La magia de los sabores opuestos: 35 años de Studio Ghibli
Porta una extraña máscara que le deforma la cara. Parece un perro con bigote, aunque su silueta es humana, femenina. Tiene una figura joven, ágil y grácil. Surca el cielo planeando. Se posa en un desierto y aparece en un bosque. La figura femenina de los extraños bigotes porta armas, pero hace labores de investigación científica: recoge muestras de esporas y sólo utiliza la pólvora de sus cartuchos para llevarse un pedazo de caparazón de insecto gigante.
Parece estar a gusto, en esta lluvia de esporas tóxicas; parece estar tranquila entre insectos de imponente tamaño y monstruos que vuelan. Reposa, sueña y vive una extraña placidez mientras se dice para sus adentros que el veneno alrededor puede pudrir sus pulmones en cinco minutos.
En esta secuencia está condensado todo el espíritu de lo que, algunos años más tarde, se conformará como Studio Ghibli, el más renombrado estudio de animación del mundo. La película en cuestión, Nausicaä of the Valley of the Wind, fue un éxito en taquilla y permitió que su director, Hayao Miyazaki y sus productores, Isao Takahata y Toshio Suzuki, siguieran explorando locuras personales, llenas de imaginación y profundamente arriesgadas. Sin embargo, Nausicaä es mucho más que el inesperado soporte comercial que permitió, hace 35 años, la formación de Ghibli.
Nausicaä es el ejemplo perfecto de un peculiar virtuosismo para crear mundos híbridos, llenos de personalidad cultural, de profundas referencias a la vida mitológica, religiosa y social de Japón que, sin embargo, son absolutamente accesibles para el resto del mundo.
En la primera secuencia de Nausicaä, más allá del idioma, entendemos de entrada la mezcla de estilos entre el animé y los dibujos de Jean Giraud (Moebius); entendemos la complejidad de un mundo de desiertos exuberantes, llenos de vida; la dicotomía de la guerra y de la exploración científica; la despersonalización de una máscara de gas en un personaje lleno de personalidad.
Nausicaä teje, como todas las películas de Ghibli, un fino pensamiento dicotómico, lleno de contrastes y contradicciones, lleno de tensiones. Nausicaä, como todas las películas de Ghibli, crea un poderoso hechizo que nos regresa a la realidad con una visión transformada, convertida en otra cosa por arte de magia, liberada de los automatismos que, diariamente, en nuestra gris manera de ver al mundo, nos vuelven esclavos de lo habitual.
Desde antes que Ghibli existiera, Ghibli ya existía. Existía en la mente de brillantes realizadores y en el juego complementario de sus gustos, temas y obsesiones. Celebrarlo es festejar también la fecunda relación laboral de Miyazaki, Suzuki y Takahata.
Y, mucho más allá, significa celebrar los mundos complejos, vibrantes y contradictorios que lograron crear; mundos imposibles o crudamente realistas que nos obligan a reflexionar y que, a través de la lucha eterna de nuestras contradicciones, nos hacen ver, entre monstruos, dioses y fantasmas, el centro conflictivo y hermoso del complejo corazón humano.
Dioses y hombres
El universo de Ghibli, incluso en sus creaciones más realistas de amor adolescente y de nostálgicos recuerdos de familia, está plagado de recovecos fantásticos.
El pasado regresa siempre para atormentar o liberar a los personajes; viejos santuarios animistas y estatuas budistas se aparecen en los caminos; los protagonistas viven en mundos habitados por dragones y magos o se encuentran, inadvertidamente, con pasajes a otros reinos de dioses y leyendas, brujas y seres diminutos que hurtan las despensas, pequeños demonios del polvo y majestuosos dioses que resguardan viejos bosques.
El mundo de Ghibli es un mundo animado en un sentido doble. La animación sirve para presentarnos un universo que se escapa de cualquier mera representación realista que desautomatiza nuestra visión del mundo a través de la distancia que impone el medio.
Al mismo tiempo, nos presenta un mundo vivo, animado de otra manera, en el que cada piedra, árbol, cascada y cada concepto es susceptible de convertirse en una figura, divina o demoníaca, espiritual o fantástica, humanoide o bestial.
Evidentemente, las más comunes lecturas de estos mundos que se aparecen y desaparecen, conectados por umbrales secretos, está en las relaciones de Miyazaki y Takahata con la ancestral cultura japonesa.
