La duda de Martin Scorsese
Titulo: Silence
Autor: Martin Scorsese
Dos mil dieciséis se anuncia como un año interesante en cuanto a cine. Nos traerá nuevas películas de cineastas admirables como Bruno Dumont, que se reunirá con Juliette Binoche en Ma Loute; Olivier Assayas, que en Personal Shopper volverá a sacar la actriz que la inexpresiva Kristen Stewart lleva dentro, y James Gray, que quizá al fin se gane el favor de Hollywood con una superproducción llamada The Lost City of Z. Berlín ya tiene nuestra atención: estrenará la nueva película de los hermanos Coen, Hail Caesar! (2016). Cannes no puede repetir ni empeorar el desastre del año pasado. Venecia tiene todavía tiempo para rivalizar con los otros dos gigantes. A pesar de tantas promesas, nada ocupa mi expectación ni la de cinéfilos en todo el mundo como el regreso de Martin Scorsese con Silence. Cada estreno suyo es relevante incluso si fracasa, y si triunfa es imperdible.
Sin embargo, Silence posee una importancia peculiar en la obra de Scorsese: si tiene éxito será la culminación de una filmografía atormentada por el idioma indescifrable de Dios. El adolescente que estuvo a punto de ser sacerdote hace más de medio siglo es hoy un cineasta que se pregunta, como el Cristo de Mateo, por qué Dios nos ha abandonado, o si de hecho está silencioso a nuestro lado.
Silence se basa en la novela homónima del escritor católico Shusaku Endo. Indagación de la fe, de los símbolos y fetiches del hombre y del sincretismo japonés, Silence me parece un retrato profundo y complejo de dos relaciones: la de Occidente con Oriente y la del hombre con Dios. En cuanto a la primera, Endo utiliza un efectivo símbolo que captura el desprecio de Occidente a lo que considera bárbaro. Japón, explica uno de los occidentales, es un pantano donde el árbol del catolicismo no puede echar raíces. Para los samuráis de Endo, el catolicismo, independientemente de la verdad que pueda contener, es una exportación indeseada: el amor, dice uno de ellos, de una mujer fea. La isla hermética que describe Endo es el ancestro de la nación moderna que explica Derrick de Kerckhove en La piel de la cultura. Según el discípulo de Marshall McLuhan, Japón mantiene viva su identidad mediante un cambio de piel. En anuncios espectaculares y aparadores de tiendas hay ojos redondos y cabello rubio de estrellas occidentales que contrastan con la gente alrededor, pero los japoneses no dejan de creer en sus fantasmas, de ir a sus templos. Su cocina convive con hamburguesas estadounidenses y pizzas italianas. «Es en la superficie de su cultura», escribe De Kerckhove, «no en su corazón, donde se realiza la adaptación de los japoneses».
Pero me parece que el centro de la novela está en su devastador retrato de la duda sobre la acción y la presencia de Dios. Mientras viaja por el hermético Japón del siglo XVII para encontrar a su mentor, un sacerdote jesuita llamado Sebastião Rodrigues, que puede o no ser un apóstata, se enfrenta a una soledad y un silencio inmateriales, absolutos. Dios no parece escucharlo ni hacerse escuchar, y si está hablando Rodrigues, no lo comprende. En una de sus cartas escribe, desesperado por la persecución de los cristianos japoneses y sus mentores espirituales: «Tras el deprimente silencio del mar, el silencio de Dios… la sensación de que mientras los hombres alzan sus voces con angustia Dios permanece de brazos cruzados, silencioso». Su fe, al comienzo de la novela,parece genuina. Rodrigues se entrega a la misión y a la palabra como un amante embotado por una belleza arrebatadora y extática.
Pero conforme la realidad lo pone a prueba, Rodrigues revela su convicción como un intento por alcanzar, en el martirio, una eternidad más palpable que la salvación: la trascendencia. Rodrigues tiene incluso su propio Judas, un borracho cobarde llamado Kichijiro que al final comprendemos como un reflejo del jesuita. En su intento por ser Cristo, la obligación y el pragmatismo exponen a Rodrigues como lo contrario de sus aspiraciones: un Judas.
Es curioso que el profesor emérito de historia en la universidad Northwestern, Garry Wills, explore la relación entre Kichijiro y Rodrigues en un artículo de 1988 sobre La última tentación de Cristo (1988), publicado en The New York Review of Books. En Jesus in the Mean Streets, Wills considera que Scorsese y su guionista, Paul Schrader, intentaban hacerse las mismas preguntas que Endo sobre la naturaleza de Judas. Rodrigues sabe que será traicionado e incluso sospecha que Cristo también lo sabía. ¿Por qué no lo evitó? El Cristo de Scorsese, basado en el de Nikos Kazantzakis, ordena a Judas que lo traicione. El eco de su crucifixión hará que los hombres lo escuchen. Pero una vez en la cruz, Cristo se pregunta por qué su padre lo ha olvidado. Al igual que Rodrigues, Cristo es incapaz de comprender a Dios y duda. El diablo, más claridoso, se disfraza de ángel y lo tienta por última vez con una vida mortal. Al final, Judas le revela a Cristo el engaño, y en una imagen que captura la necesidad humana de ser perdonados, Willem Dafoe, en el papel de Cristo, grita con lágrimas en la voz: « ¡Dame la bienvenida de vuelta! ¡Quiero ser tu hijo! ¡Quiero pagar el precio! ¡Quiero ser crucificado y alzarme otra vez! ¡Quiero ser el mesías!». De repente, Cristo regresa a la cruz y anuncia, satisfecho: «Se ha cumplido». Coincido con el profesor Wills, que piensa que sólo La última tentación de Cristo podría competir con la que pudo haber sido la mejor cinta sobre la «más grande historia que se haya contado», la nonata Jesus, de Carl Theodor Dreyer.
