Tierra Adentro

Como parte de las celebraciones por el 110 aniversario del nacimiento de Aurelio Baldor, matemático y escritor cubano de fama internacional, autor de la aclamada saga integrada por Aritmética, Álgebra y Geometría Plana del espacio y Trigonometría, y de la rarísima colección de poemas Dos y dos son cuatro, cuatro y dos son seis, la editorial Códice América, en conjunto con reconocidos académicos y miembros de la comunidad cultural, ha recopilado y editado una serie de textos inéditos —descubiertos recientemente por los familiares del fenecido matemático— que revelan una faceta de narrador hasta ahora desconocida. Se trata de un volumen de cuentos cortos y del manuscrito de una novela detectivesca, escritos durante el rodaje de la adaptación cinematográfica de Álgebra, y durante el posterior periodo de depresión que sufrió el autor después de que la película fuera destrozada por la crítica, que la tachó de «confusa al grado de que las soluciones a los miles de conflictos dramáticos en la historia se tienen que explicar en los créditos».

Recientemente tuve la oportunidad de examinar algunos de estos textos, y descubrí con sorpresa que, más allá de su erudición matemática, Aurelio Baldor era un autor de primer orden: un prosista con enorme vocación narrativa, que miraba y retrataba al mundo que lo rodeaba con una visión particular y ligeramente atormentada. Es precisamente del manuscrito de su inédita novela negra, La raíz cúbica del miedo (que verá la luz a mediados del próximo año), que se desprende el fragmento que comparto a continuación:

 

Capítulo I

La mirada de Laura fue una incógnita que nunca pude despejar. Esa mirada distante, ni negativa ni positiva, con la que me contemplaba recargada contra la cabecera de la cama, mientras yo terminaba de vestirme sentado en la orilla y pensaba que, a pesar de los años de conocernos y de su aparente normalidad, en ocasiones ella seguía siendo para mí como una ecuación simultánea de primer grado con tres o más incógnitas en la que tenía prohibido utilizar calculadora.

Desde el principio supo que yo era casado y lo aceptó. Sabía también que mi trabajo como investigador privado dejaba poco. Yo nunca le hice promesas y ella nunca me lo reprochó, y aunque nuestro trinomio al cuadrado distaba de ser perfecto, la mayoría de nuestros problemas se podían resolver haciendo sumas y restas con los dedos. Había química en la cama, disfrutábamos nuestra compañía y teníamos intereses en común. Debido a mis obligaciones laborales y maritales, los días y horas de nuestros encuentros variaban constantemente, pero el orden de los factores nunca alteraba el producto.

Era todo lo contrario a mi mujer, con quien cada vez me sentía menos conectado y cuyas expresiones radicales me resultaban cada día más difíciles de simplificar. Si sospechaba de mi devaneo nunca me lo dijo, pero con el paso del tiempo y especialmente a partir de la pérdida de nuestro único hijo, la relación había comenzado a fraccionarse hasta un punto en el que ninguno de los dos nos sentíamos enteros. Era como si una misteriosa fuerza hubiera reducido nuestro común denominador al mínimo.

Laura, en cambio, siempre estaba contenta de verme, sin importar la hora ni las circunstancias. Era sólo en ese momento, en ese brevísimo instante en el que yo terminaba de abotonarme la camisa, guardaba mi Beretta, tomaba mi sombrero y me preparaba para partir, cuando sus ojos delataban un miedo que a pesar de mi insistencia nunca reconoció. Se ponía misteriosa y en actitud defensiva, evadía mis preguntas y cuando se sentía acorralada amenazaba con hacerme uno de sus números irracionales. Se ufanaba de su independencia y de su felicidad, y aprovechaba para recordarme que su vida era una ecuación lineal de la que yo podía ser eliminado como cualquier otra variable. Escondía algo de su pasado. Eso siempre lo tuve claro.

La última vez que la vi terminamos peleando por alguna tontería. Ni siquiera recuerdo por qué. Esa misma noche yo había quedado de ver a un cliente, así que la dejé llorando y gritándome algo sobre el valor absoluto de nuestra relación y el espacio euclídeo que se estaba formando entre nosotros. De haber sabido lo que se avecinaba nunca hubiera salido de su casa.

Serían las doce de la noche cuando finalmente salí de mi despacho, luego de rechazar al potencial cliente y de explicarle que no podía ayudarle con su contabilidad. Por un momento consideré volver a casa de Laura pero, en cambio, decidí encaminarme a la cantina de mi amigo Feliciano, alegre y dicharachero, quien solía consolarme en mis problemas de mujeres con frases como «lo que hoy siente tu corazón, mañana lo entenderá tu cabeza», o su típica expresión «B(x) = x4 − 5x2 + 7x – 20».

Terminé a las cinco de la madrugada, borracho y taciturno. Cuando salí, la noche había comenzado a desvanecerse y a cederle el paso a una mañana clara como la solución al Teorema de Rolle. Las calles desiertas y silenciosas sólo acrecentaron mi melancolía, y mientras caminaba ensimismado y aferrado al mango de mi pistola, tuve la extraña sensación de que mi vida estaba por dar un giro de 180 grados compuesto por varios ángulos adyacentes. Sin estar realmente conciente de la hora, decidí llamar a Laura desde un teléfono público.

—Su amiguita está muerta —dijo una misteriosa voz masculina que respondió en lugar de Laura al otro lado de la línea—. Y si no quiere que le cuente todo a su esposa y lo incrimine a usted en el asesinato, voy a necesitar que siga mis instrucciones al pie de la letra.

—¿Quién habla? —vociferé—. ¿Qué hizo con Laura?

—No le puedo dar mi nombre. Sólo le diré que soy alguien que compró cierto número de botes de cloroformo por $150. Utilicé 5 durante un secuestro y vendí los restantes a $1 más de lo que me costó cada uno, con lo que recuperé lo que había gastado. ¿Tiene usted idea de cuántos frascos compré y a qué precio?

—¡No le voy a responder nada hasta que me diga qué hizo con Laura!

—Su amiga fue alcanzada por una piedra que dejé caer desde la azotea de su edificio. La piedra recorrió 16.1 pies en el primer segundo, y en cada segundo posterior recorrió 32.2 pies más que en el segundo anterior. Si la piedra tardó 5 segundos en estrellarse contra su cabeza, ¿cuál es la altura del edificio?

—¡Maldito cobarde! —grité intentando contener las lágrimas de rabia que habían comenzado a brotarme—, ¡le juro que lo voy a encontrar y le voy a hacer pagar por esto!

—No hace falta que me busque —dijo la voz con cierto regocijo—. En unas horas sale un autobús de la terminal de transportes que viajará hacia Camagüey a una velocidad de 60 kilómetros por hora. Más le vale estar en él. Media hora más tarde yo abordaré otro en la misma dirección que irá a 80 kilómetros por hora. Lo veré a medio camino.

—¿Pero en dónde? —pregunté—. ¿Cuánto tardará su autobús en alcanzar al mío y qué distancia habrá recorrido?

—Eso es parte del juego —replicó la voz con una risita—. Le advierto que si no acude a la cita me iré contra su familia y terminaré de arruinar el resto de su miserable existencia.

Antes de que pudiera responder, el misterioso sujeto colgó. Enardecido y con sed de venganza, me encaminé a la estación de autobuses y tomé el primero que salía para la ciudad de Camagüey. Mientras me acomodaba en mi asiento y me cercioraba de que mi pistola estuviera cargada, hice los cálculos correspondientes: 2 horas y 120 kilómetros me separaban de mi venganza.