En particular, muchos han leído la importancia del sintoísmo, el budismo y el folklore japonés en la obra de estos dos autores y en la influencia que tienen sobre los demás directores de Studio Ghibli (generalmente, directores jóvenes a los que los maestros permitían hacer películas más modestas como Ocean Waves de Tomomi Mochizuki, Arrietty y When Marnie Was There del muy talentoso Hiromasa Yonebayashi, Tales from Earthsea y From Up on Poppy Hill de Goro Miyazaki, y Whisper of the Heart del trágicamente fallecido y prometedor director Yoshifumi Kondō).
Es verdad que la tentación de relacionar el increíblemente rico e inventivo universo de Ghibli con el animismo japonés es tentadora. El Shinto no es una religión basada en textos y no es, en lo absoluto, monoteísta.
De hecho, hasta 2003, el 80% de los japoneses admitía guardar prácticas sintoístas en su rutina diaria. Se trata de la segunda religión de Japón, sólo detrás del budismo japonés, pero en ningún momento estas dos religiones se contraponen: muchos practicantes de una creencia adoptan alegremente aspectos de la otra.
El Shinto se basa en la reverencia a los Kami, espíritus de la naturaleza que fueron evolucionando desde formas primitivas de agradecimiento a las cosechas, hasta un complejísimo panteón en el que caben millones de espíritus, deidades, demonios y fantasmas.
El camino del Shinto es, pues, una vida en armonía con estas entidades que habitan otro plano y que se entrecruzan con nuestro devenir. Por supuesto, el Shinto se convirtió también, durante el imperio nacionalista y militarista que llevó a Japón a la Segunda Guerra Mundial, en una religión de estado que justificaba la supremacía del pueblo japonés como un pueblo elegido; un pueblo guiado por el gran kami, el emperador mismo, descendiente de la deidad solar Amaterasu.
Desde My Neighbor Totoro, Miyazaki ha sembrado sus películas con elementos reconocibles del sintoísmo y del budismo antiguo. En esta película seminal, la presencia de un pequeño santuario con un zorro, guardián de la diosa Inari, protectora de la cosecha y del comercio, aparece para dar un contexto más rico a la mudanza de la familia hacia una región rural.
También, en un momento de desesperación, Mei encuentra refugio en un Jizo-Bosatsu, una estatua protectora budista de los niños perdidos. De la misma manera, al final de The Tale of Princess Kaguya, Takahata retrata directamente a la procesión lunar que viene a reclamar la vida eterna y celestial de Kaguya como guiada por Amitabha (Amida Butsu, o el buda más importante en el Budismo de la Tierra Pura).
https://www.youtube.com/watch?v=L9qN8H6MrD8
Así, desde las primeras hasta las últimas cintas, el mundo de Ghibli está lleno de pequeños santuarios y majestuosas procesiones religiosas. Y, sin embargo, el elemento más recurrente del espiritualismo étnico japonés que encontramos en estas películas tiene que ver con lo que no podemos ver: el Tokoyo, país de deidades y de muertos.
En efecto, como bien lo explica Laura Montero Plata en su muy completa monografía sobre el imaginario de Miyazaki, hay una constante presencia de umbrales, pasajes y transportes que llevan de nuestro mundo hacia el mundo de las deidades en el universo de Ghibli. En ocasiones, como en Princess Mononoke, el mundo del Tokoyo y el de los hombres está íntimamente relacionado. En muchas otras aparece como un fugaz sueño o como una visión periférica.
Observamos manifestaciones del Tokoyo en la guarida de Totoro; en el mundo pesadillesco al que se aventura Chihiro, por error, en Spirited Away; en el mundo del Rey Gato en The Cat Returns; en el mundo marítimo de Ponyo; en el mundo lunar de Princess Kaguya; en el gran vuelo de los aviadores muertos en Porco Rosso; o en el bosque de los mapaches que celebran hasta dormirse embriagados y llenos de comida en Pom Poko…
En Princess Mononoke se habla de un lugar fuera del tiempo que mezcla el viejo feudalismo japonés con la llegada de la revolución industrial en un mundo todavía habitado por los antiguos dioses.
Como en otras representaciones del Tokoyo, en esta cinta, los humanos temen acercarse a los bosques de los dioses. Se trata de un territorio prohibido para los hombres en el que habitan toda clase de seres divinos como los kodama (espíritus de los árboles), el Dios lobo llamado Moro, los impactantes dioses mono con ojos rojos, los dioses jabalí con jaurías estúpidas y, por supuesto, Shishigami, el espíritu del bosque.
