La kaxlanización de los afectos
Pe y’a kja xi gui mbeñe
nu xoñijojmu nuja bi enje
pe a gui jy’ombeñe nu ñiji
kuaja mi nzhod’u ma kja mi ts’ik’ege…
Tal vez ya no recuerdes
la tierra que te vio nacer,
tal vez ya olvidaste el camino
que transitabas cuando eras pequeña…
Demetrio Espinoza Jiménez
Nzhixu jñatrjo / Mujer mazahua
I
Sentir afecto es una condición humana, pero también de las formas de vida existentes en el planeta. Distintas culturas del mundo consideran que las entidades anímicas, espirituales, la fauna y flora tienen la capacidad de sentir, de ser afectados. Esto se debe a que cada una de éstas cuenta con un corazón. En estudio realizado por la antropóloga tseltal María Patricia Pérez Moreno, encontró que para la gente de su pueblo “el corazón refleja la vida, por eso se considera que todo está vivo y tiene corazón: las montañas, el agua, la tierra, el maíz, los animales, las plantas, los rayos, la lluvia […] tener corazón implica sentir”.1
Una de las premisas más sugerentes sobre la conformación de toda cultura es que ninguna persona puede prescindir de la dimensión afectiva, es parte constitutiva del ser. Esta se refiere, de acuerdo con la antropóloga Edith Calderón Rivera, a la “forma de nombrar lo que en el sentido común se conoce como emociones, pasiones, sentimientos y afectos”2. Esa es la causa por la que conferimos sentido a las cosas, situaciones, personas y acontecimientos que nos conmueven: el canto del colibrí, el brillo de un relámpago, la calidez de las olas del mar, una voz, un apretón de manos, la muerte de alguien. Es posible que ninguna cosa suceda sin la intervención de un afecto, pues, por más minúsculo que parezca, provoca algo al corazón. Esta relación entre la capacidad humana de sentir, de afectar y ser afectados por distintas formas de vida y viceversa, es algo que por ahora llamo transdimensión afectiva. Entre los tseltales se piensa que es posible gracias al yutsilal o’tanil, es decir, a la sensibilidad del corazón.
Las personas aprendemos a sentir a partir de nuestra interacción cotidiana, en la que asimilamos e interiorizamos las valencias culturales de cada afecto y emoción. Es por ello que la significación de la afectividad no sólo radica en la dimensión psicológica de lo que sentimos, sino del valor que la familia, la gente de la comunidad, nos enseña a interpretar. Pero el afecto también tiene una condición histórica: nunca una emoción es similar a los significados adjudicados en distintos tiempos. La forma en que nuestra estirpe más añeja nombró la felicidad para materializar una sensación no es equivalente a la que comprendemos en el presente. Entender la condición histórica y cultural de los afectos permite distinguir los elementos que constituyen, como fue nombrada por la socióloga Arlie Hochschild3, las reglas del sentir.
Dichas reglas refieren a los modos en que reaccionamos ante ciertos eventos, a las formas en que expresamos lo que sentimos sin que estas parezcan fuera de lugar. Un triunfo asociado con la alegría; una mentira asociada con el enojo y la decepción; un asalto asociado con el miedo. Pero la regla afectiva también tiene componentes estructurales que permean nuestras relaciones como son el patriarcado que dicta modos desiguales y violentos de sentir entre hombres y mujeres, además de excluir sexualidades que transgreden la heteronorma. El colonialismo y la evangelización que anuló formas afectivas ancestrales del corazón e invisibilizó las sabidurías originarias y los pueblos afrodescendientes. El capitalismo que ha establecido maneras de considerar el afecto a partir del consumo y la mercantilización del cuerpo. Cada una de estas formada en diferentes momentos históricos, sociales y políticos, pero que juntas operan, en lo que el sociólogo Immanuel Wallerstein llamó, en el sistema-mundo4. Con esto no pretendo aseverar que antes existió un estado “puro” u “original” del afecto ni una característica esencialista del sentir. Por el contrario, que toda forma cultural del afecto es invariablemente trastocada por estas estructuras, que algunas corrientes feministas las llaman mecanismos de dominación.
