70 años de Memorias de Adriano o los amigos del emperador
A la memoria de Enrique Servín
En 2005, en un café del centro de Chihuahua, escuchaba a Enrique Servín; los cafés se nos enfriaban mientras toda nuestra atención estaba en su voz y las imágenes que recreaba. Acababa de relatarnos la escena en la que Adriano se convierte en emperador, en una conversación que imitaba las inflexiones del estilo de la Yourcenar, algunos detalles pertenecían a otros episodios de la novela —que, por lo demás, entonces no había leído—, pero era capaz de compartirnos la voz que una escritora belga-francesa había logrado dar a un emperador romano.
Fue en aquel café, en una de las primeras pláticas que tuve con Enrique, en las que escuché por primera vez el título de Memorias de Adriano. Yo acababa de entrar a la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Chihuahua y, habiendo crecido en un ejido, mi cultura general, a pesar de mis pretensiones, era muy pobre. Enrique, generoso como era, compartía los textos que amaba para que los demás también pudiéramos amarlos. Así supe por primera vez de esa obra que, entonces, apenas acababa de cumplir medio siglo de publicada, pero que ya cargaba sobre sí el cariz de una obra clásica.
En aquellas conversaciones de café él también nos contó de su viaje a Italia, de su pasó por el Panteón, una de las muchas construcciones que Adriano erigió y han llegado hasta nuestros días. Nos contó de aquel busto del emperador que vio en un museo romano y al que, mientras nadie veía, se atrevió a tocarle la marmórea barba.
Así fui introducido al círculo de seguidores de Adriano, no sólo de la figura de aquel emperador que vivió entre el primer y el segundo siglo de nuestra era, que recibió el imperio en su momento de mayor extensión; sino del Adriano que Margarite Yourcenar nos legó, al que ella dotó de voz y de pensamiento a ese Publio Elio Adriano. A través de una novela que es unas memorias, que es una recapitulación vital, un tratado filosófico —vitalista, cercano al epicureísmo—, pero, sobre todo, el retrato de un hombre, hecho por sí mismo, con sus dobleces, las mentiras que a sí mismo se dice y que además de haber sido dueño de la mitad del mundo, fue un amante, fue un pensador, un soldado, poeta y aprendiz de filósofo. Todos ellos circulan por las páginas de la novela de la Yourcenar, pero no por capricho de ella sino por su amor a la verdad y a la fidelidad histórica.
Me di cuenta muy pronto de que estaba escribiendo la vida de un gran hombre. por tanto, más respaldo por la verdad, más cuidado, y, en cuanto a mí, más silencio. Escribió en sus Notas a Memorias de Adriano, para señalar que aunque la obra era suya, era una operación de recuperación del rostro de un hombre, casi una operación espiritisa.
Grosería de los que dicen “Adriano es usted”. Grosería quizá mayor de los que se sorprenden de que yo haya elegido un tema tan lejano y extraño. El hechicero que practica una incisión en su pulgar en el momento de evocar las sombras, sabe que ellas no sólo obedecerán esa llamada porque van a beber a su propia sangre. Sabe también, o debería saber, que las voces que le hablan son más sabías y más dignas de atención que sus propios gritos.
Pero, ¿por qué Marguerite Yourcenar se empeñó en buscar esas sombras, en convocar esos espíritus? La respuesta es sencilla y muy compleja. La respuesta sencilla es para que esos espíritus dieran forma a una sola sombra: la de Adriano.
Si ese hombre no hubiera mantenido la paz del mundo y no hubiera renovado la economía del imperio, sus venturas y desventuras personales interesarían menos.
Publio Elio Adriano nació en Itálica, ciudad de la provincia de Hispania Beatica, el 24 de enero de 76 y murió en Bayas, en la Campania, el 10 de julio de 138. A su nacimiento lejos estaba de imaginar que llegaría a vestir la púrpura imperial, pero la deslumbrante carrera militar de su tío (primo de su padre) de Marco Ulpio Trajano. Nerva eligió como su sucesor a Trajano quien se convirtió en emperador en 98 y gobernó hasta su muerte en 117, consiguió la mayor expansión territorial del imperio y fue sucedido por Adriano. Su reinado se extendió por veintiún años y a lo largo de los cuales mantuvo la paz, mejoró la legislación y la economía, así como dio un impulso decisivo a la construcción de edificios, tanto al interior de Roma como fuera de ésta, muchos de los cuales están en pie hasta nuestros días: como el Panteón, su Mausoleo (hoy Castell Sant’Angelo), la villa Adriana en Tívoli, las murallas que llevan su nombre en Inglaterra, en la capital griega el Olimpión o la puerta Adriana. Cada piedra era la extraña concreción de una voluntad, de un recuerdo, a veces de un desafío. Cada edificio era el plano de un sueño.
A lo anterior se suma la tragedia que marca su legado, la muerte de su joven amante Antínoo, cuya efigie es la más representada de la antigüedad. Un joven bitinio que acompañó al emperador entre 124 y 129, cuando murió en el Nilo en condiciones poco claras. En su duelo Adriano fundó en el sitio de la muerte del joven una ciudad Antínoe y creo un culto imperial en su memoria, la apoteosis de alguien que fue amado.
