Notas sobre Bootleg
En la parte trasera de un camión de fletes aparece el Rey Neptuno lanzando un rayo que apunta directo sobre el trasero de Don Cangrejo (Mr. Krabs); a un lado, sin ninguna explicación, el elefante Dumbo acompaña el conjunto con una leyenda en la parte superior donde se lee di no al bulling. El camión se aleja mientras corro tras él para sacarle una fotografía. Su conductor, visiblemente extrañado, me observa desde el espejo retrovisor.
Las líneas descoyuntadas de este ensayo intentan ahondar en el extraño encanto del bootleg, el rótulo callejero de personajes de caricatura que decora la cotidianeidad de la vida urbana. El resultado es algunas veces fiel al original; otras, las mejores, en extremo alejados de él, haciendo del fracaso de la representación, de la imitación fallida, su principal atractivo. La cultura visual urbana convive continuamente con el bootleg, basta con aguzar la vista y acecharle.
Salones de fiestas infantiles, guarderías, tiendas de abarrotes, puestos de comida, ferias. Quizá el paraíso del bootleg por excelencia sean las fiestas infantiles. Con tal de recrear con mayor fidelidad la fantasía del niñe, se explota hasta las últimas consecuencias el núcleo temático, a veces incurriendo en la combinatoria inevitable de elementos originales y copias: el mantel de plástico y las invitaciones del personaje admirado coexisten con el pastel y los recuerditos elaborados ex profeso para la ocasión. Idealmente no se debe prestar atención a las diferencias, el bootleg suple el lugar de una fantasía pictórica que no pudo ser cabalmente realizada.
El bootleg o rótulo callejero ¿se busca o solo llega? En mi caso, cuando me propongo salir en su búsqueda, no logro encontrarlo. La simple idea de cazarle es absurda, inútil, cae en el riesgo de convertirse en un safari de la ironía (regresaré más adelante a este tema). Para llegar a él, es crucial permanecer alerta. Mantener la mirada activa, husmeando entre los signos de la ciudad. Su hallazgo tiene mucho que ver con la suerte.
La revaloración del bootleg parte de la fotografía. Quien toma la foto no necesariamente clama poder autoral sobre la imagen, sino que hace vago alarde del descubrimiento —idealmente sin descaro—, asemejando su labor con la del anticuario, o inclusive con la del filatelista. Su persecución, por cierto, requiere las habilidades del paseante callejero, del flâneur.
¿Cómo insertar el bootleg en una tradición de la cultura visual en México? ¿En dónde albergar a estas imágenes huérfanas y cómo articularlas en relación a su entorno? Tras su surgimiento a mediados de los años ochenta, la pregunta que plantearon los estudios visuales en tanto rama disciplinaria en la academia anglosajona, fue el de qué imágenes se estudiarían y cuáles no: incómodo dilema de expandir el canon (recordemos el desprecio de Rosalind Krauss a la interdisciplina y la cultura visual: ¿acaso ahora deberían inventarse los everything studies?). ¿Por qué no? ¿Será el bootleg excluido para siempre por los estudios formales de la imagen? ¿Qué metodología emplear para leer o decodificar estas imágenes anónimas? El bootleg impone —y merece— su propia disciplina: Pikachu studies.
Sería petulante llamarle “arte” a este fenómeno (esa maldita palabra), pero lo sería aún más negar el valor artístico detrás de dichas creaciones. Hay un mérito compositivo en ellas, una “factura”. Hay bootleg bien logrado y mal logrado (distinción que no hace mejor a uno sobre el otro, o viceversa). En ambos casos se manifiesta una misma jovialidad, una cursilería valiente, cierta preferencia por materiales nobles. No es casualidad que el bootleg, cuando ornamenta algún puesto o negocio, emerja la mayoría de las veces en contextos de notoria hostilidad. El bootleg incita a la sonrisa en medio del desastre.
Sobrevive un orgullo, una seña particular del temperamento mexicano detrás de estas caricaturas pintadas por rotulistas. Tal vez sea el orgullo de haberse salido con la suya. De no haber solicitado permiso para apropiarse de la imagen.
