Tierra Adentro

En las primeras páginas de La mujer que cayó del cielo[1], la obra de teatro de Víctor Hugo Rascón Banda, Rita, la protagonista, «permanence inmóvil en un banquillo en exhibición, ajena a todos». Alrededor, dos médicos la observan y murmuran en una lengua que desconoce. «Poor woman. You are crazy». Procurando describirla e identificarla, los médicos utilizan tantos adjetivos como es posible. Rita, asegura un personaje, es una mujer de «rostro oriental y tono cobrizo», con «ojos rasgados» como los de las «etnias de Mongolia». «Su estatura es semejante a la de los aborígenes de Nueva Zelanda, aunque su cabello es lacio y no rizado». Sus manos, continúa el personaje, son «duras» y están «encallecidas». Sus pies son «grandes» y a la vez son «toscos». Es notable su «resistencia al dolor» y su capacidad para dormir en «exceso». Rita es una mujer de pulso «agitado, de corazón fuerte», de «pulmones amplios» y de «piel tersa». En toda esa descripción sobresalen las «extremidades», las únicas partes de su cuerpo que merecen el adjetivo «normales»: Las extremidades de Rita son, en efecto, «normales». Por otro lado, dicen los médicos: «Espera paciente, aunque a veces muestra agresividad y angustia. Mira al cielo constantemente. Cuando se siente agredida, es violenta». A veces grita: «Bitichi ni ku siminale».

Los médicos creen, como creen casi todos en ese hospital psiquiátrico de finales del siglo XX, que su vestido de hippie, sus costumbres misteriosas y su lenguaje indescifrable, son síntomas de maldad y de varios males. Para ellos, Rita está loca.

DOCTOR II: ¿De dónde osté viene?

RITA: De arriba.

DOCTOR II: ¿Osté caer del cielo?

RITA: Sí.

Si recordamos las entrevistas que le hicieron a la actriz Luisa Huertas[2], una de las más famosas intérpretes de esa mujer que parecía salida de La Edad de la Piedra, todo es cierto. Con sus pies como «único» medio de transporte, Rita Quintero viajó sola, desde la vasta sierra tarahumara hasta el estado de Kansas, casi en el centro de los Estados Unidos. Ahí, mientras hurgaba en un bote de basura, fue detenida y luego encerrada en un hospital psiquiátrico, en el que permaneció desde 1983 hasta 1995, sin explicación alguna. Ya de regreso, Rita demandó al hospital, probablemente, por eso que se conoce como «negligencia médica». Uno de tantos términos que, por no tener mejor palabra para describirlo, es opaco. Una cortina de humo para que la mirada no se detenga en esos detalles que mucho importan. En este caso, negligencia médica quiere decir: 12 años encerrada en sí misma, atada con psicotrópicos y otros medicamentos; 12 años sin ser Rita, pero sí una mujer esquizofrénica de tono cobrizo y larga cabellera lacia; 12 años sin ser la madre de seis hijos, pero sí una mujer violenta domesticada con Loxatina y Navane; 12 años sin ser originaria de Porochi, pueblo más allá de Cuiteco y Bahuichivo, pero sí una mujer cuyo óbulo frontal es pequeño; y 12 años, por supuesto, sin un intérprete que cruzara lingüística y culturalmente, del inglés al rarámuri, y viceversa, por un lado, para preguntar su nombre, y por otro, sobre los motivos de su encierro.

DOCTOR: God. Yes. God is in heaven. (Señala al cielo.)

RITA: (Mira hacia el cielo.)

En Los significados del dolor y la diversidad lingüística [3], Yasnaya Elena Aguilar Gil asegura que el «dolor es casi por definición una experiencia solitaria». Comunicarlo, hablar sobre cómo y en dónde nos duele, puede ser «exasperante», cuando no «trágico» si se hace desde otro lugar y en otra lengua. En esos casos, dice la lingüista, se requiere de un interprete.

Es bien sabido que una de las metáforas que se utiliza para explicar el trabajo del traductor e interprete es «puente»: Yasnaya misma recurre a ella: a esa «construcción de piedra, ladrillo, madera, hierro u hormigón, que se construye y forma sobre los ríos, fosos y otros sitios, para poder pasarlos». Sin embargo, el puente que dibuja la lingüista no se parece al tipo de estructura firme a la que estoy más habituado, sino a los puentes de barcas, que se utilizaron, por ejemplo, para cruzar de la ciudad de Sevilla al arrabal de Triana, sobre el río Guadalquivir. Un puente de barcas consiste en una serie de embarcaciones alineadas y amarradas juntas, cubiertas por tablones de madera. Quizá ése es el tipo de estructura que corresponde al trabajo del traductor y del interprete médico; una estructura flotante que, siempre moviéndose un poco, sigue la trayectoria y el ritmo del dolor y del cuerpo mismo.

INTÉRPRETE: ¿Cómo llegó usted aquí?

