La precariedad como estética moderna: Walter Benjamin hacia 1923
Pocos momentos históricos tan decadentes son incitadores de una producción de deseo tan grande como París alrededor de 1900. A pesar de nuestro colonialismo cultural, en estas primeras décadas del siglo XXI no han pasado con bombo y platillo los homenajes a lo que podríamos llamar el origen de la estética moderna.
Primero porque ya no somos modernos —¡nunca lo fuimos!—, segundo porque sería aceptar que vivimos en un paradigma histórico que tuvo grandes momentos que no se volverán salvo como repetición.
La lógica cultural dominante entiende el pasado como una escalera desde la que ver para seguir avanzando. Hay otra manera de rememoración que ve el pasado cultural como un edificio estratificado por el poder y en vez de querer subirse, analiza la estructura, los pliegues y su función cultural es señalar los puntos donde hubo invisibilizaciones, donde se abusó y el sistema de dominación actuó en la construcción de un edificio que era público. Para que con suerte se ponga dinamita ahí.
El trabajo fuerte de Walter Benjamin (1892- 1940) consistió en juntar los materiales con los que des-sedimentar la arquitectura conceptual y material que conformó al Capitalismo en ciernes.
En el preciso momento en que Karl Marx está escribiendo El Capital (1861-1862), Charles Baudelaire publica sus poemas en prosa Spleen de París (1862) reificando un modo de economía al tiempo que una sensibilidad frente al mundo nuevo e inaugura en 1857, año de publicación de Las flores del mal, la primera Exhibición Universal en Londres que se puede leer como el punto de inflexión entre economía, experiencia y la forma en que el capitalismo se vuelve global.
En ese punto es que regresar a Benjamin no es sólo un homenaje, sino un trabajo material en el que destejer un aspecto de la realidad que tomamos como natural puede ser necesaria para una comprensión crítica del mundo.
Hay un prejuicio que circula de boca en boca de que Karl Marx “nunca trabajó en su vida” y por lo tanto ¿Cómo puede hablar sobre el trabajo enajenado y el ser social si nunca formó parte?
Walter Benjamin nunca llegó a conseguir la habilitación para ser profesor de una Universidad, en cambio fue una especie de refugiado nómada que con mucho trabajo podría mantenerse él y a su familia.
Entre los filósofos del siglo XX y la Escuela de Fráncfort en particular, Walter Benjamin goza de una fama especial por su calidad como persona, el misterio de su vida, su “suicido” y la agilidad –o inconsistencia – de su pensamiento que hacen de éste un filósofo que genera un deseo singular más allá de los textos.
Aunque Benjamin nunca tuvo una vida acomodada, en 1823 comienza un periodo de fuerte precariedad aunada al fracaso personal, el suicido de su mejor amigo poeta del colegio con quien leyó a Hölderlin y el ascenso de la derecha en Europa.
Pasa ese año preparando su habilitación, recibía dinero de sus padres, ganaba un poco más en la reventa de libros antiguos, e intentaba desarrollar otros proyectos editoriales como la publicación de su revista Angelus Novus que nunca logró. Pero consigue que le publiquen sus traducciones de “cuadros parisinos” de Las flores del mal de Baudelaire que ha trabajado desde años atrás.
Walter Benjamin esperaba que esto le diera más posibilidades de conseguir su puesto (el círculo intelectual de esos años era estrecho), sin embargo, no sólo hubo silencio sobre su publicación, sino que Stefan Zweig quien fue traductor también de Baudelaire, fue el único en notar y reseñar su traducción para desacreditarla.
Él encarna una figura paradigmática, quien llegó a decir que para sobrevivir al capitalismo había que organizar el pesimismo —pues no se podía hacer caso omiso de ello—. Traducir a Baudelaire no sólo era una fijación de época.
Para Adorno, Benjamin confronta el mundo formal de Baudelaire con la miseria de la vida. De ahí que el poeta fuera el modelo en miniatura de Los pasajes que intentaban desarmar el siglo XIX, el capitalismo, el arte, la sociedad de clases.
“Baudelaire, quien tenía impregnada la ciudad, no la pinta nunca.” En cambio, se atraviesa el pathos de vivirla poéticamente —¡Estetizadamente!—. París, “donde incluso el horror tiene algo de encanto”.
La ciudad del poeta, y eso es lo que le atrae a Benjamin, está en constante desterritorialización de una forma de vida hacia el progreso del que Haussmann, funcionario de Napoleón III, es responsable. Pudiera ser que la obra pública de este fuera el gran proyecto de gentrificación parisina; limpiar las calles, eficientar el tránsito, extender el número de viviendas, embellecer y abrir nuevas tiendas. Como efecto colateral eliminar la comuna de París, segmentar espacios de ocio, de trabajo y de vivienda.
Esta obra destructora [la gentrificación llevada por Haussmann], y ello por más pacífica que fuera, ilustraría por primera vez y sobre el cuerpo de la ciudad misma lo que podía la acción de un solo hombre para conseguir aniquilar eso que, a lo largo de generaciones, se había erigido. Un sentimiento premonitorio de la extrema precariedad de las grandes urbes.
¿No es todo esto una odisea de lo que ahora llamamos precariedad? Y más aun, ¿no es Benjamin un modelo útil para la transmisión de valores de una clase social, marginal si se quiere, que se ha ido consolidando hasta formar una parte fuerte de la economía actual?
Ignacio Sánchez Prado en su estudio sobre el cine mexicano de los años 90, La proyección del neoliberalismo, trabaja con la hipótesis de que el cine tras la firma del TLCAN introduce los imaginarios del neoliberalismo “que han permitido el acomodo cultural de las clases medias y altas urbanas —a las que se dirige buena parte de la producción actual— a los valores y desigualdades del capitalismo avanzado”.
Sólo con tu pareja (Cuarón, 1991) o Cansada de besar sapos (Colón, 2006), por ejemplo, muestran a personajes jóvenes que se dedican a algo cultual, la inestabilidad de la pareja es tema, viven en apartamentos minimalistas y apenas tienen contacto con su barrio; existen en un escenario cerrado posmoderno y escenifican lo que el autor llama una utopía de la clase creativa. Modo de producción que la juventud ha tomado como ley.
Parte del atractivo revolucionario de la precariedad es que es un “logro” de las revueltas del 68 contra las jornadas laborales de 12 horas y la idea de pasar tu vida en una sola fábrica o empresa sin posibilidad de decisión. En cambio, este nuevo esquema —que no pensó sus consecuencias— da libertad de decidir dónde trabajar —¡home office!—, cuándo y cómo. Aunque eso conlleve no tener seguridad laboral, ni médica, ni futuro en cualquier término. Lo único seguro es que ya no somos seres en la línea de producción del trabajo alienado. Somos libres.