Estos espacios, como bien explica Montero Plata, no pueden alterarse por la violencia humana sin que haya consecuencias. El contacto humano respetuoso radica en la conciencia del desbalance, en la conciencia efectiva de un orden. En My Neighbor Totoro, por ejemplo, no hay violencia ni orgullo y el orden se mantiene. El enorme respeto que tiene el padre por la creencia de sus hijas y la complicidad de Totoro y las niñas crea un balance ideal que es único en el imaginario de Ghibli.
Tal vez por eso esta película insigne es tan importante para el estudio: es la manifestación más pura del balance entre el hombre moderno y las fuerzas naturales con optimismo, respeto y amor. Una película que, de hecho, nadie quería vender por lo mismo que la vuelve única: en ella no hay conflicto.
En Princess Mononoke, en cambio, la intrusión humana en estos espacios causa un claro desbalance que produce demonios y la catastrófica muerte de Shishigami. En Ponyo, de forma inversa, el desbalance ocurre por la intrusión del mundo divino en la realidad humana cuando Ponyo desea convertirse en niña por amor a Sōsuke. En Spirited Away, por supuesto, Chihiro corre el grave peligro de perder su nombre y desvanecerse en este mundo alterno, visitado por los espíritus del Tokoyo.
El peligroso acceso a estos mundos siempre pasa por una frontera invisible. En la mitología japonesa, los espíritus regresan del Tokoyo en barca. Algo que vemos, literalmente, en Spirited Away: es claro que los kami que vienen a bañarse, posiblemente para visitar a los fieles en la antigua celebración del año nuevo lunar en primavera, llegan de una ciudad allende el mar en una festiva y luminosa embarcación que sólo aparece de noche.
Pero estos espacios espirituales, relacionados con el Tokoyo, también aparecen a través de otras fronteras invisibles: en el vuelo más allá de las nubes de Marco en Porco Rosso, en la navegación azarosa de los marineros en Ponyo, en los túneles prohibidos de los bosques, en las hendiduras minúsculas de la pared.
Estos mundos, separados por un umbral mínimo, colindan con el nuestro, están siempre cerca y pueden manifestarse físicamente. Así, a pesar del descrédito de los borrachos comiendo ramen en Pom Poko, hay una procesión de espíritus fantásticos (que son, finalmente, los mapaches transformados por el arte de los más viejos) en la calle principal del pueblo. Queramos o no, estos mundos colindan con el nuestro y sus manifestaciones ponen a prueba nuestra capacidad de convivir con el otro, con la alteridad absoluta de los dioses, los fantasmas, los espíritus y los muertos.
Viejos continentes
Como un juego que parece metaficcional, estas películas no nada más nos urgen al respeto de lo intangible, sino que lo ejercen adornando la cultura propia con la visión del otro.
Es por eso que la película más aterrizada, realista y vivencial de Miyazaki, la impresionante The Wind Rises teje el imaginario del famoso diseñador e ingeniero japonés Jiro Horikoshi con las visiones de su ídolo, el ingeniero y piloto italiano Giovanni Battista Caproni.
Los recuerdos de Miyazaki y del trabajo de su padre en una construcción de aviones, su obsesión por el vuelo y la belleza mecánica de los aviones se mezclan con la historia bélica de Japón y la tradición aeronáutica europea para crear la figura paternal de Caproni. Es imposible separar la importancia de estas influencias entrecruzadas. Porque estas obras no son, nada más o simplemente, la expresión de una realidad cultural.
Lo señala bien Montero Plata: pensar que las películas de Ghibli son la cristalización de la cultura japonesa en todo su exotismo -en su “japoneisidad”-, sería pecar de simplismo. Miyazaki no es un creyente del Shinto así como Takahata no era budista, pero ambos mantienen un profundo respeto por sus tradiciones.
Los dos se formaron con fuertes influencias del pensamiento literario europeo y, como hijos de la postguerra, ambos toman la tradición japonesa con la misma dosis de amor, respeto y zozobra. No hay que olvidar las atrocidades que se hicieron en nombre del kami humano, del emperador.
No es posible explicar la universalidad de las películas de Ghibli, la enseñanza metaficcional de respeto al otro en lo propio, sin considerar también las fuertes relaciones que tejen con la literatura europea. A la par de ser un devoto del manga de Osamu Tezuka (el “dios del manga” que, en misma medida, admira y desprecia Miyazaki), de Sanpei Shirato (Kamui den o La leyenda de Kamui) y de Tetsuji Fukushima (Sabaku no mao o El demonio del desierto), Miyazaki se interesó rápidamente en la literatura juvenil fantástica durante sus años de universidad.
