La mirada de cien metros
Los brazos de Gerardo Álvarez, quien prefiere usar este seudónimo comienzan a tensarse, aquel par de troncos enmarcan un aura intimidante; pero la sonrisa con la que saluda disipa cualquier señal de agresividad. Incluso la tristeza que escapa de sus ojos se difumina con el tono enérgico de su voz al enunciar la consigna que aprendió en sus operaciones durante la guerra contra el narcotráfico: “la canción hablaba de matar malandros”.
Es inevitable concluir que Gerardo está repleto de contrastes, en especial cuando se sienta frente a la mesa, nervioso como un niño pese a haber demostrado un porte imperturbable. Con un movimiento veloz, que bien pudo ser un zarpazo, toma una servilleta, y se alista para lo que está a punto de revivir.
“Entre el fervor de tantas voces se te hace un hábito convivir la muerte violenta”. En cuanto termina la oración, golpea la mesa con su dedo índice, mantiene el repiqueteo; quizá así evoca mejor las marchas de las fuerzas especiales, donde fue entrenado y escuchó a diario relatos de enfrentamientos armados contra sicarios.
“¿Cuándo me tocará a mí estar en un enfrentamiento?”, eran las palabras que permanecían tras las historias. Las bromas de tiroteos o torturas a manos del narco tenían doble utilidad, entretener a los superiores de los novatos y normalizar los horrores de la guerra, pues en una situación real solo queda piel quemada y los chistes insensibilizan a los soldados.
Los mensajes de un pueblo fantasma
Debes estar alerta, observa a tu alrededor, identifica vehículos extraños, lleva tu arma lista para disparar y no salgas del batallón. Instrucciones básicas que salvaron vidas en Ciudad Mier, Tamaulipas, donde tuvo lugar la batalla entre carteles rivales que arrasó con el pueblo.
Gerardo tenía 22 años cuando, en 2012, fue enviado a esa tierra desolada y adversa. “Era uno de los estados más feos en ese entonces, porque ya habían quitado a la policía”. Los rumores sobre lo que pasaba con los militares advertían de un conflicto sin tregua, “supe de un soldado que salió del batallón un fin de semana; el lunes lo aventaron cubierto con bolsas”. Fue un mensaje del crimen organizado.
“Cuando llegas allí, te das cuenta de que es como en las películas. Conduces en la carretera y ves cruces. Kilómetros de pueblo desértico”. La gente no sabía a qué ha venido el ejército, tenían miedo de hablar con los soldados. Después los superiores de Gerardo averiguaron que los cárteles en disputa por las plazas mantienen amenazados a los habitantes.
Desde 2010, al menos 200 familias huyeron de Ciudad Mier, conforme a la nota “Amenazas de muerte de zetas hacen de Mier, Tamaulipas, pueblo fantasma”, publicada en el diario La Jornada, y firmada por Gustavo Castillo. Entre el 2011 y 2012, el 40% de la población restante escapó del territorio, de acuerdo con el artículo de El País, “La violencia provoca casi nueve millones de desplazados en México desde 2011”, escrito por Elena Reina.
“Escuchas a tus compañeros de otras cedulas decir que han visto un enfrentamiento o que algún conocido falleció; entonces sabes que es real”. La mayoría de los enfrentamientos eran después de las seis de la tarde, el exsoldado recuerda que desde esa hora comenzaba un toque de queda implícito. “Las pocas horas que descansas, tienes tu arma y chaleco contigo”.
Después de días sin dormir, la adrenalina evitaba que el cuerpo sienta desgaste; “hasta que ves los cuerpos o autos baleados, eso te empieza a afectar más”. En muchas ocasiones, los rastros de las ejecuciones indicaban que sucedieron minutos antes del patrullaje; entonces solo un pensamiento importaba: “pude haber sido yo”.
Pronto Gerardo entendió que el miedo era para la noche, cuando una sombra sin nombre destrozaba plantíos, comunidades y cuerpos. Dejaba mensajes monstruosos tras su paso: cuando aparecía un dedo amputado, “significaba que alguien había acusado a un grupo delictivo; la lengua, que una persona habló de más”. De nuevo, el exsoldado mostró su rostro endurecido por el dolor y sentencia que con el tiempo “eso te empieza a deshumanizar”.
