la devoción ante los objetos). Pero, aun siendo de globos y peluches, las fotografías no transmiten vitalidad ni alegría. “Ese día iba a tener una cita y me dijeron: no me vayas a odiar, voy a tener que cancelarte”, relata Cortés.7 La cursilería exaltada de los amoríos efímeros detona una investigación visual en torno a las economías del amor y la amistad y el consumo desenfrenado de cuerpos.
Para Matei Calinescu, el kitsch es la estética del engaño y el autoengaño.8 Yo agregaría que es la estética del desengaño amoroso. Un cuadro de Daniloween (CDMX, 1996) ilustra mejor mi idea. Juventud entusiasta y febril (2019) es un retrato de Ralph Wiggum en un episodio de The Simpsons, cabizbajo al no recibir una tarjeta postal el 14 de febrero.9 Más allá de ser una metáfora del amor no correspondido, el cuadro del pintor radicado en Iztapalapa revierte la intención del producto original (causar ternura) a la modificación crítica y la connotación “racializada” al modificar la pigmentación de la piel y el uniforme escolar del personaje, en una clara alusión al blanqueamiento y discriminación en nuestro país.
Habría que preguntarse en torno a las implicaciones de reciclar materiales asociados al kitsch desde nuestro continente. En su libro Kitsch tropical, Lidia Santos advierte que “en América Latina, donde la red de museos, bibliotecas y otras instituciones que albergan la alta cultura son precarias y de funcionamiento inestable, lo kitsch es muchas veces transformado en sucedáneo del arte”.10 Edrey Cortés y Daniloween hacen del kitsch de San Valentín una industria ridícula o una postal desde la otredad.
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¿Y qué podría ser más kitsch que un arreglo floral en forma de perrito? Durante un viaje a Oaxaca en el año 2019, la artista multidisciplinaria Jimena Montemayor (CDMX, 1990) realizó una exploración fotográfica en los mercados de la región. Su objetivo era desarrollar una serie a manera de bodegón con elementos tradicionales evocativos y constitutivos de un mercado en nuestro país el día de muertos. Diferentes composiciones de la cotidianeidad le sirvieron de modelo: unos bancos de plástico apilados, una cubeta con unas escobas y un perrito de flores. Montemayor, cuya formación proviene del periodismo visual y el diseño gráfico, reinterpreta dichas fotografías en estridentes dibujos de vector art.
En Perrito floral de pie (2020), Montemayor atomiza la morfología del objeto kitsch original descomponiendo su silueta a través de líneas conectadas en distintos ángulos sobre una superficie púrpura y metálica que evoca las tonalidades chirriantes de las calcomanías de Lisa Frank. El resultado final genera un choque de impresiones: el patrón caótico de líneas nos tensa, a la vez que el imaginario juvenil que homenajea nos reconforta. La pieza se sitúa en algún punto entre la crudeza y la ternura.
Para Montemayor, las líneas son trazos de energía donde se intersecan sentimientos a veces contradictorios y anécdotas personales. “Si agarras un lápiz y haces un trazo, sueltas algo. Yo creo, energía.”11 La electricidad cursi que irradia su dibujo parte de la abstracción como estrategia de desplazamiento de la imagen original, al grado de vaciarla de su identidad. Elegía y despedida: antes de que las flores se marchiten y la transitoriedad del perrito se consuma, el dibujo inscribirá su corta existencia para la eternidad.
La serie de Jimena Montemayor genera nuevas maneras de ver y apreciar lo kitsch, dislocando desde la abstracción sus modos de representación, los cuales, según Kulka, son rápidos y fácilmente reconocibles.12 El perrito de flores acaba inmortalizado, no solo en la obra, sino en el ámbito de las galerías de arte, donde probablemente bajo otras circunstancias nunca habría llegado, recordándonos que lo kitsch se infiltra y empapa todo tipo de estratos culturales.13 Lo kitsch no se crea ni se destruye, solo se transforma.