Al ingresar a la Universidad de Gakushuin para estudiar Ciencias Políticas y Economía, Miyazaki rápidamente buscó un club de manga, pero no existía. Así que se unió, a pesar de ser el único miembro, al club de literatura infantil.
Ahí, encontró una fascinación peculiar por los relatos de Julio Verne y la estética retrofuturista de Albert Robida, los cuentos de Hans Christian Andersen, la literatura popular rusa y los relatos de Carlo Collodi, creador, por supuesto, de Las Aventuras de Pinocchio.
Es imposible no observar, en este mapa de exploración cultural europea, la visión misma del trabajo de Miyazaki: cuentos morales de enseñanza para niños, que nunca son infantiles, tétricos y útiles, de crecimiento personal; escenas pesadillescas y transformaciones físicas; máquinas voladoras inspiradas por dibujos renacentistas; una esperanza por el ser humano en otra era científica distinta, en otro significado del progreso; el pensamiento utópico de los que veían en el progreso técnico una forma de salvar al mundo; la decepción y realismo nihilista que se imponen frente a esta promesa rota…
Por su parte, Isao Takahata nació lejos del Tokio de Miyazaki, seis años antes que su compañero de invenciones, en la ciudad de Ise en 1935. Una ciudad que, por cierto, tiene uno de las más importantes santuarios Shinto de Japón. Takahata estudió Literatura Francesa en la universidad de Tokio y, más allá de las importantes influencias que tendrá esta formación en su carrera, la cercanía con la cultura francesa le permitió conocer la maravillosa obra de Paul Grimault: Le Roi et L’Oiseau (estrenada incompleta en los años cincuenta y completada, posteriormente, con estatuto de culto, en los años ochenta).
Le Roi et L’Oiseau es una magnífica película de animación que se adelantó a su tiempo. Fundamenta muchas de las creencias de Ghibli al no infantilizar a sus espectadores y al no alejarse, a pesar de ser un drama romántico con tintes fantásticos, de fuertes consideraciones políticas.
Nada más para darles una imagen: al final de la cinta, después de destruir el reino del despótico rey bizco, un autómata gigante encuentra a un pequeño pájaro atrapado en una jaula; después de tomar consciencia propia, lo libera y con su enorme puño, aplasta la jaula mientras la película corta a negros. Un final con toda la potencia simbólica de Ghibli, con todo el pensamiento político después de la Segunda Guerra Mundial, con toda rabia antimonárquica y antifascista.
Le Roi et L’Oiseau es fundamental para entender las influencias culturales vastas de Ghibli. Más allá del sintoísmo, del budismo y del folklore japonés, en las películas de Miyazaki y Takahata respira el pensamiento de libertad lleno de simbolismos de Prévert, la esperanza científica humana de Verne, la curiosidad de Robida, el naturalismo de Zola, el imaginario de Saint-Exupéry, y los mundos posibles de la ciencia ficción y la fantasía de occidente.
Desde Castle in the Sky nos encontramos con las máquinas voladoras de Verne y Robida y la destrucción de un robot noble no puede dejar de recordar la ternura y violencia del autómata en Le Roi et L’Oiseau. En Kiki’s Delivery Service, The Cat Returns y Howl’s Moving Castle, todos los trasfondos son de ciudades europeas y, en Porco Rosso, la imagen de las islas mediterráneas se suma a un momento histórico particular, desplazado, pero absolutamente reconocible, como el ascenso del fascismo de Mussolini en los años veinte y treinta.
Ahí, también, es transparente la influencia de un mítico piloto y escritor de literatura juvenil, Antoine de Saint-Exupéry con su Vuelo Nocturno, El Principito y, por supuesto la novela Tierra de Hombres que Miyazaki admira profundamente.
En el estudio que hizo sobre la obra de Miyazaki, Montero Plata encuentra, de la misma manera, referencias a la seminal novela de ciencia ficción Dune de Frank Herbert (en los insectos gigantes que arremedan a los gusanos del planeta desierto), a la saga de Terramar de Ursula K. Leguin, y a Homero (en el nombre, por supuesto, de Nausicaä, pero también en la transformación en cerdos de los padres de Chihiro en Spirited Away, una mezcla grotesca del encanto de Circe y del Pinocchio de Collodi).
