Las insignias del Volador
Siempre de manera elogiosa —casi consagratoria— impresores, escritores, críticos y especialistas del mundo del libro de nuestro país, han dado testimonio de la ingente labor editorial de Joaquín Díez-Canedo, primero en el Fondo de Cultura Económica, impulsando sobre todo las colecciones Tezontle y Letras Mexicanas, y luego dirigiendo su propio sello, Joaquín Mortiz, fundado en 1962 con la participación de los editores catalanes Carlos Barral y Víctor Seix. Son ciertas y unánimes las opiniones que lo destacan como una figura imprescindible en la difusión de la literatura mexicana de la segunda mitad del siglo XX, ésa que ya consideramos canónica. A lo largo de dos décadas, Joaquín Mortiz publicó, no sólo el corpus mayor de la letras mexicanas contemporáneas, también (debido a la sociedad que estableció con Seix-Barral) buena parte de la literatura iberoamericana y universal de la época, incluyendo la censurada o prohibida en la España franquista. A autores como Octavio Paz, Carlos Fuentes, Juan José Arreola, Salvador Elizondo, Vicente Leñero, Jorge Ibargüengoitia, José Emilio Pacheco, Elena Garro, Emilio Carballido, Ricardo Garibay, Efraín Huerta, Francisco Tario, Gustavo Sáinz y José Agustín, que vieron al menos uno de sus libros publicados en alguna de las siete colecciones de la editorial —Nueva narrativa hispánica, Las dos orillas, Novelistas contemporáneos, Confrontaciones, Cuadernos, Contrapuntos y, por supuesto, la Serie del Volador—, se suman otros como Luis Cernuda, Rafael Alberti, José Donoso, Jorge Eduardo Eielson, Manuel Puig, Severo Sarduy, Augusto Monterroso, José Ángel Valente, Juan Goytisolo, Max Aub, Guillaume Apollinaire, Ezra Pound, André Breton, Samuel Beckett, Herbert Marcuse, Susan Sontag, Günter Grass, William Styron, Saul Bellow y James Purdy que nos dan una dimensión aproximada de lo que fue la fabulosa labor editorial de don Joaquín, hijo del crítico, poeta y ensayista badajocense Enrique Díez-Canedo, avezado en buen número de literaturas europeas y americanas.
Con diseños de Vicente Rojo —emblema de la gráfica mexicana cuya obra editorial puede apreciarse en su Biblioteca personal. Letras pintadas, en volúmenes como Apología del lápiz y Apología del libro con textos de Arnoldo Kraus o en la edición conmemorativa de Aura de Carlos Fuentes que la editorial Era publicó en el 2012—, la Serie del Volador se convirtió rápidamente en la principal colección de Joaquín Mortiz, llegando a sumar más de 140 títulos a principios de los años ochenta.
Explotando atinadamente el formato de bolsillo sin que ello significara una mengua en la calidad de las ediciones, los libros de la serie que tomó su nombre del antiguo mercado El Volador de la ciudad de México siguen siendo atractivos para editores, tipógrafos y diseñadores debido a que, con sencillez y pulcritud no exentas de imaginación, delinearon una fisonomía aún reconocible. Las cubiertas a tres tintas, negra, blanca y de algún color, contenían ilustraciones sobrias, austeras pero alusivas, siempre acordes con el título de la obra o con la forma de hacer literatura que se reflejaba en ella. El contraste entre el blanco y el negro resaltaba el color elegido y la disposición rectangular de los espacios en la portada, la contraportada y el lomo, daba la impresión de hallarse frente a una pequeña caja, oscura y elegante, cuyos compartimentos resguardaban los datos de la publicación: nombre del autor, título del libro, nombre y logotipo de la editorial, nombre de la colección, etc. Invariablemente, las contraportadas estaban divididas en tres recuadros: el primero con la foto del autor, el segundo con el nombre de la colección y la lista de los géneros publicados en ella, y el tercero con la sinopsis de la obra, seguida de una brevísima semblanza de quien la escribía. El cálculo de la tipografía resultaba ejemplar y la letra, a diez o doce puntos, perfectamente legible. Sin cambios drásticos a lo largo del tiempo, los libros de la serie conservaron siempre la identidad de la colección y mostraron algunas de las constantes en la trayectoria editorial del propio Vicente Rojo: el orden, las bondades de la geometría, la organización pulcra del espacio y la utilización preponderante de formas básicas como elementos unificadores.
