La enunciación de la furia glitter
Como sociedad hemos sobrevivido en un país que los últimos doce años ha estado sumergido por una guerra que el grueso de la población ha pagado con sus cuerpos; sin embargo, el fenómeno de la violencia contra las mujeres ha dejado cifras que de acuerdo al Laboratorio de Igualdad de Género de América Latina y el Caribe de la Cepal, nos posicionan como el segundo país, luego de Brasil, con mayor número de casos de feminicidios registrados en la región.
De acuerdo a cifras oficiales del Secretariado Ejecutivo del Sistema de Seguridad Pública, de enero a septiembre de 2019, 2 833 mujeres han sido asesinadas en nuestro país, de las cuales sólo 726 mujeres, es decir el 25.6%, son investigados como feminicidios, el resto han sido identificados por las autoridades correspondientes como homicidios dolosos.
El problema principal radica en que tales cifras no representan de manera fiel los casos de violencia psicológica, sexual o física, ni reflejan el número de feminicidios que en muchas ocasiones no son tipificados como tales por las autoridades correspondientes.
Una de las razones tiene que ver con la denuncia. Los días 25 de cada mes, desde febrero de 2018, se elabora un documento donde se establecen las estadísticas que generan las denuncias por incidencia delictiva en las 32 entidades federativas, así como las llamadas realizadas al 911 como una forma de registrar aquellas llamadas de emergencia que pueden o no haber terminado en una denuncia formal frente al Ministerio Público. En el último mes, con corte al día 31 de octubre, dos aspectos tienen un gran peso para realizar un análisis profundo sobre los hechos de los últimos dos días: que el delito de feminicidio representa el 0.05% en la incidencia delictiva total de enero a octubre de 2019, y en segundo lugar, el hecho de que dentro del ejercicio de valoración de un hecho delictivo, es decir desde la apertura de la carpeta y el proceso de investigación, éste puede cambiar tanto de status e incluso ser desechado, reclasificado o, incluso, “puede determinarse la no existencia del mismo”. Igualmente marca que “la obligación que tienen las autoridades Ministeriales de toda la República para la utilización del protocolo de investigación en materia de feminicidio en las investigaciones de muertes dolosas de mujeres no condiciona su registro estadístico bajo dicho título”; es decir, dentro del cumplimiento de las autoridades sobre la investigación, éstas no se encuentran obligadas a condicionar su registro como feminicidio.
Esta es la principal razón por la cual ante la ausencia de hijas, madres, amigas, abuelas, maestras y compañeras, tal cifra no representa la de forma precisa el fenómeno del feminicidio y la violencia de género. De ahí que desde la cuerpa social, una formada por todas aquellas corporalidades que importan y tienen el derecho legítimo a vivir de manera digna, sostengan un reclamo a la visibilidad de la vida de millones de mujeres que sobre sus manos sostienen la deuda de la sociedad: los cientos de cuerpos que han perdido la vida por el solo hecho de ser mujeres, los miles de casos de abuso sexual desde la infancia, de violencia psicológica y física, la nula vida que nos han impuesto y que, sin embargo, nuestros senos, sangre menstrual y deseos todavía sostienen los estallidos de digna rabia para exigir al Estado y al grueso de la sociedad ya no la igualdad, sino la mirada hacia una salida que puede ser la oportunidad para que todos terminemos de una vez con el registro mortuorio en nuestro país.
El digno camino de la enunciación
No es gratuito que cientos de mujeres ¾algunos hombres también¾ se hayan congregado en distintos momentos en este año para demandar nuestros derechos, el más importante, la salvaguarda de nuestras vidas.
Las marchas multitudinarias del 15 de agosto y del 24 y 25 de noviembre confirman que las mujeres han sobrevivido gracias al trabajo, a veces, de colectivos y organizaciones civiles, y en muchas otras, por el trabajo silencioso de aquello que ahora llamamos sororidad, pero que ha estado presente desde el principio de la nación: el cuidado de nuestras madres, abuelas, tías, vecinas, maestras; las prácticas de reciprocidad comunitaria encontradas sobre todo en las clases bajas, en los contextos rurales y barriales de la ahora CDMX, Estado de México y el resto de los estados y municipios donde las mujeres, desde niñas, han estado sentenciadas a una posible marca de violencia y muerte sobre sus cuerpos.
Pero ante las desapariciones, los cadáveres encontrados de maneras dolorosas, los abusos cotidianos, el cúmulo de marcas que la violencia doméstica deja en cada minuto, no debería ser una sorpresa el hecho de que se elabore un proceso no sólo de denuncia, sino de reclamo que nace, es cierto, desde lo más profundo de nuestra corporalidad, porque las pruebas no mienten, las entrañas nos convocan a exigirle al Estado y la sociedad que dejen de normalizar la violencia de cualquier tipo, que dejemos de ser el blanco de los odios, de las frustraciones, de la delincuencia organizada.