Esa oscuridad hundió a los adinerados en sus mansiones baleadas, al igual que los agricultores en sus cabañas. Niños y ancianos han estado a la deriva hasta que en algún lugar se unieron a las tinieblas que cada vez consumen más vidas. “Piensas que tu trabajo hará una diferencia, pero con el tiempo te das cuenta de que no es así”.
Gerardo conoció a algunas de esas personas, los marcados por la violencia. En un patrullaje con camionetas, identificó a un niño de corta estatura, quien sentado en un banco fijó su atención en los vehículos. De regreso de la operación, el niño entró a su casa y se asomaba varias veces, como si contara las camionetas.
El chico con indicios de desnutrición a sus 10 años mantenía con vida a su abuela convaleciente, ganaba mil dólares al mes y trabajaba con una radio desde su casa en ruinas. Él era un halcón, sujetos prescindibles a los ojos del narco, cuya misión es informar el número de soldados en cada transporte.
“Sabíamos que nos veían antes de ir a cualquier lugar, teníamos una radio intervenida. A las camionetas Cheyene les decían rapiditas; a los Mercedes, gusanos. De pronto escuchábamos: ‘ahí vienen tantas rapiditas con tantos gusanos’. Pero no veíamos a nadie”. Una vez que encontraron al halcón, solo confiscaron su radio.
La vida del niño corría mayor peligro que la del exsoldado, se decían auténticos horrores sobre lo que el crimen organizado hacía con los halcones. El chico actuó por desesperación, Gerardo lo entendía y fue lo último que pensó antes de dejar la casa en ruinas sin mirar atrás. Nunca volvió a ver a ese niño.
A partir del 2006, los menores de edad han sido la carne de cañón del crimen organizado. Los testimonios de estos niños rotos estremecieron al país, como la entrevista entre Luis Guillermo Hernández y el sicario de 16 años, apodado “El Lágrimas”.
En 2013, se registraron 75 mil niños forzados a abandonar los juegos por la esclavitud en los sembradíos de amapola, o que fueron obligados a cambiar los colores por navajas y pistolas, conforme el artículo de la BBC, “¿Por qué el narco recluta a miles de menores en México?”, escrito por Alberto Nájar.
El camino que recorrió estuvo poblado de personas evanescentes, incluso él pudo haberse sumado a ellos. Una noche formó parte de una patrulla de emboscada, la operación tuvo lugar en un puente, donde algunos elementos se esconderían para detener a quienes llevaban tiempo espiándolos.
Gerardo aguardó durante horas la señal, lo acompañaban pocos soldados. A lo lejos divisó 15 luces, se aproximaban los autos, entonces supo que la emboscada comenzaría. “No la vayan a cagar”, escuchó a su sargento. El número de adversarios era mayor a lo que habían previsto, 10 u ocho sicarios por camioneta aseguraban una masacre.
Aunque esa noche Gerardo evadió un final cruento, no estuvo a salvo por mucho tiempo. Cazar a un depredador invisible, llevó al límite a sus compañeros. Con la luz de la luna nadie distinguía más allá de cinco metros freten a sus pies, pero debían recorrer un maizal hasta una brecha, en ese punto se reunirían con otro equipo.
A veces tanto silencio puede enloquecer, pasaron horas en ese mutismo espectral. “¡Chiapaneco!”, el grito terminó con la desesperación, Gerardo respiró hondo y se disponía a saludar al otro equipo. Se detuvo cuando vio a un grupo de personas armadas sin vestimenta militar.
La sorpresa fue breve para ambos bandos, Gerardo perdió el aliento luego de sentir un golpe fuerte en el pecho. “Me sentó”, escuchar esas palabras de un hombre musculoso de 90 kilos y 1.90 metros de alto, esboza una idea clara sobre el poder de un impacto de bala.
Los disparos zumbaban encima de sus orejas. “Lo primero que hice fue tirarme y comenzar a repeler la agresión”. En la oscuridad hubo resplandores al fin, y al extinguirse se llevaban a alguien. Gerardo distinguió que había cuerpos en el suelo, se cercioró que era seguro irse y de nuevo no quiso mirar atrás.