Antes de morir eligió a un senador como su sucesor, Tito Aurelio Fulvo Boyonio Antonino —quien pasó a la historia, por su bondad, como Antoninio Pio— y, a su vez, hizo que adoptara a dos jóvenes que serían sus sucesores: Lucio Aurelio Vero y Marco Aurelio Antonino, el emperador filósofo.
Fue parte de la dinastía Antonina, uno de los cinco emperadores buenos, como los llamó Maquiavelo. La época más feliz de la historia de la humanidad, como consideró a ese periodo el historiador inglés Edward Gibbon.
A los hechos históricos de ese hombre se suman los de la leyenda. Se decía que tenía dotes adivinatorios y que frecuentaba oráculos y adivinos; que era capaz de memorizar cualquier libre con sólo leerlo una vez; en vida se supone que publicó sus propias memorias bajo la firma de su liberto Flegón, obra que se ha perdido, pero de la cual abrevaron Dion Casio y Elio Esparciano para escribir sobre él.
A mediados de la década de 1920 una joven veinteañera se sintió atraída por ese hombre, por la impresionante figura de ese emperador cuya sombra llegaba hasta sus días —hasta nuestros días—. La joven nació en 1903 en uno de los confines del imperio de aquel hombre, en Bruselas, y tuvo una educación que priorizaba el estudio de los clásicos en sus lenguas. Así empezó la intención de aquella joven de escribir una obra sobre ese hombre de la que la separaban dieciocho siglos, por tres décadas y dos continentes mantuvo aquella intención, a lo largo de ese tiempo y ese tiempo, llevó consigo notas y apuntes que, finalmente tomaron la forma de Memorias de Adriano. Obra que empezó a publicar en la revista La Table Ronde en julio de 1951, en el número 43 donde apareció la primera parte Animula vagula blandula; en los dos siguientes números aparecieron Varius multiplex multiformis, en el 44, y Tellus stabilita. Recibió tan buena acogida que la novela completa fue editada en Francia por la editorial Plon que la puso a la venta el 5 de diciembre de ese mismo 1951.
La obra tuvo una gran acogida, tanta que para 1955 la editorial Sudamericana publicó la versión al español, nada menos que en traducción de Julio Cortázar; una traducción aclamada y que se mantiene muy cercana al estilo de la Yourcenar.
Podría decirse que comenzó un culto, el culto a Adriano. Pero el hombre que recapitula su vida en la epístola que es unas memorias, que es una novela no exige culto, sino comprensión, mantenerse en contacto con el mundo que está a punto de dejar. Sus lectores no somos sus súbditos, sino sus amigos. Me guío por una de las notas de la misma Marguerite sobre la carta que Arriano le dirige al emperador […] ese mundo, raro en cualquier época, y que habría de desaparecer por completo después de Marco Aurelio, en el cual, por sutiles que fueran los matices del protocolo y el respeto, el letrado y el administrador se dirigían aun al príncipe como a un amigo.
Esa es la magia de Yourcenar —magia que podemos disfrutar los hablantes de español gracias al también mago Cortázar—: hacernos partícipes de la vida de Adriano, amistarnos con él, padecer sus sufrimientos y congratularnos con sus logros. Me complací en hacer y rehacer el retrato de un hombre que casi llega a la sabiduría. Y con cuanta sabiduría construyó ese retrato.
El tiempo no cuenta. Siempre me sorprende que mis contemporáneos, que creen haber conquistado y transformado el espacio, ignoren que la distancia de los siglos puede reducirse a nuestro antojo. Si alguien tiene esa capacidad es Yourcenar, abole el tiempo y la distancia y nos da, en su propia voz, la vida de Elio Adriano, el viejo emperador, cansado de mandar, de vivir, pero satisfecho de esa vida, de los errores que la atravesaron.
El paisaje de mis días parece estar compuesto, como las regiones montañosas, de materiales diversos amontonados sin orden alguno. Veo allí mi naturaleza, ya compleja, formada a partes iguales de instinto y cultura. Aquí y allá afloran los granitos de lo inevitable por doquier, los desmoronamientos del azar. Trato de recorrer nuevamente mi vida en busca de un plan, seguir una vena de plomo o de oro, o el fluir de un río subterráneo, pero este plan ficticio no es más que una ilusión óptica del recuerdo. Así describe su propia vida en Animula vagula blandula.