En el bootleg hay un gesto terriblemente mexicano, el cual implica una relación familiar con la piratería, aceptada ya como parte de una economía informal y una forma de subsistencia. Es la experiencia barroca de convivir entre la falluca, de mimetizarse entre los simulacros, e inscribiéndolos sobre el espacio público. Aún más, persiste el afán de pintar una imagen con tal de reafirmar la voluntad y el gusto individual (“por mis huevos”). El bootleg es una demostración del ingenio donde se caricaturiza lo que ya viene caricaturizado a través de un habla globalizada (llantera “Bart”). El contexto hace a la imagen en su totalidad y no al revés.
Aunque se presenta en múltiples regiones (pienso en los afiches cinematográficos pintados a mano en Ghana, así como en el bootleg de guardería en Estados Unidos), existe bootleg innegablemente mexicano. La Catrina de José Guadalupe Posada es un ejemplo temprano. La piñata es, por supuesto, la culminación de la plástica bootleg. También lo son otras derivaciones de la manualidad o la artesanía, como el mexican curius, cerámicas de personajes de la cultura popular y que se comercializaban en el paso fronterizo entre Tijuana y EE. UU. ¿Es posible considerar al bootleg bidimensional como un trayecto natural del muralismo?
La historia del muralismo, de acuerdo Shifra Goldman, se ensancha más allá de los confines del movimiento mexicano posrevolucionario. Su resonancia y pertinencia está sujeta a una constante actualización hasta las últimas décadas del siglo XX, en sus formas expandidas (uso de materiales industriales, en el caso de Felguérez desde los sesentas), hasta la radicalización y activación política del uso de espectaculares en el muralismo chicano, o inclusive en el uso de la tecnología y los medios masivos, como evidencia la obra de Alfredo Jaar. Cito a Goldman: “En latín, ‘murallis’, y en francés, ‘muraille’, se refiere a pinturas ejecutadas sobre una pared (o techo), especialmente como parte de un esquema decorativo […] La noción básica es la de pertenecer, o adherirse en cierto modo, a una pared”. 1 ¿Por qué no pensar el bootleg como un posmuralismo?
¿El bootleg homenajea o imita? La mayoría de las veces se conforma con asemejarse al modelo original, lo cual no se consigue por completo, en primer lugar, debido al contexto donde la imagen es insertada. Segundo, porque no se desea engañar con la originalidad de la imagen, sino obtener una breve ilusión de apariencia. En su ornamentación exprés e improvisada, el bootleg pretende imitar la imitación: simulacro del simulacro: copia de la copia. La alteración busca conmover sin innovar. Si en un principio busca ser fiel a la imagen original, no descarta el accidente: lo inacabado, lo incompleto, lo mediocre, lo cutre, lo chafa.
No hay que confundir la ternura con la condescendencia. ¿Cómo apreciar el bootleg sin ironía? El bootleg resiste a la sobreinterpretación porque su única intención era adornar, y paraliza nuestros juicios de valor porque, a diferencia de los anuncios publicitarios, no nos agrede (el menosprecio del rótulo de caricatura como un fenómeno visual de ínfima calidad mantiene el statu quo del gusto y su aburguesamiento en una obcecada jerarquía de las imágenes que bastante daño nos ha hecho). Mirar el bootleg con ironía es adoptar una postura clasista.
El bootleg malogrado plantea sugerentes variaciones que hacen más entretenida su apreciación. Juegos anatómicos distorsionan al personaje original, ora amorfo y disforme, grotesco, en su versión feísta pero entrañable. Encanto de la nobleza inacabada y amateur, detona la melancolía de aquello que no convence adecuarse a su modelo original, y en esa imposibilidad de equipararse, en ese error, en ese patetismo, en esa humillación de no ser como se hubiera deseado, se redime.
Archivar el bootleg como evidencia del sincretismo visual y la idiosincrasia mexicana. Avatares que se repiten sin cesar y que, gracias a sus cualidades emotivas, no consiguen hartarnos. Buen ejemplo de ello es Pikachu Studies (2020) de Fer Gress, joven pintor hidalguense que, desde su habitación en Atotonilco el Grande, gestiona bexpo10, proyecto semidigital y cuasifísico que alberga el trabajo de artistas nacides en la segunda mitad de la década de los noventa. El tipo de arte que producen y consumen aquelles que crecieron con caricaturas del canal 5 y pasan más de diez horas frente a la pantalla del celular.