Las fuentes literarias occidentales se convirtieron, más allá del en una fecunda fuente de inspiración para este imaginario inquieto, en fuentes directas para muchas adaptaciones más recientes de Ghibli.
Por supuesto, la saga de Terramar que tanto ama Miyazaki acabó condensada, de forma bastante torpe, en Tales From Earthsea, dirigida por su hijo Goro. Pero Ghibli también hizo adaptaciones de The Borrowers de Mary Norton (Arrietty) y de When Marnie Was There de Joan G. Robinson (ambas dirigidas por Hiromasa Yonebayashi), además de la compleja Howl’s Moving Castle de Diana Wynne Jones (dirigida por el propio Miyazaki).
Entre todo este entramado de referencias, sin embargo, hay otras películas de Ghibli; cintas que, a pesar de transitar en la tradición cultural japonesa, no tienen las referencias espectaculares de un Kami de rábano aplastando a una pequeña niña en un elevador, de los mundos prohibidos del Tokoyo o del imaginario del folklore europeo.
Antes de hacer The Tale of Princess Kaguya, que sería su última película, Isao Takahata, en efecto, se fijó más en proyectos experimentales, enfocados en aspectos sociales de la historia de Japón; proyectos que siempre se salían de presupuesto, que nunca ganaban la misma atención mediática, que fracasaban en taquilla y que, sin embargo, son otra parte del corazón de Ghibli. En esas películas, que inspiran la veta realista del estudio, se esconden otras dicotomías y dualidades y otra forma de reconciliarlas.
La vida como es
En 1984, Miyazaki y Takahata estaban en la cima del éxito. Nausicaä of the Valley of the Wind era un fenómeno aplaudido por la crítica y el público que rompió toda clase de récords en taquilla.
Una película hecha con un presupuesto limitado y que en menos de un año había cimentado la posición de estos dos autores como los más prominentes creadores de animé de Japón. Después de Nausicaä, Miyazaki, Suzuki y Takahata tenían cerca de 60 millones de yenes en el banco para financiar un nuevo proyecto y la exigencia de crear algo único.
Miyazaki había visitado la región de Yanagawa, una ciudad turística conocida localmente por existir, como una Venecia del sur de Japón, sobre un complejo sistema de canales. Así que le pidió a Takahata que fuera a visitarla, que filmara la locación y que empezara a pensar en una historia animada basada en el peculiar emplazamiento.
La idea de crear una película a partir de un lugar no era nueva para los tres fundadores de Ghibli. De hecho, Nausicaä se inspiró de un viaje de Miyazaki a la bahía de Minamata en la costa oeste de Kyushu. En esta bahía, contaminada por toxinas de fábricas locales, Miyazaki vio una nueva flora brotar entre el veneno.
Y eso, en parte, inspiró la idea de un mundo postapocalíptico envenenado en el que la naturaleza encuentra nuevos caminos. De la misma manera, las minas en el pequeño pueblo de Castle in the Sky están basadas en las turbulentas minas de Gales que Miyazaki visitó en plena disputa con las medidas económicas de Margaret Thatcher.
En Yanagawa, Takahata encontró algo más que una locación, una inspiración o una idea. Hijo de un pintor socialista, las ideas de Takahata se alimentaban de la posibilidad de una nueva organización comunal. Había vivido el 68 japonés, estaba presenciando la expansión económica de su país y soñaba con nuevas formas de comunidad que incluyeran una visión afín a la relación tradicional con la naturaleza.
Entre los canales pestilentes de Yanagawa, Takahata encontró a un hombre, de la especie en extinción de los políticos decentes, que estaba dispuesto a luchar, frente a los poderosos consejos locales, para fomentar la idea de un rescate de los canales a través de la acción comunitaria y sabiduría tradicional. Una pausa en el progreso egoísta y desmedido. Un pueblo luchando por la naturaleza para salvarse.
Isao Takahata se enamoró. No quería ya hacer una película de animación basada en el color local, quería documentar esta transformación única de regreso a las estructuras tradicionales, de trabajo comunitario, de solidaridad con la naturaleza y con los humanos que dependen de ella.
Así que le pidió a Miyazaki presupuesto para hacer un documental. Miyazaki y Suzuki, por supuesto, accedieron y le dieron la mitad de los 60 millones de yenes que tenían guardados en el banco. El resultado pronto sería una pesadilla financiera.
Takahata no dejaba de grabar y de retrasarse. Después de tres años filmando horas y horas de material en su obsesión por retratar la transformación de Yanagawa, los fondos se agotaron y Miyazaki y Suzuki tuvieron que decidir qué hacer con el futuro de sus empresas.