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“Lo malo de ser payaso es q siempre ases (sic) feliz a las personas, pero nunca eres feliz tu (sic)”, reza Status, tristes (2020) video de Eustaquio el Plagio (CDMX, 1993). La pieza nos sumerge en un ambiente sombrío, donde los ads (ofertas de autoayuda y promesas de felicidad) se deforman hasta la desesperación. El espectador recorre un laberinto oscuro de imágenes pre-meméticas asociadas a la tristeza, imágenes que pueden hallarse en el grupo familiar de WhatsApp, pero que también, anacrónicamente, se derivan de la subcultura “emo” cuyo auge se remonta a principios de los dos miles. Escondido entre la saturación visual, aparece el rostro del artista maquillado como payaso. La narrativa es en exceso alegórica. Santos insiste en que “los detalles de la producción kitsch, tales como la acumulación de símbolos, alegorías y metáforas, evidencian la inseguridad de lo kitsch, que echa mano a todos los artificios posibles para asegurar la continuidad del disfrute que se sabe fugaz”.14
Eustaquio el Plagio poetiza con pesimismo en torno a su identidad. Su proyecto visual surgió tras una ruptura amorosa y le sirvió como una forma para canalizar mediante un alter ego sentimientos de humillación e inseguridad. Desde entonces, su producción se expande a través de videos, gifs, imágenes de Instagram y animaciones en 2D y 3D. Su primera exposición fue realizada en un local de la Friki Plaza, en colaboración con el lugar no-lugar Antesdecrist0. Para la ocasión presentó un letrero de feria donde el espectador podía tomarse una foto suplantando su propio rostro.
De lo personal a lo generacional, destaca un interés particular por el internet añejo de principios de los dos miles, en específico el período macabro que abarca del 2004 al 2007, donde coexistieron Diego Santoy “el asesino de Cumbres”, el “chismógrafo” escolar online lajaula.net y el fotolog de trastornos alimenticios “Ana y Mía”. En esos años nacieron Hi5, Metroflog, Fotolog y Myspace, redes sociales que han caído en desuso. Ese panteón digital hoy produce más vergüenza ajena (cringe) que nostalgia, pero vale la pena revisarlo por su inconfundible estética cuyo epítome fue Blingee, una forma de estetización del yo por medio de collages en formato gif cargados de glitter, logotipos e imágenes de celebridades. Un kitsch hipersaturado que llegó a su fin con la muerte de Adobe Flash. In memoriam.
Si la actualización de un software aniquila ciertos imaginarios que preferimos olvidar, conviene preguntarse para qué profanar la tumba de aquel internet putrefacto. Para el artista, estos procesos de extinción obedecen a un borramiento gradual de nuestra memoria colectiva. Despojadas de su procedencia original, Eustaquio genera un montaje-réquiem sobrepoblado de imágenes huérfanas, negadas, aborrecidas. Imágenes turbias que se decantan por el patetismo y lo grotesco, por el internet marginal desdeñado por el clasismo y el “buen gusto”. Es un intento por preservar la memoria como una lúgubre urna digital. Los tropos asociados al llanto y sufrimiento en la obra de Eustaquio el Plagio adquieren tintes nostálgicos a través de la figura kitsch del payaso triste y melancólico.
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La obra de Lila Pesadilla (CDMX, 1996) empieza con recuerdos. Recuerdos de la casa de su abuelo paterno, atrapada en el tiempo, llena de regalitos de fiestas infantiles, cachivaches y objetos de porcelana. Recuerdos personales que se combinan con ajenos. Las expediciones en el tianguis de Las Torres ayudan a conseguir el material necesario para sus ensamblajes, diseños de moda e intervenciones textiles. Estampados coloridos obtenidos de la paca, juguetes antiguos, chácharas, joyería, ropita infantil, miniaturas, lentejuelas: nada le es inservible.
Es un mundo artificioso y alucinante de múltiples inspiraciones: las vestimentas de los personajes de Dragon Ball Z y Ojamajo Doremi, las pelucas en Hannah Montana, el futurismo eurodance de Kabah, las revistas de manualidades en foamy, las muñecas de trapo de la serie canadiense The Big Comfy Couch. El bordado unifica el cuerpo de obra: resalta la labor manual y la recolección de retazos, parches y fragmentos. Lila, que desde el 2018 colabora en el proyecto de diseño Kashé y Shirotta, usa Instagram para exhibir y hacer performances con sus confecciones. Su producción individual establece un híbrido entre vestimenta, dibujo digital y análogo, collages de sí misma que conforman una fantasía de la autorrepresentación. Sin embargo, para Lila “la fantasía no tiene que ser algo feliz”.15
En un texto sobre la exposición Nuevo barroco popular (2020), la curadora Roselin Espinosa ha señalado con acierto que la dinámica de producción de Lila es sintomática de las economías informales.16 Sin embargo, me parece que aún hay bastante por ahondar en torno a la relación afectiva con sus materiales recolectados. En otras palabras, Lila realiza una búsqueda sentimental de objetos kitsch, que viajan como Peter y Wendy hacia un universo alterno. Si su obra fuera un cuento, la trama sería sobre el retorno al mundo infantil, una isla de la antigüedad que se hundió como el Atlantis. Ese arraigo en un imaginario infantil es también una posición política y de resistencia frente a una sociedad adulta, heteropatriarcal y opresiva.