El espíritu del bootleg se replica y emparenta con prácticas artísticas actuales. Invité a diferentes artistas de varios estados del país para reflexionar de forma contrapunteada en torno a su significado.
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La obra de Cristian Franco (Tecate, 1980) se caracteriza por su combinación irreverente de materiales provenientes de la historia, la política y la escena contracultural. Su humor corrosivo le permite distorsionar, a veces en montajes desconcertantes, el gesto grandilocuente de figuras tiránicas, remitiendo en ocasiones a episodios escabrosos de la cultura occidental. No faltó quien se sorprendiera cuando, en el marco de la exposición Murió el rancho grande (2021) realizada en Guadalajara y curada por Mayra Vineya y Yuriko Cortés, Franco montó sobre un muro del espacio de exhibición un sencillo rótulo de un Garfield sonriente con el nombre de la capital, a manera de anuncio turístico.
Oriundo de Baja California, Cristian Franco se desplaza continuamente a Guadalajara, donde actualmente vive y produce. Sin embargo, hubo una época en su infancia en la que la capital jalisciense era tan solo una un paraíso metropolitano que se imaginaba a partir de las anécdotas de sus familiares. La imagen del Garfield que escogió para su instalación a modo de rótulo proviene de una colección personal de playeras vintage que conserva desde la juventud. Resulta disparatada la combinación, ¿por qué alguien asociaría al célebre gato con la capital de Jalisco? El sinsentido de la relación imagen-texto detona diversas teorías. Acaso, piensa Franco, porque en algún momento Jalisco fue un epicentro de migración, y esa nostalgia del migrante se replica en los souvenirs con caricaturas norteamericanas. Sea como fuere, Franco concibe el traslado de la playera al muro como “material de archivo personal expuesto crudamente”.
Sin hacerlo explícito, el Garfield reinterpretado por Franco homenajea a los rotulistas con los que se formó en sus inicios, sirviendo de crónica personal de su formación o educación gráfica. En su excesiva literalidad, la imagen es —paradójicamente— muy ambigua. Esa ambigüedad sirve como punto de partida para llegar a temas. Podría hablarse de economías informales y de trueque, de la circulación de las mercancías en mercados de pulgas, así como del periodo de bonanza e ilusión de Guadalajara en los años ochenta, con un modo de vida donde modernidad y la tradición entran en choque. La cursilería de la clase media jalisciense tal como la representó Jaime Humberto Hermosillo en Doña Herlinda y su hijo (1985), con una escena contracultural soterrada pero latente (en aquel filme, por cierto, hizo un cameo la banda Madres y Comadres, después conocida como La Maldita Vecindad). A propósito de estas relaciones con la contracultura, Franco acompañó la pieza con una canción de la banda punk ochentera Sedición, donde se repite la consigna anarcopublicitaria: ¡Pepsi ES LO DE HOY! ¡Pepsi ES LO DE HOY!
El bootleg, con su enigmática asociación de imagen y texto, nos recuerda, sostiene Franco, “cuando algo no funciona como nos dijeron que tenía que funcionar”. Cristian Franco recurre al bootleg para celebrar la identidad mutante de una ciudad mexicana.
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Desde el año 2017, Jesh Martin (Morelia, 1996) ha trabajado una especie de bootleg queer a partir de los logotipos de marcas y personajes de caricatura. El resultado, que en primera instancia circula por redes sociales, posteriormente se decanta en experimentos físicos o materiales, como playeras, fanzines o banderas. En el año 2019 editó con la imprenta tipográfica Sara “Mickey Mouse Bootleg Club”, publicación en colectivo que reúne varias de sus creaciones híbridas, Kitty, Sailor Moon y Pikachu han sido desviados y portan orejas de Mickey Mouse. Vemos a Bart Simpson en la pose de “eat my shorts” con las orejas de Mickey Mouse y el rostro del ratón en el trasero, confiriéndole al personaje un gesto amanerado, sassy.