Así que decidieron crear un estudio de animación para aprovechar los fondos restantes y sacar adelante sus próximos proyectos. Ghibli, en parte, nació porque Takahata se obstinó con crear un documental único, que acabaría siendo de casi tres horas, sobre un pueblo en medio de canales al sur de Japón.
Cuando finalmente estuvo hecho y Takahata logró editarlo, con animaciones de Miyazaki, era evidente que esta película no los rescataría financieramente. Pero otros proyectos ya estaban en marcha con el sello del nuevo estudio y Ghibli iba bien encaminado a producir Castle in the Sky. El resto es historia y, tras éxitos mitigados y una creatividad absolutamente libre, el estudio creció hasta convertirse en la leyenda que es hoy. Pero muchos se olvidaron de The Story of the Yanagawa’s Canals, el proyecto documental perdido de Takahata.
En este documental único, una obra maestra de live action entre las glorias animadas de Ghibli, Takahata explora cómo el rápido crecimiento económico de Japón después de los años sesenta pervirtió un sistema tradicional de relación con el agua y el cultivo. El cemento y las comodidades modernas trajeron, también, la basura, la contaminación y el olvido de viejas prácticas. Pronto, un sistema de convivencia con la naturaleza se convirtió en un infierno de barro, mosquitos y pestilencia. Pero en Yanagawa, la gente se organizó para cambiar los horrores del crecimiento económico desmedido.
En la transformación de los canales que Takahata documenta con devoción técnica e interés humano, está el germen del pensamiento dicotómico en sus obras realistas. Si la parte más fantástica de Ghibli vive en la tensión entre el folklore occidental y la cultura japonesa, las películas de Takahata, antes de The Tale of Princess Kaguya, buscan abordar, más bien, el drama humano de la vida cotidiana en la sociedad cambiante de Japón después de la Segunda Guerra Mundial.
Por supuesto, no hay un ejemplo más desgarrador que Grave of the Fireflies, la primera película animada dirigida por Takahata en Ghibli. Esta cinta retrata los horrores de la postguerra en Japón desde una perspectiva constantemente olvidada: la de los niños abandonados, huérfanos de guerra, que sobreviven en los escombros de las ciudades quemadas.
Robert McNamara y los grandes generales americanos consideraron que no necesitaban tirar bombas nucleares en Tokio o en el resto de las ciudades japonesas: éstas estaban construidas con madera y papel, bastaba prender un cerillo. Las bombas incendiarias americanas al final de la Segunda Guerra Mundial mataron a más personas que las bombas nucleares. Pero, como McNamara mismo dijo: a los vencedores no se les juzga por crímenes de guerra.
Grave of the Fireflies cambiaba absolutamente lo esperado de Ghibli después de Castle in the Sky abordando una obra biográfica tortuosa, llena de culpa, egoísmo humano y orgullo estúpido. Aquí no hay héroes o villanos, sólo un retrato terriblemente crudo de nuestros errores. Es difícil hablar de solidaridad, es difícil ver la reconstrucción de un país si se considera que bajo cada piedra hay una pequeña niña olvidada, una vida que pudo salvarse, un puñado de arroz que pudo no racionarse.
En Only Yesterday, Taeko Okajima, una mujer de 27 años que ha vivido toda su vida en Tokio, siente un intenso deseo de conocer otra vida fuera de la rutina agobiante del trabajo citadino. Así que decide visitar a sus familiares en Yamagata, una provincia rural al norte de Japón para dedicarse, durante el verano, a cultivar cártamo.
El principio de la historia, basado en un realismo reflexivo, sale completamente de los cánones del animé hasta entonces: un drama romántico realista basado en protagonistas femeninos era, tal vez, una de las posibilidades más remotas para este medio. Y, sin embargo, Takahata hizo, de nuevo, una obra maestra.
https://youtu.be/x0ZrjocXVJ4
Al tejer el camino de Taeko hacia Yamagata con recuerdos del pasado, frustraciones por no poder conocer el campo y pequeñas riñas escolares, Takahata crea a un personaje rico y complejo en medio de un camino de descubrimiento. Y, en ese trayecto de tren hacia el campo, el director logra transmitir el poderoso impulso de un deseo compartido de una vida más sencilla arrancando cardos en un campo irrigado hasta que el sol se ponga. La vida simple y comunitaria que descubre Taeko revela la profunda tensión que Takahata buscaba mostrar, desde su documental, entre la vida citadina y sus cauces de progreso y la relación que el Japón más tradicional tenía con la naturaleza y la vida comunitaria.