“Nunca había visto ese nivel de violencia más que en las películas”. En la actualidad aún es increíble. El pueblo fantasma, que bien podría llamarse ciudad mutilada, se halla bajo las balas de 50 líderes narcotraficantes que buscan hacerse con Tamaulipas, de acuerdo con la nota de Milenio, “Detectan a 50 líderes del narco en la disputa por Tamaulipas”, firmada por José Antonio Belmont.
Los registros también simbolizan testimonios de un pueblo abandonado, cuyos habitantes aún expresan mensajes desde el infierno. Gerardo carga en su espalda algunos de estos fantasmas, aunque no quiera voltear a verlos, en algunos momentos parece que escucha sus historias crueles y lo hacen cuestionarse: “puede morir, y no sé si hacía lo correcto después de ver casos parecidos al del niño halcón”.
Nunca volver
Regresar a casa se convierte en proceso tortuoso. Las consecuencias psicológicas de Ciudad Mier persiguen a Gerardo, quizá ese ha sido el precio a pagar durante la guerra, como plantea Eduardo Antonio Parra, en su obra Laberinto (Random House, 2019). La novela toma inspiración de la batalla de Ciudad Mier, y el autor aborda la destrucción psicológica de los personajes.
Los soldados disponen de cuatro días para estar son sus familias y estabilizarse; pero “no estás bien, comienzas a presentir que los vehículos te siguen. Se vuelve común beber para conciliar el sueño”. Gerardo recuerda que ni siquiera con alcohol sus compañeros duermen mejor; ellos “sollozan o saltan. Al volver aquí, yo comienzo a hacer lo mismo”.
El tiempo que Gerardo pasa despierto, está alerta cuando escucha un ruido fuerte, su respiración se acelera o intenta cubrirse. “En una ocasión vi pasar una camioneta con tubos de construcción, y me cubro porque pensé que era una escopeta. Después de cinco o cuatro despliegues quedas así” en su tono hay resignación.
La indiferencia es la peor de las consecuencias, de pronto las muertes alrededor dejan de importar. Gerardo celebraba con sus compañeros el hecho de haber sobrevivido, pero algunos de sus amigos fallecieron por los excesos. “Uno falleció por congestión alcohólica, yo tenía lagunas mentales, no comía y estrellé un carro por tomar demasiado”.
Ni siquiera en el núcleo familiar, el exsoldado sale de la guerra. “Me hablaban mis padres, yo respondía mientras analizaba mis errores en los enfrentamientos”. Sin salir de casa, admite que sin su arma se siente nervioso en la calle.
Las afectaciones metales de Gerardo son el vestigio de dos años de fuego y sangre. “Yo no quería tener la mirada de cien metros”, dice rápido, como quien evita detenerse a pensar en la gravedad de sus palabras. “Esa mirada la tienen quienes han matado y entre más cerca tengas a alguien, jamás olvidarás ese rostro”, agrega con un semblante rígido.
La mirada de Gerardo cambia, adopta un matiz de odio. Reconoce que esa apariencia es permanente al regresar a casa. “Mi pareja solía decir que mi corazón late diferente, como si no fuera mío”, y es cierto, los contrastes del exsoldado llegan a una faceta que se muestra constante está desbordada por el pesar.
“Uno dispara porque no hay tiempo de detenerse a preguntar si se trata de un migrante forzado a ser un sicario, o si es un niño o una mujer. En ese momento tuve que responder la agresión”, asoma la impotencia en su voz.
Admite que la mirada de cien metros empieza como un mito se vuelve realidad. “Si quería seguir en operaciones, tendría que vivir con la mirada de cien metros; así que me salí”. Gerardo abandonó las fuerzas especiales en 2014, sin reparar en las repercusiones en su carrera militar.
“Elegí cambiar mi vida, ahora me siento más tranquilo”, por segunda vez desborda su sonrisa honesta, en la que convergen paz y melancolía. Quizá son las emociones que colman su vida fragmentada, “algunos de sus amigos ya fallecieron”, dice y se percata de que solo quedan pequeñas boronas de la servilleta que tomó al inicio de su relato.
“Asistí año y medio a terapia, también me ayuda socializar con las personas”. Después de cuatro años, Gerardo considera que pudo retomar su vida; se detiene en lo último y recapacita, “nunca vuelves a ser la persona que eras”. La pesadumbre de mirar sobre sus pasos enardece la promesa que él y los desplazados guardan con aquel pueblo fantasma, repleto de horrores: nunca volver.