En cada uno de los procesos que la cuerpa social se ha levantado para demandar y defender nuestras vidas, diversos edificios y monumentos han quedado marcados con símbolos, pintas, demandas, que no hacen sino establecer, en primer lugar, un espacio político dentro del espacio público. Desde luego, se rompe el pacto social de la misma manera que éste ha quedado necrosado desde el principio de la violencia.
El Ángel de la independencia, las estatuas y edificios públicos de la Zona Rosa y Reforma, los palacios municipales y monumentos en otros estados de la República, y ahora también el Hemiciclo a Juárez, han sido tomados como lienzos para expresar la rabia y también el miedo, porque no es normal que una mujer sea violentada o pierda la vida por serlo, eso es lo que quebranta el pacto social y constitucional.
De ahí que colectivos como Restauradoras con glitter, Juntas Marabunta, Colectivo de Mujeres Unidas en Monterrey, Asamblea Feminista Autónoma Independiente, Asamblea Feminista Metropolitana, Madres de Familia de Víctimas en el Estado de México y cientos de organizaciones más no sólo se congreguen para marchar, sino que se apropien de la calle, de la infraestructura urbana y de los artefactos de memoria, monumentos históricos y estatuas, no sólo como una forma de emancipación, sino para reparar el sentido político desde lo social. Esas marcas, pintas, cruces, monumentos a la memoria de las mujeres víctimas de homicidio y desaparición y brillantina rosa, como lo dice Silvia Ribera Cusicanqui, escamotean el discurso para tejer el propio, para establecer pautas donde la vida sea prioridad, para desterrar aquellos procesos heteropatriarcales que devienen en prácticas y memorias necrofílicas y pétreas.
La sensibilidad social entonces, se presenta como aquello donde el reclamo ha dejado atrás a la súplica, encarnamos la voz de aquellas que no pudieron o pueden defenderse. Como lo marca Héléne Sixous, nuestras voces, gritos, risas, tienen que salir, tienen que entenderse como propio de las mujeres, porque durante la historia, política, pero también artística y cultural se nos ha negado el derecho a ser mujeres.
Desde luego que desde el Estado y la cuerpa social se hablan de cosas distintas, pues la lucha de las mujeres es por salvaguardar nuestras vidas en los espacios públicos y privados de enunciación, mientras que el Estado y las instituciones proclaman la distinción de un estado de derecho fracturado donde solo la denuncia lícita puede ser el salvoconducto para determinar de manera legal si una práctica delictiva, incluso la pérdida de la vida en manos de un perpetador, puede ser identificada como feminicidio.
Resulta doloroso que no se entienda el inicio de esta Revolución. Es comprensible que las instituciones crean que son actos vandálicos, pues en principio el graffiti, la marca en el espacio público, es un acto disruptor en sí mismo. Lo preocupante es que no se reconozca la emergencia de lo que tal enunciación ha puesto sobre la mesa en materia de discurso político, que las mujeres están organizadas y que como ciudadanas exigimos que este fenómeno sea desterrado no sólo desde las entidades correspondientes, sino en el resto de la sociedad.
La indignación como praxis política
Es entendible que el Estado, establezca límites, pactos, leyes, reglamentos. Sabemos que la regulación legislativa e institucional es necesaria, sin embargo, cómo explicarle a una madre que ha perdido a su hija que esto ha sido el resultado de un homicidio que para denominarlo como feminicidio se llevará incluso años. Entre muchas de las pintas, se encontraba la consigna “Si me matan, quémenlo todo”. Este coro no hace sino reproducir el profundo dolor, la indignación y la ausencia de miles de mujeres y deudos que no terminan por comprender lo sucedido. El proceso de revictimización también ha configurado esta rabia expuesta en el espacio público mediante prácticas revolucionarias y de disrupción; ese dolor que emana desde los cadáveres sin identificar, los expedientes descartados, fabricación de pruebas o en casos como el de Lesvy, no hacen sino constatar que las pintas son legítimas porque exponen un discurso político y que ante la constante salvaguarda de la limpieza y el orden inmediato por parte de las autoridades, logran visibilizar que ese discurso tendrá que esperar o que será expuesto ante la sociedad como un acto vandálico.
Lo que debemos tomar en cuenta es que ninguna vida debiera ser más importante que otra, lo que reclamamos es que no se nos niegue la nuestra, que no por ser mujeres tengamos que correr riesgos, que no tengamos que vivir en un estado de continua excepción. Las pintas no le hacen lo que el viento a Juárez, las pintas simbólicamente reclaman desde la propia memoria de la Nación constitucional que todas las mujeres en nuestro país exigimos el derecho a existir libremente para formar parte de la sociedad que todos deseamos, una sociedad libre de violencia.