En un momento más lúdico, empujado por el creciente éxito del estudio, Takahata creará Pom Poko, una historia caprichosamente alegre sobre las tensiones entre un grupo de mapaches y el desarrollo urbano expansivo de Tokio. La película, con todas sus ruidosas verbenas, su esplendor visual y su humor físico es, sin embargo, desgarradora.
A diferencia de muchas otras cintas de Ghibli, Pom Poko guarda algo de la profunda nostalgia pesimista de Takahata por la relación irreconciliable del hombre con la naturaleza. Al final, en la guerra de los mapaches contra el humano, lo que queda es una capitulación mediocre: los animales vivirán de nuestras sobras, escondiéndose como ladrones en una tierra que antes fue suya, cuidándose para no acabar aplastados bajo el peso de una llanta en una carretera mal iluminada.
La última película de Takahata, antes de un hiato de 14 años, The Tale of Princess Kaguya y su triste muerte, fue una maravilla adaptada de viñetas de periódico. Takahata hizo una película enteramente animada por computadora, la primera de Studio Ghibli en renegar el método tradicional de animación al que, tan vehemente y elocuentemente, se sigue aferrando Miyazaki. My Neighbors the Yamadas es una cinta episódica, en pequeños momentos, que retrata la vida de una familia de clase media pautada por haikus tradicionales de Yosa Buson y Matsuo Bashō.
Takahata basó esta película en viñetas semanales que salían en periódicos. La idea episódica de esta familia como burla estereotípica (el padre frustrado, la madre floja, la abuela juzgona, el hijo impedido, la hija imaginativa) se toma con la mayor burla cómica y con la mayor seriedad. Esta película no es, nada más, un retrato terriblemente crudo de una familia anodina en el Japón actual, sino de todos los prejuicios y exigencias que se le pide, culturalmente, a una familia anodina del Japón actual.
14 años después, My Neighbors the Yamadas encontrará un eco en la última cinta de Takahata, The Tale of Princess Kaguya. Ambas cintas, en efecto, toman un estilo de animación experimental absolutamente nuevo para Ghibli y para el animé en general.
Ambas cintas plantean, también, de alguna manera, el viejo mito de la niña encontrada en la caña del bambú y muestran la hermosa dicotomía del pensamiento de Takahata entre modernidad y tradición. Mientras The Tale of Princess Kaguya es la reelaboración de un mito del siglo XIII, My Neighbors the Yamadas es la interpretación de un mito contemporáneo. Ambas películas viven en la constante tensión mantenida por Takahata, durante 30 años, de la idea de un Japón desgarrado entre las promesas de la modernidad y el recuerdo de las tradiciones.
Takahata retrataba la vida como es mientras soñaba en la vida como debería ser. En su última película, hizo una fábula sobre este deseo. Cuando Kaguya corre, arrancándose los costosos lazos del kimono, entre los bambús para regresar a la sencilla vida de su niñez, despojándose de las riquezas y las presiones sociales impuestas por la opulencia, Takahata nos dice algo. Nos dice que, tal vez, en la reconstrucción de un país hacia otro sentido no se habrían abandonado ciertas tradiciones comunitarias. Tal vez, no se habrían abandonado tantos niños huérfanos en el camino, no se habrían podrido los canales de Yanagawa, no se habría enajenado una juventud con la esperanza de superarse en una oficina de dos metros cuadrados.
La cena está servida
En el cine sobrio, crudo, por momentos oscuro de Takahata, se complementa el fantástico de Miyazaki. Y, entre la tradición y la modernidad, entre el humano y la naturaleza, entre la cultura japonesa y la literatura europea, se crea un enorme espectro dicotómico que abarca toda la obra de Ghibli. Este enorme estudio de animación no se dedicó a mostrarle al mundo las viejas tradiciones de Japón, no creó una plataforma de divulgación del exotismo japonés, sino que redescubrió sus tradiciones, sus creencias y sus inquietudes para llevarlas a un plano universal en el que todos nos encontramos.
La tensión entre el folklore y el espiritualismo japonés, las influencias europeas, la modernidad y las tradiciones, la naturaleza y el humano hablan, en Ghibli, mucho más allá de un país, un origen e incluso mucho más allá de sus creadores. La teoría aquí se desvanece frente a una vivencia más inmediata. Hay algo visceral, universal, enormemente comprensible en el universo de Ghibli que reúne todas estas dicotomías. Algo que es incuestionablemente humano.