Existen, pues, pocos autores mexicanos de los sesentas, setentas y ochentas que valgan la pena de ser leídos y no tengan libros publicados en la Serie del Volador. Muy pronto la colección, que albergó lo mismo a escritores jóvenes que a consagrados, a naturales que a extranjeros, a famosos que a desconocidos y a un puñado de ganadores de premios nacionales de cuento y novela, se hizo de un prestigio que se mantuvo hasta 1985, año en el que Díez-Canedo decidió vender su editorial al Grupo Planeta. Con la gratitud del lector que a lo largo del tiempo ha encontrado ejemplares de la serie que le resultan entrañables y necesarios para ilustrar distintas formas de hacer literatura, doy cuenta de algunos de ellos, auténticas insignias sin las cuales mi conocimiento de las letras sería mucho más limitado de lo que es. Pudiendo destacar obras comúnmente identificadas con el catálogo de la serie, como La Feria, Cantar de ciegos, Farabeuf o El principio del placer, me conformaré con señalar unos cuantos rasgos de otras que han sido esenciales para mí, más allá del momento en el que fueron publicadas y, de ser el caso, traducidas al español. En suma, esbozaré una mínima relación de libros estimables.
1. Cómo es. Con traducción de José Emilio Pacheco, este experimento literario de Samuel Beckett se publicó en 1966. Se trata de una suerte de novela formada con pequeños fragmentos de prosa, carentes de signos de puntuación, que cuentan, hasta donde es posible que una obra de Beckett cuente algo, cómo un ser reptante llamado Pim tortura y es torturado por otro ser, probablemente él mismo, aunque de naturaleza desconocida. Cómo es exige, como en muchas otras obras beckettianas, que el lector se demore en cada párrafo, en cada línea, en cada palabra para descubrir las variaciones de un sentimiento o idea recurrente. En el caso de este artefacto textual se trata de advertir los distintos niveles de una angustia creciente y unida siempre a la palabra. Quizá por eso Ionesco lo llamaba «el Libro de Job de nuestra época».
2. La lechuza ciega. Publicada también en 1966 y traducida por Agustí Bartra de la versión francesa de Roger Lescot, esta novela del escritor iraní Sadegh Hedayat describe las alucinaciones de un pintor opiómano con una notable economía de lenguaje que logra suscitar imágenes macabras y bellas al mismo tiempo. Encerrado en un cuarto, el narrador se dirige siempre a un interlocutor ficticio, su propia sombra parecida a una lechuza sin ojos, ciega e implacable, que lo va guiando por los caminos de la muerte y la podredumbre. En la pequeña semblanza de la contraportada podemos leer: «Sadegh Hedayat nació en Teherán en 1903. Estudió en París. Vida sombría, de burócrata, sólo interrumpida por un viaje a la India (1936-1937). En 1950 regresa a París, y poco después (abril de 1951) se le encuentra muerto en su departamento, con las llaves del gas abiertas, junto a las cenizas de sus últimos manuscritos».
3. De perfil. Aparecida asimismo en 1966, esta novela de José Agustín rompió la barrera del silencio que tenía amordazados a muchos jóvenes de la época y llevó a su máxima expresión las preocupaciones formales y de contenido que el autor ya había delineado con buena fortuna en La tumba, su anterior trabajo narrativo. Símbolo de una nueva actitud ante el mundo, en De perfil confluyen el desenfado y la ironía, el placer sexual y la enajenación, el lenguaje lúdico y la voluntad de goce que se refleja en la utilización de múltiples recursos narrativos. En el primer tomo de su Tragicomedia mexicana, el propio José Agustín se refirió a las novelas de jóvenes —De perfil, Gazapo de Gustavo Sáinz, también publicada en la Serie del Volador, y Pasto verde de Parménides García Saldaña— en los siguientes términos: «Estas novelas podían verse como una especie de rocanrol verbal en cuanto establecieron un puente entre alta cultura y cultura popular. Para los jóvenes representaron una «educación sentimental», una seña de identidad, expresión de sí mismos y la conciencia de que debían ser protagonistas y no meros espectadores».