Pese a dichas estructuras o mecanismos, en muchos pueblos originarios y culturas han trascendido formas de sentir que son intraducibles a otras lenguas. Formas que se mantienen, pues, como se piensa en el mundo tseltal, son sostenidas por el o’tanil. Es quizá, el corazón, una forma de lucha y resistencia. Pero también es susceptible a aprender reglas del sentir que se dan en el encuentro con culturas que nos llevan a adoptar y reproducir otras maneras de expresar y compartir el afecto. Esto es lo que denomino la kaxlanización de los afectos, como una manera de sentir en la contemporaneidad y modernidad del hoy.
II
En la lengua tseltal –también en tsotsil, ch’ol y tojol-ab’al– existe una nominación que alude a cosas, prácticas y creencias que no son propias del pueblo ni parte de las sabidurías ancestrales, es decir, lo kaxlan. En principio, se trata de un sustantivo, pero también de un adjetivo, que designa a una persona mestiza, ladina; a alguien que no es parte de la comunidad ni de algún pueblo originario, alguien que vive en la ciudad. La característica común es que se le dice así al hombre y la mujer con tez blanca, a la extranjera, a la gente “gringa”; a alguien que es de afuera, que no es un nosotros/as colectivo. Aquello kaxlan en sí mismo no es malo, sino un modo distinto de ser. Sin embargo, existe una connotación negativa vinculada con la persona que tiene tendencias a sentirse superior a otra por su condición racial y étnica. Es posible que dicho significado esté vinculado con la imagen histórica del kaxlan colonizador que minimizó, disciplinó y aniquiló a toda gente y cultura que no sostuviera las prácticas del mundo kaxlan. Un dominio que, como escribió el sociólogo Aníbal Quijano5, estableció una colonialidad del poder, saber y ser. Ser kaxlan, por lo tanto, es ser alguien ajeno. Sin embargo, tampoco debe homogenizarse al comprender que existe una diversidad de personas provenientes de ese mundo que también interpelan lo que son.
En contraparte, kaxlan no es algo dado en sí mismo, sino algo que se llega a ser. Cuando una persona olvida su origen y abandona las sabidurías de su pueblo suele decirse k’atbu ta kaxlan, “se ha amestizado/blanqueado”, se ha convertido en alguien que ya no es un nosotros. Este cambio se da por diferentes cuestiones: por el racismo, la discriminación, el abandono, la indiferencia, el miedo, el genocidio. Una característica que también es visible es que, aun cuando una persona sea descendiente directa de alguna familia que mantiene vínculo con el pueblo, pero al no haber nacido allí y no conocer la forma de vida en la comunidad, esa persona es reconocida como kaxlan. Alguien se le piensa kaxlan por no hablar su lengua, por no saber su historia cultural, por no vivir en el paraje, por no vestir como la gente del pueblo. Por lo tanto, es posible deducir que, cuando alguien es nombrado de ese modo se le excluye, se edifica una barrera que separa el kaxlan con quien se autodenomina como bats’il ants winik (mujer y hombre verdadero).
Por ello, hay una diferencia entre transformarse y reconocerse kaxlan, y ser percibido de esa manera. El primero, se trata de una decisión de querer ser alguien distinto, para ser aceptado en una sociedad que se reivindica como tal, a partir de la reproducción de prácticas, estilos de vida, modas, discursos y afectos que propician la blanquitud del ser y saber, como planteó el filósofo Bolívar Echeverría6. Dicha transformación es lo que en la sabiduría tseltal llaman stalel: la manera de sentir, pensar, actuar, hacer y vivir. Con el segundo, es lo supuestamente dado, porque la persona le tocó nacer ya en el mundo kaxlan, que apropia sin aparente cuestionamiento y que niega las raíces de su estirpe. Pero esto que cierta gente considera inamovible, en realidad suscita cuestionamientos en las personas que no pretenden reconocerse de esa manera. Llamar a alguien kaxlan sin saber las luchas y rupturas que hace sobre sí mismo es una forma de discriminar. En cierta medida, todas las personas tenemos algo de kaxlan, justo porque no hay una forma esencialista ni auténtica del ser, como el simple hecho de usar dispositivos tecnológicos, vestir prendas que no son propias o expresar los afectos. Pero esto no nos hace, porque el ser es más trascendental que las apariencias. Vale la pena decir que ser kaxlan no es ser eurocéntrico ni occidental de manera unilateral, aunque su stalel sí corresponde con los hábitos hegemónicos de una modernidad edificada desde esos modelos.
