La desfronterización de Claudia Hernández
Desde el corazón de Centroamérica, la salvadoreña Claudia Hernández nos ofrece quizá una de las más inquietantes compilaciones de relatos breves de la literatura contemporánea. Editada por primera vez en 2002 (bajo el título original Mediodía de frontera) y reeditada en 2007 por Piedra Santa, De fronteras es un texto indispensable para la apreciación del talento en nuestro continente. Con un tono onírico y lúdico, los dieciséis cuentos que conforman esta colección retoman y actualizan las temáticas ya insinuadas en obras anteriores de la autora (como la humanidad, la vida urbana, la violencia y la carencia).
A pesar de sus diferencias, las narraciones presentan un hilo conductor: la dilución de las líneas divisorias entre lo humano y lo animal, entre lo civilizado y lo monstruoso, entre lo cotidiano y lo sobrenatural, entre el adulto y el niño, entre el asco y el alimento, entre el humor y el horror. Por eso, a cada paso, encontramos personajes extraordinarios: un hombre-buitre con el nombre de un resucitado, un hombre-buey arrepentido por un accidente, un hombre-reptil responsable de su familia, un hombre-ángel-criminal escondido en un baño, un hombre-demonio-mendigo que hace un amigo. Valiéndose de la otredad, Claudia Hernández nos presenta una visión del mundo que, aunque debería sentirse fantástica y ajena, resulta tremendamente reveladora. Los protagonistas de los cuentos, estas pequeñas derivaciones del sujeto común, hablan más sobre nuestra propia naturaleza que sobre la de otras especies.
Así pues, como su título lo indica, De fronteras nos presenta historias atravesadas por un proceso de desfronterización, cuyo centro es el cuestionamiento de “lo humano”. ¿Qué nos define realmente? ¿En qué punto termino “yo” y comienza un “otro”? Así, se pone en juego el estatuto de persona como un lugar ocupable. De pronto, un buitre es amado por su carisma y un perro callejero es capaz de brindar comprensión y consuelo al terrible dolor de una mujer suicida. Con gran naturalidad, Claudia Hernández complementa el salvajismo de ciertas conductas humanas con las cualidades invisibles de otras criaturas a su alrededor. En otras palabras, nos encontramos ante una extensión (y, a la vez, una fragmentación) de lo que se suele considerar nuestra especificidad.
Dicha fragmentación conlleva algunas contradicciones, como la convivencia de la violencia y la parsimonia, por un lado, o la combinación del absurdo y la ternura, por otro. En el primer caso, la crudeza de la realidad es abordada con una calma ilógica: los cadáveres son descubiertos con curiosidad, desenterrados con cariño, incluso convertidos en carnitas como un servicio a la comunidad. Este pragmatismo también abarca el asco: se nos presenta el olor del excremento como algo apetecible, el sabor de las cucarachas como una solución y un privilegio.
A pesar de la brutalidad de ciertas imágenes, la principal fuente de intranquilidad para el lector no son las acciones por sí mismas, sino su normalización, así como la aceptación y el reconocimiento que estas suelen otorgar a sus agentes. “Yo acepté el homenaje con humildad y expliqué entonces que no eran necesarias tantas atenciones para conmigo, que yo era un hombre como todos y que solo había hecho lo que cualquiera —de verdad, cualquiera— habría hecho” (p. 12). He aquí el choque central con nuestras expectativas: como lectores, nos horroriza precisamente la falta de horror, la crueldad asimilada en lo cotidiano, la estética de lo repugnante como parte fundamental del paisaje.
Cabe destacar que el innegable toque humorístico de la autora no cancela, sino que coexiste con estos posibles ecos del duro contexto salvadoreño actual. De forma parecida, el absurdo (muchas veces vinculado al tratamiento de la violencia) no atenúa el giro afectivo, sino que realmente contribuye a la construcción y al funcionamiento de la ternura. Esta es la segunda gran contradicción en los relatos de Claudia Hernández: las escenas más ridículas tienen como trasfondo un dolor creciente, una pérdida impensable, un vacío irrevocable y abrumador. La tragedia se convierte, entonces, en el punto de partida de la ironía (por parte de la autora) y de la compasión (por parte del lector).
Sucintamente, De fronteras da vida a un universo narrativo que desafía la lógica inmediata. Se trata de una especie de “ciudad ilusoria” bajo el yugo de una fantasía tan cómica como hiriente. Teniendo esto en cuenta, cobra sentido que los personajes estén escindidos, incompletos, mezclados, desplazados. Al enfrentarnos a este texto, resulta inevitable preguntarnos: ¿qué tanto de lo que aquí se representa se encuentra también en nosotros mismos? ¿Cuáles de estos elementos plagan nuestras propias naciones? Y, ya sea que nos cause risa o angustia, ¿qué podría esconderse detrás de nuestras reacciones?
Por si fuera poco, De fronteras también nos invita a cuestionar la muerte, el tedio y la organización social, así como los valores que nos rigen y nos dan identidad. Advierto que estos relatos pueden provocar un profundo extrañamiento de la realidad. Por eso, dudo ser la única lectora todavía acechada por la propuesta de esta colección, incluso mucho tiempo después de haber cerrado el libro. Y es que, mediante su obra, Claudia Hernández comprueba que la ficción puede ser el vehículo más efectivo hacia el autoconocimiento.
Obra citada
Hernández, Claudia. De fronteras. Piedra Santa, 2007.