4. El amor loco. Traducido igualmente por Agustí Bartra. Este libro es, junto con Nadja y Los vasos comunicantes —también publicados en la Serie del Volador—, una de las obras capitales de André Breton. La creación como acción espontánea, el azar como un encuentro subjetivo llevado al extremo, la producción de imágenes mediante el automatismo de la escritura, el descubrimiento como un estado particular del espíritu, la tentación del objeto onírico, las potencias asociativas e interpretativas del deseo y, sobre todo, el amor absoluto como principio único de selección y moral, confluyen en un texto en el que la verosimilitud se revela como un obstáculo para el conocimiento humano. Según Maurice Nadeau en su Historia del surrealismo, en El amor loco, Breton nos ofrece la gama entera de «encantos surrealistas» que le dieron cohesión a un movimiento en constante expansión.
5. Comienza Cabot Wright. Traducida por José Agustín y Juan Tovar y publicada en 1968, esta novela de James Purdy es una muestra fehaciente de que el humor, la sátira y la maestría narrativa no están peleados. Instigado por su esposa Carrie, una pintora de miniaturas semirretirada y amante de las novelas de éxito, el vendedor de autos Bernie Gladhart decide viajar a Nueva York para buscar al violador de mujeres Cabot Wright, recién salido de prisión, con la esperanza de que le proporcione el material necesario para escribir una novela magistral, en donde la verdad configure la ficción. En compañía del editor Princeton Keith, de su antigua vecina Zoe Bickle y del propio Cabot, Bernie se verá envuelto en una serie de aventuras desternillantes y absurdas, capaces de cuestionar, de forma hilarante, los más rancios valores de la cultura norteamericana. Admirador de la novela picaresca española, hasta el final de sus días, Purdy fue un escritor contrario al status quo de la literatura y una figura incómoda para críticos y lectores timoratos.
6. El margen. Ganadora del Premio Goncourt en 1967. Esta novela de André Pieyre de Mandiargues traducida por Francisca Perujo apareció en la Serie del Volador en 1970. Se trata de un relato de difícil lectura, intimista y escrupulosamente descriptivo sobre la vida del ciudadano francés Sigismond Pons en Barcelona, ciudad que ha elegido para perderse a sí mismo, eludir su pasado y colocarse al margen de su propia existencia. Con bellas pinceladas de erotismo, algunos pasajes de cuño surrealista y un interés por la forma que obliga al lector a volver sobre sus pasos para retomar la secuencia de la trama, El margen es también un recorrido casi iniciático por el mundo prostibulario catalán y los bajos fondos donde el amor se mezcla con la fantasía, el sueño y la violencia.
7. Memorias del subdesarrollo. Publicada primero en la Casa de las Américas de La Habana y luego en la Serie del Volador, esta estupenda novela de Edmundo Desnoes quiso ser un crítica mordaz a la mentalidad burguesa y resultó un examen escrupuloso de aquel tipo de formación intelectual que, en lugar de abrirle puertas o expandir su horizonte de acción, paraliza al individuo más allá de las circunstancias que lo contienen. Vivir hundido en el subdesarrollo no es tanto un asunto social cuanto existencial, algo que nos obliga a dar cuenta de todas las taras que nos constituyen y que, contrario a lo que pudiera pensarse, no se esfuman tras el triunfo de ninguna revolución. Con un desencanto que nos recuerda al Mersault de Camus, Desnoes escribe: «No tengo ganas de hacer nada. Estoy aquí sentado ante la máquina de escribir porque me duele ya la cabeza de tanto dormir. Me siento intoxicado de sueño. Llevo años diciéndome que si tuviera tiempo me sentaba y escribía un libro de cuentos y llevaba un diario para saber en realidad si soy un tipo superficial o profundo. Porque uno no para nunca de engañarse. Y sólo podemos escribir la vida o la mentira que realmente somos».