La presencia de lo kaxlan, además, se materializa en la lengua, “aparece en compuestos para designar variedades de plantas y comidas atribuidas al ámbito no indígena, fuereño o no campesino”7. La palabra designa las cosas y prácticas que no son nativas del lugar donde se han hecho parte de la cotidianidad. Algunos ejemplos de ello son kaxlan chenek’ (cacahuate), kaxlan k’op (lengua extranjera), kaxlan ajtal (calendario gregoriano), kaxlan chonchiw (gorrión doméstico), sk’u spak’ kaxlan (ropa de mestizos), kaxlan ixim (trigo), kaxlan waj (pan), kaxlan makum (fresa), kaxlan mut (pollo de granja). Esto evidencia que no todo del mundo kaxlan es negativo, como tampoco todo del mundo de los pueblos es positivo. Son formas distintas de concebir la vida-mundo. Quizá la diferencia sustancial entre estos es la intención del predominio y la hegemonía del primero, por encima del segundo.
III
Verbalizar el sustantivo kaxlan tiene una implicación político-identitaria. Implica la conjugación del acto de cambiar, transformar, reproducir y adaptar algo que no es propio y que hacemos parte de nuestra personalidad. Kaxlanizar el afecto es interiorizar y encarnar en nuestro stalel (manera de sentir, pensar, actuar, vivir y ser) formas de sentir de otros marcos culturales distintos al contexto en que crecemos. La kaxlanización tiene características positivas y negativas. Y aunque la valencia tenga un componente subjetivo, es posible encontrar sentidos inclinados hacia las ventajas como a las desventajas de éste. Dada la amplitud que implica desmenuzar las formas en que este proceso se materializa, únicamente compartiré un par de ejemplos.
En algunos pueblos como los tseltales, tsotsiles y tojol-ab’ales no existe una forma de nombrar el amor. En principio, esto supondría que no existe al no tener designación. Pero no puede avalarse la existencia de una emoción solo por ser nombrado. También se materializa de otras maneras más allá del habla. El cuidado de la milpa, la preparación de la comida, la enseñanza del trabajo, la compartición de memorias y leyendas son formas de expresar amor. Lo mismo que al pedirle a alguien que se cuide cuando emprende un viaje.
Asimismo, el cariño como afecto no suele demostrarse con un beso, un abrazo o una caricia. Es como si el contacto corporal no fuera una práctica para demostrar cuánto se quiere a una persona. En mi contexto familiar, los besos eran dados por mi madre y padre cuando éramos bebés, pero al crecer eso cambió. Esta es una característica compartida en muchas familias, esto no quiere decir que no nos tengan cariño, pero ¿Cuál es la causa de restringir el contacto a cierta edad? ¿Cómo evitar ese cambio? Es posible que se deba a los mecanismos de dominación que limitaron la afectividad y que se ha transmitido en varias generaciones. La forma de romper esa barrera corporal expresiva es la de su práctica. No hay nada de malo en abrazar con fuerza. No hay nada de malo al acariciarnos. No hay nada de malo en el intercambio de miradas. Poner y sentir el cuerpo en cada afecto es una práctica aprendida del mundo kaxlan. Se aprende de las películas, de los programas transmitidos en la televisión, de la interacción con personas que radican en las urbes. Así aprendí a despedirme con un beso en la mejilla. Así aprendí a tocar las manos de la persona querida. Así supe el sabor de una lengua húmeda.