Las imágenes de Jesh nos recuerdan constantemente la condición híbrida de la vida gay: juegos de palabras, chistes, motes, disfraces, ocultamientos. Al combinar las identidades de dos personajes en uno solo, los personajes bootleg de Jesh engañan al ojo, de la misma manera en la que durante la pubertad, en el rito que conduce a la salida del clóset, el homosexual se siente obligado a pasar desapercibido, a negar sus inclinaciones asegurando que es otra cosa, quizá bi, negociando, modulando y reprimiendo los tics que le traicionan. El fallo de la representación del bootleg se vuelve el símil ideal del homosexual intentando camuflarse en una sociedad opresiva.
Regresar a estos personajes implica regresar a un periodo de la infancia de desdichas. Vemos a My Little Pony como estandarte de lo cursi aberrante, personaje vilipendiado por su delicadeza. “Me daba pena [de niñx] ver ciertos programas… Era evidente que me gustaban cosas muy diferentes”, afirma Jesh. La reapropiación de las ficciones y fantasías de aquellas caricaturas que no eran socialmente aceptables por ser “afeminadas” sirve de embestida al heterocispatriarcado. Sin duda, la identificación con los personajes de caricatura sirve como válvula de escape frente a la represión sexual. Judith Halberstam ha subrayado el carácter disruptivo de SpongeBob Squarepants como un personaje queer que, al igual que Babe el puerquito o Dory de Finding Nemo, exalta el sinsentido, la espontaneidad y la estupidez, planteando un modo de vida alternativo.2
En los últimos dos años la práctica de Jesh ha adoptado una postura política al apropiarse de los logotipos de las marcas y corporativos que absorben las dinámicas de “pink washing” o “rainbow capitalism” durante el mes del orgullo LGBBTIQ+. Así, la leche condensada Carnation se convierte en Queernation; Gatorade, en Gay Power; Burger King, en Burger Queer (ironías de la vida, la franquicia no tardó en apropiarse de la apropiación). Las imágenes desobedientes de Jesh Martin producen incomodidad y reclaman la visibilidad de la disidencia sexual. El bootleg se vuelve un potente ejercicio de resiliencia y resistencia.
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Tras un viaje al interior del país durante el año 2020, los artistas yucatecos César Rendón (1997) y Alejandro Manzanero (1995) emprendieron el proyecto en colaboración Mayami Boyz, una ficción compartida donde la obra de cada uno se conjunta a través de sus puntos en común: la creación de instalaciones, ensamblajes, arte objeto y, ante todo, gestos performativos que ahondan en cuestiones identitarias asociadas a su región. El trabajo a manera de pos-colectivo permite que las ideas fluctúen de un proceso personal a otro, sin chocar o perder su valor individual.
En la obra de Mayami Boyz, lo yucateco es una invención arraigada en procesos neocoloniales, un relato forjado por el mestizaje blanco que suprime o instrumentaliza lo “maya”. Pero ¿qué es lo maya en la actualidad? Ofrecer una definición sería, por supuesto, incurrir en el tipo de esencialismos propios de la antropología y etnología del período posrevolucionario. El dilema del prefijo configura este cuerpo de obra: Manzanero y Rendón han adoptado el término neo-neomaya para sus creaciones, diferenciándose, a su vez, del neomaya, estilo arquitectónico moderno que propuso una mezcolanza de elementos vernáculos y vanguardistas. Lo neo-neomaya debe, pues, entenderse como una construcción espacial e inclusive corporal donde choca la tradición con la modernidad: es la imagen del campesino que porta chanclas duramil y consume Coca Cola. Y es en lo neo-neomaya donde el bootleg juega un papel primordial.
Asumirse como artista desde la periferia suena a un lugar común, casi un tropo que el sistema de distribución del arte ha empleado para la fetichización. Es innegable que generaciones artísticas recientes han tratado genuinamente de desentrañar el significado de venir de la periferia desmontando las construcciones visuales del paisaje de origen. Mediante derivas y caminatas, Rendón y Manzanero han encontrado en el bootleg una manera de relatar la experiencia visual de la periferia yucateca para tratar de comprenderlo como parte integral de su escenario cotidiano, tanto como las pirámides y los edificios coloniales. El acto de deambular por la capital y los pueblos yucatecos les induce a leer el bootleg como una alegoría del sureste mexicano.