En su complejidad y su duda, el Cristo de Scorsese reúne a la humanidad entera en sí. Esto, claro, incluye a los demás protagonistas de Scorsese. La mayoría proviene de una educación o un pensamiento cristianos, ya sean los machos sexualmente inseguros de ¿Quién llama a mi puerta? (1967) y Toro Salvaje (1980) o los pecadores de Buenos muchachos (1990), Casino (1995) y Pandillas de Nueva York (2002). Todos son engendros del dogma, aunque no necesariamente de la fe, que en algunos casos ni siquiera practican. Al salir del orfanato en Pandillas de Nueva York, Amsterdam Vallon (Leonardo DiCaprio) arroja una Biblia al río. En cámara lenta, el libro golpea un agua oscura que se dilata y se rompe en mil gotas fugaces. Scorsese representa el abandono de la fe como un instante épico donde el hombre se queda solo. Su rebelión equivale a la del Satán de John Milton.
Pero los personajes más intrigantes de Scorsese son los indecisos. Los rebeldes y los fieles ya conocen su fe en Dios o en sí mismos,pero los que dudan son, al menos, más reales. Asegurarlo es un atrevimiento, pero tiene sentido pensar que mientras la ciencia responde lo que el silencio providencial ha mantenido oculto por milenios, los fieles están en crisis hoy como nunca antes. Gracias a ellos permanecen relevantes Malas calles (1973) y Taxi Driver (1976).
En Malas calles, un joven gángster se debate entre la metafísica cristiana y el materialismo de un vecindario violento. Charlie (Harvey Keitel) reflexiona en la voz del director: «No pagas tus pecados en la iglesia. Lo haces en las calles. Lo haces en casa. El resto son pendejadas y lo sabes». La teología de Charlie es la del propio Scorsese. Ambos se preguntan cómo conciliar la virtud que demanda el cristianismo con la ferocidad que se necesita para sobrevivir en la Pequeña Italia. En Silence existe un conflicto similar: los samuráis exigen a los cristianos renunciar a su fe pisando un símbolo, de lo contrario los torturarán hasta que cedan o el dolor los mate. Sus alternativas, como para Charlie, son la fe o la supervivencia. Un apóstata en la novela explica que ha sido mejor traer la ciencia y el conocimiento que una fe que los japoneses terminan deformando de todos modos: confunden a Cristo con su deidad solar. El pragmatismo se impone en el Japón feudal como en las malas calles.
A pesar de que en Taxi Driver Dios no es mencionado frecuentemente, la duda respecto de su voluntad es manifiesta.
Travis Bickle (Robert De Niro), un taxista psicótico en Nueva York, protagoniza la película. Incapaz de relacionarse con los demás, Travis observa que la soledad lo sigue en bares, autos, banquetas. «Soy el hombre solitario de Dios», escribe en su diario. Travis está convencido de que su destino es estar solo. Más adelante «descubre» que toda su vida se orienta a un violento clímax: asesinar a un candidato presidencial. Travis es quizá el peor traductor de Dios en el cine de Scorsese y, en ese sentido, se parece al ansioso padre Rodrigues de Silence. Ambos buscan el martirio en nombre de la inmortalidad, convencidos de que la voluntad de Dios es el sacrificio. Travis sobrevive pero no cambia. Rodrigues de algún modo muere, pero se siente más cerca de Dios que nunca.
Dije antes que es curioso que el profesor Wills mencionara Silence en un texto sobre Scorsese a finales de los ochenta. Nadie sabía entonces que el director quería hacer una película sobre la novela de Endo. Por aquellos años, Scorsese apenas la había descubierto pero hay una afinidad tan grande entre su cine y el libro que la asociación es inevitable. En 2006, la editorial Peter Owen lanzó una edición de la novela que incluía un prefacio de Scorsese. Además de anunciar sus intenciones de adaptarla al cine, dejó una comprensión devota del texto y, dadas las coincidencias, de su cine, de su fe y de las respuestas que han aliviado su duda. «Silence es la historia de un hombre que aprende — dolorosamente— que el amor de Dios es más misterioso de lo que sabe, que Él deja mucho más a los caminos del hombre de lo que nos damos cuenta y que Él está siempre presente… incluso en su silencio».