En Las flores no van en florero (2020) vemos a dos personajes. El grande extiende su elástico brazo limitando el paso al menor (apreciado de cerca, se vislumbran las huellas de la mano de la artista como rastros de la dedicación sobre el papel). Una escena cotidiana de una madre protegiendo a su hijo al cruzar la calle inspiró el dibujo. La imagen opera en un plano simbólico: nos invita a reflexionar sobre el cuidado de lxs otrxs; cómo ese cuidado se manifiesta en gestos pequeños y amorosos. Después de todo, quizá la ternura detrás del kitsch, tan despreciada por los defensores de la sofisticación y la mística del arte, siempre tendrá la potencia suficiente para remover nuestras emociones.
Ciudad de México, 14/2/2021
- Ver Después de la gran división. Modernismo, cultura de masas, posmodernismo, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2002.
- Pensemos en personajes como Chucho Reyes, Nahui Olin o Adolfo Best Maugard.
- Tomas Kulka, “El Kitsch” en El kitsch, Tomas Kulka et al., Madrid, Casimiro Libros, 2011, p. 13.
- La figura del pato no es exclusiva del folclor estadounidense, por supuesto. La portada del libro de José Guadalupe Zuno titulado Las artes populares en Jalisco (1957) fue ilustrada con la fotografía de un pato de cerámica. Agradezco a Lourdes Martínez por la referencia.
- Entrevista personal con Israel Urmeer, 3 de febrero 2021.
- Por poner otro ejemplo: un cuadro de Frida Kahlo no es kitsch. En cambio, la foto de Kahlo en una taza colorida adquirida en Coyoacán lo es. Agradezco a Urmeer por la observación.
- Entrevista personal con Edrey Cortés, 5 de febrero del 2021.
- Matei Calinescu, Five Faces of Modernity. Modernism, Avant-Garde, Decadence, Kitsch, Postmodernism, Durham, Duke University Press, 1987, p. 229.
- La única que recibe es de Lisa: un trenecito con una intraducible leyenda al español: I choo-choose you. La tarjeta detona el resto de la trama del episodio titulado, valga la redundancia, “I Love Lisa”.
- Lidia Santos, Kitsch Tropical. Los medios en la literatura y el arte en América Latina, Madrid, Iberoamericana/Vervuert, 2004, p. 125.
- Entrevista personal con Jimena Montemayor, 8 de febrero del 2021.
- Ibíd., 20.
- No es que el arte contemporáneo esté exento de kitsch, ya que en muchas ocasiones incurre en el kitsch incidental. No concuerdo con Calinescu cuando señala que el kitsch le pertenece a la clase media, mucho menos que corresponda a los sectores menos privilegiados. Nöel Valis refuerza la idea al sostener que lo cursi es el “lenguaje del deseo de la clase media” (ver La cultura de la cursilería. Mal gusto, clase y kitsch en la España moderna, Madrid, A. Machado Libros, 2010, p. 34). Creo que todas las clases sociales producen, distribuyen y consumen sus propias formas de kitsch y cursilería.
- Ibíd., 125.
- Entrevista personal con Ilse Monroy, 10 de febrero del 2021.
- Roselin Rodríguez Espinosa, “Nuevo barroco popular: ¿Qué significa hoy en día una práctica del barroco”, Chiquilla Electrónica, 9 de diciembre del 2020, disponible en línea: https://chiquillaelectronica.com.mx/2020/12/09/nuevo-barroco-popular-que-significa-hoy-en-dia-una-practica-del-barroco/