Ese hombre que, a confesión propia, se mide con los muertos nos habla, nos da sus memorias. Las intrépidas aventuras de un joven romano, que por un lado se divierte en los brazos de las matronas de la capital y por otro se hace de un nombre en el ejército; la carrera política a la sombra de Trajano y la incertidumbre ante su elección —aquí es oportuno señalar la inteligencia de la autora y una de sus notas: Todo se nos escapa, y todos, y hasta nosotros mismos. La vida de mi padre me es tan desconocida como la de Adriano. […] Ingeniármelas para que las lagunas de nuestros textos, en lo que concierne a la vida de Adriano, coincidan con lo que hubieran podido ser sus propios olvidos. —; su reinado, sus construcciones; las revueltas que enfrentó. Todo lo anterior, aunque conforma parte de la vida de ese emperador, de lo que se sabe de él y ha sobrevivido los siglos, no lo diferencia en gran medida de otros emperadores; Nerva alcanzó la púrpura en la vejez, gracias a su condición senatorial y a negociaciones con el ejército; Trajano, no supo que ascendería al principado hasta una edad avanzada, conquistó Dalmacia, construyó el foro y la columna que llevan su nombre; ahí están sólo tres emperadores, de su misma dinastía, que comparten con él muchas de sus circunstancias. Pero, es cierto, la forma en que las vivió Adriano fueron particulares a él, tanto que la sombra de esos actos se extendió por siglos —incluso un detalle superfluo como su uso de la barba se impuso por decenios en la moda romana—. Sin embargo, de todas las particularidades que configuraron su vida, y que la Yourcenar tan bien desarrolla en su novela, su relación con Antínoo es quizá la más singular de todas.
Seaculum Aureum, el capítulo dedicado al joven bitinio y a la relación que el emperador sostuvo con él logra transmitir el amor, la pasión que arrobó a Adriano por aquel muchacho: Aquel hermoso lebrel ávido de caricias y de órdenes se tendió sobre mi vida. Marguerite Yourcenar transmuta en palabras, no exenta de poesía, la belleza del mármol que permanece en museos a lo largo de Europa: […] una cabeza inclinada bajo una caballera nocturna, ojos que el alargamiento de los párpados hacía parecer oblicuos, una cara joven y ancha. Aquel cuerpo delicado se modificó continuamente, a la manera de una planta, y algunas de sus alteraciones son imputables al tiempo. […] Las piernas algo pesadas del potrillo se alargaron; la mejilla perdió su delicada redondez infantil, ahondándose un poco bajo el pómulo saliente; el tórax henchido de aire del joven corredor asumió las curvas lisas y pulidas de una garganta de bacante. El mohín petulante de los labios se cargó de una ardiente amargura, de una triste saciedad.
Marguerite Yourcenar logra que compartamos con el viejo que recuerda aquel amor que lo apabulló la nostalgia por ese momento. La pasión colmada posee su inocencia, casi tan frágil como las otras; el resto de la belleza humana pasaba a ser espectáculo, no era ya la presa que yo había perseguido como cazador. Aquella aventura, tan trivial en su comienzo, enriquecía, pero también simplificaba mi vida; el porvenir ya no me importaba.
Y aquel amor se transfiguró, nada menos, que por la muerte del joven. Como siempre. Antínoo iba y venía silenciosamente de la habitación; nunca sabré en qué momento aquel hermoso lebrel se alejó de mi vida. El hombre más poderoso de su mundo frente a la muerte es impotente. Todo se venía abajo; todo pareció apagarse. Derrumbóse el Zeus Olímpico, el Amo del Todo, el Salvador del Mundo, y sólo quedó un hombre de cabellos grises sollozando en el puente de una barca.
En su duelo no le queda más que rendirle homenajes al muerto, mandar esculpir sus efigies, fundar ciudades con su nombre; darle sepultura. Lo dejamos solo. Entraba en esa duración sin aire, sin luz, sin estaciones y sin fin, frente a la cual toda vida parece efímera; había alcanzado la estabilidad, quizá la calma. Los siglos contenidos en el seno opaco del tiempo pasarían por millares sobre esa tumba sin devolverle la existencia, pero sin agregar nada a la muerte, sin poder impedir que un día hubiera sido.
Seaculum Aureum está al centro de la novela, es su corazón y en cierto sentido lo fue de la vida de Adriano. Queda la vejez, el desgaste, el fin. La meditación de la muerte no enseña a morir y no facilita la partida; pero ya no es facilidad lo que busco. […] Puede ser después de todo que la muerte esté hecha de la misma materia fugitiva y confusa que la vida.
El emperador, cansado, con la muerte sobre el hombro, antes de terminar las líneas de su carta, que son sus memorias —que es la novela escrita por Marguerite Yourcenar—, hace un recuento de sus allegados, de su círculo, para quienes sería una traición si él decidiera acabar por propia mano con su vida; a ese círculo ya pertenecemos quienes leemos la novela, esas memorias, esa carta dirigida a Marco Aurelio.
En una de las Notas a Memorias de Adriano se puede leer: Sentimiento de pertenecer a una especie de Gens Elia, de formar parte del conjunto de secretarios del gran hombre, de participar en el relevo de la guardia imperial que montan los humanistas y poetas relevándose en torno a un gran recuerdo. Así […], un círculo de espíritus vinculados por las mismas simpatías y las mismas inquietudes se forma a través del tiempo.
En ese relevo Marguerite Yourcenar nos legó Memorias de Adriano; en ese relevo Enrique Servín me legó tanto el apreció por ese emperador del siglo II como la novela de la Yourcenar. Ahora, como uno de esos cercanos, uno de los amigos del emperador, me toca a mí compartir mi amor por esa obra y por el hombre que en esa obra habita.