Los libros de niños no son para niños
Me niego a pensar en la literatura infantil como una que se diferencia de la literatura adulta; ni siquiera existe esa categoría, ¿cierto? Por lo general, no distinguimos los libros que leemos por el público al que van dirigidos. En las librerías no hay secciones dedicadas a poesía para personas entre 31 y 37 años, esto se define en función de los gustos y la experiencia del lector, en principio ningún libro le está negado. Algo distinto sucede con el libro infantil en cuya cadena intervienen principalmente adultos. Un autor experimentado es contactado por un editor de su misma edad para hablar de la creación de un libro futuro para un lector que suele ser por lo menos treinta años menor que ambos. Ambos deciden qué temas será mejor tratar y qué palabras deberán usar para ello. Más tarde una de las partes definirá ilustrador y le pedirá que trabaje sobre el texto articulado por alguien quizá sólo unos años mayor que él. Al finalizar el proceso editorial, cuando el libro empiece a distribuirse, éste será acomodado según la estrategia de cada librería. Un librero se lo ofrecerá a los papás que busquen un libro sobre un tema específico o, en el mejor de los casos, un niño lo verá y querrá llevárselo a casa. Lo que puede, o no, suceder. La decisión de comprarlo está, otra vez, en manos de un adulto.
La cantidad de filtros involucrados en este proceso es abrumadora y todos están relacionados con lo que cada adulto considera es un niño. La carga histórica que tiene la infancia, específicamente después del siglo XIX, puede llegar a ser un fastidio. De un “día para otro” los niños pasaron de ser un pequeño adulto, capaz de escuchar las historias más sangrientas y trabajar en las minas, por ejemplo, a ser entes casi inmaculados e intocables. El mundo los mira como una semilla que dará los mejores frutos (o los más podridos), según las experiencias de los primeros años. La pedagogía determina algunos valores propios de la infancia y el imaginario saca sus propias conclusiones.
La literatura infantil —a la que llamaré así para fines prácticos— se gesta en el contexto decimonónico y hereda sus valores. Define a su lector como alguien inocente e incapaz de escuchar hablar sobre ciertos temas. Legitima, además, algunos lugares comunes asociados con la bondad, la inocencia, los colores pasteles, los animales, las flores y el olor a chicle; mismos que en siglo XX, el psicoanálisis y las nuevas teorías de educación, tratarán de derrumbar para empezar a mirarlos como seres con fijaciones y complejos, cuya forma de actuar es digna de análisis y es determinante para el futuro.
Una gran parte de la industria editorial sigue anclada en supuestos del pasado. Por suerte, existe una contraparte que evoluciona con el siglo e intenta subvertir este orden porque piensa a sus lectores como personas capaces de hablar de cualquier tema. Los define como entes complejos que transgreden el orden y ya no están asociados con prejuicios. Pone el reflector sobre los procesos de transición y recurre a temas universales asociados con problemas propios de la edad. Mi foco está siempre, sobre esta última forma de LIJ[1], la primera es obsoleta.
La pregunta pertinente en este momento es en qué niños se piensa en el siglo XXI. Tenemos regímenes escolares casi carcelarios conviviendo con opciones alternativas de lo más laxas, ambas deben tener un objetivo en común y con las mismas intenciones: educar para el futuro. Una constante que se mantiene aunque el modus operandi cambie, otra herencia del pasado.
Por otro lado, existe una industria completa que se centra en la diversión y confort del niño, produce ¡todo! para este público: ropa, juguetes, dulces, olores, colores, sabores, videojuegos, aplicaciones, cine, televisión, libros y un largo etcétera. Reconoce lo inagotable del mercado, cada vez ofrece elementos más sofisticados y logra posicionarlos al enviar un doble mensaje, por un lado capta la atención de los niños (crea una necesidad) y por otro siembra en los adultos el compromiso de invertir en el futuro de un tercero (crea una responsabilidad). En casi todos estos procesos, los trámites se dan entre los mayores. Merece la pena detenerse a reflexionar para hacernos la pregunta: ¿a qué nos referimos cuando definimos lo infantil y en qué niños estamos pensando? Es posible pensar que, en este momento, nos equivoquemos en casi todo.