Las fotografías de un expendio de agua purificada llamado “Los picapiedra” (el agua más pura desde la prehistoria) o de un tendejón con un techado de palma típico recubierto de la embotelladora regional y Coca Cola en un pueblo se convierten en el registro de las ruinas de la sociedad yucateca contemporánea. Para Manzanero, encontrar el bootleg requiere un “acercamiento consensuado”, en el que su catalogación amerita una preocupación por su autor y sus intenciones al momento de pintarlo. Etiquetarle como arte sería un acto colonizador, extractivista, precisamente porque su virtud es “el anonimato, su funcionalismo y el nulo grado mercantil que tiene”. Asimismo, el bootleg en rótulo es profundamente anacrónico, atemporal: no es street art ni intervención. Son imágenes escurridizas producidas en aquellos contextos donde el “original” tarda en llegar o simplemente jamás llega.
La obra de Mayami Boyz es un posrotulismo neo-neosureño que integra personajes animados y elementos nativos a través del formato .PNG como un rótulo computarizado. Los collages digitales de Manzanero muestran a caricaturas norteamericanas en su versión bootleg de cholo junto con deidades precolombinas, reflejando una profunda crisis de los códigos culturales del sureste, un descoyuntamiento entre lo que el oficialismo dicta y lo que el paisaje muestra a través de operaciones de montaje, choque y tensión de elementos regionales. A su vez, los trabajos de Rendón funcionan como adherencias sobre el paisaje, lonas con impresiones de artefactos nos obligan a pensar sobre la industrialización del paisaje sureño mexicano, o bien como piedras fosilizadas con inscripciones del paisaje yucateco en su disonancia permanente.
Para Mayami Boyz, detrás de la mirada amable y homogénea del bootleg se esconde una relación incómoda con la identidad yucateca, sin por ello perder de vista el respeto hacia el oficio del rotulista, ni por su capacidad de improvisación, su instinto de supervivencia y su genio creativo.
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Más que como un colectivo, RRD puede ser denominado un grupo de trabajadorxs de la cultura. Aunque su labor se pueda confundir como un enfoque puramente editorial, se diría, más bien, que imprime ideas artísticas, siendo el papel, el lenguaje y la imagen sus motores principales. De ahí se desprenden diversos trabajos de arte objetual, fanzines, piratería, rótulos, pinturas, carteles, instalaciones, mail art y otras estrategias derivadas de la neovanguardia. La autoría siempre es fluctuante. Sus integrantes emprenden proyectos que, aún al operar dentro de los márgenes del colectivo, difumina la firma individual en pro de una manufactura comunitaria, libre, open source.
En el año 2017, Alberto Vivar, Nicolás Franky y Joel Castro Ramos, integrantes de RRD, emprendieron el Taller de Letras (TDL), grupo de estudios de semiótica y análisis tipográfico que abarca desde la morfología de las letras del abecedario hasta la revisión de los diseños gráficos distintivos de la modernidad, como es el caso del trabajo de Lace Wyman. Para conferir una identidad reconocible al proyecto, Ramos y Vivar se apropiaron del logotipo de las baterías automotrices LTH, invento, curiosamente, de un mexicano. La apropiación pone en tela de juicio la originalidad y el genio autoral, y aboga por una imagen pirata de una marca preexistente, afín a la práctica del shanzhai, la cual, según Byung-Chul Han “visualiza un tipo singular de creatividad”, donde “las marcas establecidas se modifican sin cesar. Adidas se convierte en Adidos, Adadas, Adadis, Adis, etcétera”.3 Se trata, para el filósofo surcoreano, de un “juego dadaísta” que conlleva un “efecto paródico o subversivo frente al poder económico y los monopolios”.4
La batería de TDL podría entenderse como la metáfora de una máquina del lenguaje que derrocha imágenes y letras en un archivo en constante expansión que contiene rótulos encontrados, folletos, bocetos y diseños originales (inclusive aparece un personaje bautizado como Tedelesito). El imaginario automotriz se repite, por cierto, en otros ejercicios de RRD, ya sea el carrito miniatura elaborado para su más reciente exhibición en el Museo de Arte Carrillo Gil o en la iconografía camionera de las pinturas de Joel Castro Ramos.