Por otro lado, kaxlanizar los afectos también supone un alejamiento de formas elementales sobre la afectividad en los pueblos. Pienso, por ejemplo, en el valor de las semillas para la milpa, en la importancia de la tierra-territorio, en la vitalidad de saber una lengua originaria, en la valía de la colectividad, en el respeto hacia la diversidad de personas. Esto no es romanticismo ni reivindicación ancestral: es serendipia afectiva. Un encuentro, una apropiación, de maneras de sentir. El encuentro y la inevitable interculturalidad, en tanto condición humana, suscita siempre una modificación en nuestros sentidos. Pero el contacto con el mundo kaxlan también promueve saberes y prácticas hegemónicos que alienan a la gente. Pienso en los cánones de la belleza8, una que exalta ciertos fenotipos; la exotización y sexualización de los cuerpos que se exhiben como mercancía en los medios; en el consumo de productos y alimentos que perjudican la salud; en contenidos que hacen apología del crimen y la violencia. Un conjunto de hábitos que individualizan e insensibilizan. Esto incide en la dimensión afectiva sobre la vida-mundo, sobre nuestro ser.
Lo que se aprende en el mundo kaxlan repercute en la manera de vernos y reconocernos. No es extraño encontrar a gente que siente temor de pertenecer a un pueblo originario, de autodenominarse tseltal, zoque, tsotsil por la desconfianza de ser discriminado; de rechazar la piel morena que lo compone por un racismo y clasismo histórico y social que privilegia la blanquitud corporal. No es extraño encontrar prácticas misóginas que agudizan las diferencias entre los géneros, por la reproducción de una masculinidad consentida por un patriarcado que legitima la opresión, que aprueba algunos afectos y que excluye muchos otros. Nadie se escapa de reproducirlas, pero tampoco es que no puedan derribarse. Con esto no planteo que haya una reproducción automática, mecánica o sin cuestionamiento de dichas prácticas. Toda persona tiene la capacidad de discernirlas. Creer que se perpetúan como algo inamovible es también un mecanismo de exclusión. Esta síntesis revela una reflexión aún más profunda y compleja. Sin embargo, lo que se delinea en este ensayo es para comprender cómo en la interrelación de nuestros marcos culturales con el mundo kaxlan –de tendencias eurocéntricas y occidentales–, suscitan cambios y rupturas en la percepción de los afectos. De allí que kaxlanizar el afecto está directamente asociado con la kaxlanización del gusto, del cuerpo, del vivir, del saber, del ser. Hagamos una introspección de lo que somos, sin censura ni restricciones. Solo así reconoceremos la manera en que sentimos, en que hemos sido condicionados, en un tiempo y mundo que se desgaja. La humanidad necesita retornar a esa serendipia afectiva que nos recuerde que todavía compartimos un recíproco afecto con todas las formas de vida.
- Pérez Moreno, María Patricia, O’tan-o’tanil. Stalel tseltaletik yu’un Bachajón, Chiapas, México. Corazón. Una forma de ser-estar-hacer-sentir-pensar de los tseltaletik de Bachajón, Chiapas. Tesis de Maestría. Facultad Latinoamericana de Ciencias sociales: Flacso-Ecuador, 2012, p. 203.
- Calderón Rivera, Edith, “Universos emocionales y subjetividad”, Nueva Antropología, Vol. 27, núm. 81, 2014, p. 11.
- Hochschild, Arlie, “The sociology of feeling and emotion: Selected possibilities”, en Marcila Millman y Rosabeth Moss Kanter (eds.). Another voice. Nueva York, Anchor, 1975
- El sistema-mundo en palabras resumidas se trata de “una zona espaciotemporal que atraviesa múltiples unidades políticas y culturales, una que representa una zona integrada de actividad e instituciones que obedecen a ciertas reglas sistémicas”. Véase Osorio, Jaime, “El sistema-mundo de Wallerstein y su transformación”, en Argumentos, vol.28 núm. 77, 2015.
- Quijano, Anibal, “Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina”, en E. Lander (comp.) La Colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas, Buenos Aires, CLACSO, 2000, pp. 201-246.
- Echeverría, Bolívar, Modernidad y blanquitud, México, Era, 2010.
- Polian, Gilles, Diccionario multidialectal del tseltal-español, México, INALI, CIESAS, 2018, p. 327.
- Incluso, puede plantearse a una escala mayor, es decir, fomentado por la modernidad y el blanqueamiento de los gustos; al capitalismo y el consumo, y de más factores.