RITA: De arriba.

INTÉRPRETE: Arriba está el cielo.

RITA: Yo caí del cielo.

El interprete que menciona Yasnaya no sólo es una persona bilingüe, acostumbrada a atravesar por estructuras más o menos firmes, y sobre todo estables; sino sobre todo una persona «capacitada» para «viajar de un sistema de entender el cuerpo, la salud y el dolor a otro sistema totalmente distinto». Y si es necesario cuando se habla de dos sistemas, también es necesario cuando se suma otro, cuando la persona que intenta comunicar sus dolores debe desplazarse, con mayor o menor suerte, por ejemplo, del inglés al rarámuri mediado por el español. De no contar con alguien con esas características, los resultados podrían ser trágicos.

De acuerdo a Florencia Orlandoni —quien es traductora e interprete de una clínica en el sur de California—, expresiones que en México se utilizan en nuestra «vida diaria» podrían adquirir, de traducirse literalmente, un peso insospechado. Si estando el médico, alguien dice: «No quiero comer», podría, de inmediato, convertirse en anoréxico o en bulímico. Si alguien asegura, como aseguran en algunas partes del país: «Me duele el cerebro», podría necesitar no de una aspirina sino de un psiquiatra o de un neurólogo. Si alguien, mientras está cansado dice: «Me quiero morir», podría convertirse, rápidamente, en un suicida y en público cautivo del famoso y espectacular 911.

Del «Me quiero morir» que utilizamos en México al «I want to die» de los Estados Unidos median muchas capas que incluyen prejuicios de muy variada índole. Del «Yo caí del cielo» que pronunció Rita al «Caer del cielo, como síntoma de esquizofrenia» que utilizaron los médicos, median tres culturas. El trabajo del interprete es, o debería ser, en todo caso, no sólo traducir, sino adecuar el mensaje y equilibrar las relaciones asimétricas.

DOCTOR: Yes. Okay. Today is Monday.

RITA.-

Aunque el trabajo del traductor e interprete es antiguo, el del traductor e interprete médico con sistemas de acreditación y formación continua no lo es tanto. «En teoría, Estados Unidos es uno de los países que, desde hace tres o cuatro décadas, cuenta con clínicas y hospitales que ofrecen ese tipo de servicios». Rita Quintero, esa mujer que por «las noches canta a la Luna», fue detenida y encerrada en aquel hospital psiquiátrico cuando las discusiones sobre traducción e interpretación en distintas áreas, incluyendo las médicas y legales, decían algunos, eran efervescentes y «luminosas».

El año en que Rita regresó a su pueblo, Canadá organizó uno de los congresos más significativos en el campo; profesionales de distintas áreas se reunieron en Critical Link, con el objetivo de dialogar e intercambiar experiencias para ayudar a personas que desconocen «la lengua oficial del lugar que las acoge». En California, cruzando la frontera que la separa de Tijuana, existen algunas clínicas con personas dedicadas a la traducción e interpretación médica; en algunos casos, sin embargo, cuentan quienes han requerido de esos servicios, los interpretes y traductores asumen el papel de juez y de guardianes de la lengua. «Tu español está mal, no es como el mío», murmuran.

DOCTOR II: ¿Y a dónde se dirigía?

DOCTOR I: Hacia el sur. Siempre que se escapa se dirige hacia el sur.

En un texto reciente, publicado también en Tierra Adentro, Robin Myers —traductora neoyorkina que en 2008 se estableció en Oaxaca y luego en la Ciudad de México— escribe sobre la traducción (literaria) y sobre su vida, literalmente, en otro sitio. «Existir como invitada» es la expresión que utiliza para describir su experiencia. En ese texto, titulado Bailar a lo largo de la línea amarilla[4], Myers asegura que la traducción es, al fin de cuentas, una lectura «íntima», «tal vez de las más íntimas posibles». Extendiendo sus palabras, me gustaría pensar que la traducción e interpretación médica debería ser una lectura solidaria, tal vez de la más empáticas y solidarias posibles: una lectura alerta, atenta al otro, consciente, parafraseando a John Berger[5], de que el «aquí» de muchos dolores se encuentra en otro sitio; no sólo en el cuerpo, sino en el lugar de donde las personas vienen.

El «aquí» de los dolores de Rita estaba, en efecto, arriba, entre los pinabetes y oyameles de la sierra tarahumara.

 


 

[1] http://es.scribd.com/mobile/doc/103637022
[2] http://www.jornada.unam.mx/2003/03/19/05an1cul.php?origen=cultura.html
[3] http://estepais.com/site/2014/los-significados-del-dolor-y-la-diversidad-linguistica/
[4] http://tierraadentro.fondodeculturaeconomica.com/bailar-a-lo-largo-de-la-linea-amarilla/
[5] http://www.rebelion.org/hemeroteca/cultura/berger300402.htm