Repertorio decididamente urbano, el ejercicio de TDL se gesta a través de “derivas” y errabundeos callejeros afines al ejercicio lúdico-crítico que propuso el situacionismo francés en la segunda mitad del siglo XX, donde “lo racional y lo irracional, lo consciente y lo inconsciente” hallan un punto de encuentro.5 TDL nos recuerda que en esta ciudad somos lecto-paseantes permanentes, y que el bootleg puede ser un método de escritura que se amolda a la sintaxis caótica de la metrópolis.
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La obra de Wendy Cabrera Rubio (Edomex, 1993) devela la ambigüedad de los personajes animados, sus vínculos soterrados con la historia y la política. En un oscuro ejercicio de bootleg, la artista reinterpreta en trabajos en fieltro a personajes como Pancho Pistolas y José Carioca de The Three Caballeros (1943). El fieltro, a su vez, remite a otros imaginarios: economías domésticas, trabajo manual, pedagogía. Ya sea como bastidores, instalaciones escenográficas o marionetas, la artista somete a una activación y teatralización a las imágenes animadas que han sido previamente instrumentalizadas por el estado en países occidentalizados (no olvidemos que The Three Caballeros es un alucinante número musical de diplomacia cultural y estereotipos sudamericanos). Si las caricaturas han sido títeres de intereses imperialistas, la obra se transforma, literalmente, en un gran teatro didáctico, exuberante y barroco, donde el trasfondo acarrea un torrente explicativo de episodios históricos, conceptos y fechas, como un rizoma cute y tropical.
El tratamiento hacia la imagen original es respetuosa, ambivalente mas no benevolente. Para Wendy, personajes como Mickey Mouse se adecúan para la autorrepresentación gracias a que son fáciles de identificar, no poseen una identidad delimitada y su silueta es también el ícono de su marca. Agrega que su obra “trata de conservar elementos muy específicos para que puedan ser leídos de manera diferente, sobre todo desde la materialidad”. El fieltro le sirve como estrategia de extrañamiento.6 Los personajes nos resultan en extremo familiares, nos enternecen, pero están sometidos a una lectura metareferencial que nos desvían hacia terrenos discursivos ideológicamente conflictivos.
La perspectiva del fan es palpable: la fantasía de la caricatura siempre sirve como válvula de escape. En efecto, la obra de Wendy está atravesada, más allá de la grieta que divide alta y baja cultura, por otros tipos de consumo cultural: el fanart y el fanfic, dos formas de comunidad que expanden el universo dentro de un cómic o serie televisiva. Su obra nos incita a revisar el pasado histórico y a reflexionar en torno a dinámicas de opresión y violencia racial. En La historia la escriben los vencedores (2017), Cabrera exploró los foros virtuales de la extrema derecha estadounidense, la cual usó a Pepe The Frog como estandarte a la par del advenimiento de Donald Trump como presidente y del ascenso del republicanismo y sus retóricas virulentas. Desde la metareferencialidad y el humor negro, Pepe se transforma en la libertadora de la patria, un personaje inofensivo y perverso a la vez.
El bootleg como proyecto emancipador: una vía para reconquistar el repertorio del poder para producir nuevos significados desde el margen. Escondiendo tras sí el drama de las vidas precarias, el bootleg se enfrenta una y otra vez a la adversidad.
La exposición de RRD en “Tiempo compartido” estará en el Museo de Arte Carrillo Gil hasta el 25 de julio
Ciudad de México, 30 de junio del 2021
- Shifra M. Goldman, “Después de San Ildefonso. Cambios en el quehacer artístico y su significado” en Congreso Internacional de Muralismo. San Ildefonso, cuna del Muralismo Mexicano: reflexiones historiográficas y artísticas, México, UNAM/CONACULTA, 1998, p. 156. Agradezco a la Dra. Itzel Rodríguez Mortellano por la referencia.
- Ver Judith Halberstam, The Queer Art of Failure, Durham, Duke University Press, 2011.
- Byung-Chul Han, Shanzhai. El arte de la falsificación y la deconstrucción en China, trad. Paula Kuffer, Buenos Aires, Caja Negra Editora, 2019, p. 74.
- Ibíd.
- Franceso Careri, Walkscapes. El andar como práctica artística, Barcelona, Editorial Gustavo Gili, 2014, p. 87.
- Un recurso, además, decididamente de vanguardia, como evidencian las teorías antiaristotélicas de distanciamiento del dramaturgo Bertolt Brecht.