Cuando me preguntan sobre Ghibli, lo primero que pienso es en comida. Más allá de la invención, la animación, las referencias, la comprensión política, la dimensión social o las lecturas culturales, Ghibli es un festín. Este estudio ha logrado hacernos sentir a través de las imágenes experiencias viscerales, sinestésicas, de gusto, de tacto, de sabor y de presencia. La experiencia maravillosa de sentir visceralmente una tormenta por la forma en la que el viento corre entre los campos de arroz.
El olor de huevos friéndose, junto a gruesas rebanadas de tocino, sobre un fuego caprichoso. El sabor de una taza de té con miel después de un día difícil y ese suspiro después de probarla. Nunca, en ninguna experiencia cinematográfica, he sentido la representación de cocinar, de comer, de compartir una mesa, con tanto candor, con tanta inmediatez, con tanta vitalidad como en las cintas de Ghibli.
https://youtu.be/RLVKXl0-fVk
Los desayunos únicos en Howl’s Moving Castle; la fabricación del pan en Kiki’s Delivery Service; los festines casi orgiásticos de Pom Poko; el ramen del agotamiento creativo en Whispers of the Heart, plato compartido por una niña frustrada por la creación literaria y un viejo artesano satisfecho con sus enseñanzas; los trozos de carne seca masticados que San da en la boca a Ashitaka en Princess Mononoke; el jamón flotando con el cebollín en los fideos de Ponyo; los desayunos con sopa miso en el internado de From Up on Poppy Hill; la comida que celebra la independencia estúpida, suicida, de Grave of the Fireflies; el té minúsculo preparado por la madre cariñosa en Arriety; el delicado plato de pescado mediterráneo bañado por un vino blanco ligero en el descanso de cantina de Porco Rosso… Todos estos momentos me dicen algo inmediato, visceral, y es ahí en donde encuentro la universalidad de Ghibli.
https://www.youtube.com/watch?v=AqjFOTMKzZM
En el pensamiento dicotómico entre las viejas tradiciones del Shinto, el budismo japonés, la modernidad impuesta de la ocupación americana, el olvido de las tradiciones comunitarias, la vida materialista del crecimiento económico; entre Takahata y Miyazaki, entre oriente y occidente comprendidos como definiciones laxas e insuficientes; entre el mundo de los vivos y de los muertos encuentro la universalidad de Ghibli cuando la cena está servida.
Algo fundamental en el acto de comer junta nuestras épocas, borra nuestros esencialismos, transforma el mundo natural a través de la alquimia del fuego, convierte lo crudo en lo cocido, vuelve nuestra vivencia individual un gesto comunitario, nos une a todos alrededor de la necesidad de una mesa, del calor humano, de la compañía.
La comida en Ghibli significa para mí ese lugar único en donde todas las dicotomías que hemos tratado encuentra un cauce conciliable. Con Ghibli, siempre puedes esperar reconciliar las contradicciones desgarradoras de este mundo con un momento de pausa en la mesa. Siempre puedes encontrar, frente a un plato, una cerveza compartida, una copa de sake, la experiencia cariñosa, humana, real de la alteridad. Ghibli se mete cariñosamente en nuestras vidas para ofrecernos, a través del inmediato de los sentidos, mundos que de otra manera no conoceríamos.
La universalidad de Ghibli permite que más allá de la expresión cultural nacional, algo íntimo y caluroso se active en nosotros; algo que da peso y relevancia al pesimismo de Takahata y a sus enseñanzas sociales; al deseo de volar de Miyazaki y a sus enseñanzas espirituales. Porque Ghibli ejerce sobre el mundo la misma alquimia de la primera cocina: mezcla elementos dispares, disonantes, heterógeneos para crear, en la marmita de su voluntad universal, en el fuego de su valentía honorable, intransigente, irredimible, un platillo que nunca habíamos probado y que nos hace sentir, por ese fino momento de descubrimiento y de placer, que formamos parte de algo más grande, que nos queda un universo por descubrir y que, en todo lo que nos rodea, hay magia.
Bibliografía:
MONTERO PLATA, Laura, 2012. El mundo invisible de Hayao Miyazaki. T. Dolmen Editorial. España.
ODELL, Colin & LE BLANC Michelle, 2019. Studio Ghibli, The Films of Hayao Miyazaki & ISao Takahata. Kamera Books. Reino Unido.