Tierra Adentro
Miembros de la “Alianza de personas con SIDA” (“People With AIDS Alliance”) durante la epidemia por VIH, en un desfile del Orgullo LGBT+ el 26 de junio de 1983. Fuente: Bettmann Archive.

Dice el escritor Roberto Castillo Udiarte que Tijuana es una tierra prometida donde vale mucho la vida y la muerte es un negocio. Antes de que cerraran la garita de San Ysidro por el COVID-19, mi padre fue detenido por la aduana mexicana al no declarar más de doscientos parches naturistas para la diabetes que intentaba cruzar al país a petición de un amigo suyo que padece esta enfermedad. Después de entregar su tarjeta de circulación al oficial y en un momento de pánico, mi padre decide huir de la escena del crimen. Él sabía que tenía que pagar una cuantiosa multa por evasión de impuestos. La herida estaba fresca porque, unos meses antes, mi mamá había sido multada por cruzar de San Diego a Tijuana sin declarar el excedente de croquetas de perro que llevaba en el carro —la ley mexicana permite la entrada de empaques cerrados de 23 kilos de comida seca, 5 kilos de comida húmeda y 5 kilos de golosinas por familia sin pagar impuestos—. Mi padre le llama a mi madre para contarle su nueva condición de prófugo de la justicia, solo para escuchar sus gritos a través del celular diciendo que, si le va a jugar al gringo narcomenudista, tendría que emprender la huida mucho antes de entregar sus datos completos al oficial. Desilusionado con su fracaso, mi padre regresa a la aduana culpando a su español mocho, al tráfico y al mal diseño de la garita que lo hizo confundir el área de segunda revisión con la salida. No se había fugado; solo se había perdido. Al oficial le vale madres porque es cambio de turno y no tiene ni puta idea de lo que el gringo está diciendo, así que el cabrón de mi padre sale ileso.

Además de ser el hazmerreír de la familia en cada comida familiar, las actividades ilícitas de mis padres dan cuenta de la precarización económica que se vive en la zona donde muchas familias se sostienen con el cruce extralegal de bienes. Pero lo que me interesa señalar con el absurdo de estos episodios es que mi familia tiene un modesto pero significativo papel dentro de la historia sobre el tráfico extralegal de bienes y la industria farmacéutica de la zona fronteriza. Lo escrito por Castillo Udiarte, entonces, no puede ser más acertado: en Tijuana la muerte es un negocio y la vida vale mucho.

Los inicios del “cáncer rosa”

Eran los años ochenta y mi padre, un gringo indocumentado en México, une fuerzas con mi abuelo, quien en aquel entonces trabajaba en un puesto de poca monta para la secretaría de salubridad de Baja California y juntos abren una de las primeras farmacias en el centro de Tijuana, a la que se podía llegar caminando desde la garita de “El Chaparral”. Si bien el negocio no los haría ricos, era una inversión mínima y sin grandes riesgos. Además, pensaron, de algo podía servir ser la única farmacia con un gringo en el mostrador. La Medicine Man abre sus puertas en 1986 o 1987, cuando apenas se hablaba del “cáncer rosa” en México, eufemismo que ha caído en desuso por sus tintes homofóbicos pero que en aquella época era la expresión más utilizada para hablar del VIH. La historia farmacéutica de mi familia ilumina la historia de la disidencia sexual en México durante los años más oscuros de la crisis del SIDA, ejemplificando cómo se produce y reproduce la idea de las disidencias como “enfermedades” que deben erradicarse o producto de una cualidad “inmoral” que debe ser sancionada. 

La historia va más o menos así. En junio de 1981, un reporte médico señala que cinco jóvenes de la ciudad de Los Angeles reciben tratamiento para la neumonía y comienzan a reportarse casos similares en Nueva York y San Francisco.1 Ese mismo año, epidemiólogos describen las formas de riesgo (entre ellas, ser homosexual hombre) de la enfermedad que proponen llamar Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida y la narrativa epidémica comienza. En Contagious: Cultures, Carriers, and the Outbreak Narrative, Priscilla Wald explora cómo la sociedad utiliza técnicas literarias para enmarcar epidemias que han ganado la atención global justamente porque su narrativa señala la transgresión como algo intrínseco a su contagio. Por ejemplo, en el caso del SIDA, la sexualidad no normativa, el uso de drogas ilícitas y la movilidad a través de fronteras son ejemplos de dichas transgresiones que, en este caso, supuestamente entorpecen el camino para contener la enfermedad y desarrollar tratamientos. En Estados Unidos, esta narrativa provoca desconfianza ante el sistema médico y el gobierno, desconfianza que impulsa a la comunidad gay a buscar otras vías para sobrellevar la enfermedad. Por ejemplo, surgen rumores de que existe una medicina que está ayudando a contrarrestar los efectos producidos por el virus pero que todavía no ha sido aprobada por la FDA y, por lo tanto, no se consigue en el país. Es aquí donde la farmacia de mis padres cobra importancia.

La ribavirina se sintetiza por primera vez en los años setenta como un antiviral para tratar la influenza. Por eso y comercializado bajo el nombre de vilona, esta medicina se vendía en México desde 1980 sin necesidad de receta médica y a precio controlado.2 Se decía que la vilona ayudaba a disminuir los síntomas del virus y la gente, desesperada, estaba dispuesta a arriesgarse y cruzar la frontera con varias cajas, cosa que podía resultar en cárcel. Así surgen los primeros grupos activistas dedicados a comprar la medicina al por mayor para ayudar a la comunidad gay, conocidos posteriormente como buyers clubs. Ya sabemos que las prohibiciones están diseñadas no para prevenir enfermedades, sino para señalar las transgresiones que atentan contra la norma. En este caso, la criminalización del uso de ribavirina produce y reproduce la figura amenazante de la persona queer/cuir viciada y el riesgo que supone una frontera permeable para la integridad nacional.

Uno de los pocos objetos literarios que encontré sobre el tema precisamente explora esta criminalización a través del “comix”, género que combina el periodismo con la novela gráfica y el comic. En Second Avenue Caper: When Goodfellas, Divas, and Dealers Plotted Againts the Plague (2014), Joyce Brabner narra la historia de un grupo de activistas gays de Nueva York que trafican marihuana y ribavirina para ayudar a los enfermos, en su mayoría, sin seguro médico, de escasos recursos o latinos. Según la historia, la venta de la marihuana financiaba la ribavirina, que era repartida de manera gratuita a quien la necesitara y, además, si así lo deseaba el paciente, también se le daba marihuana sin costo alguno para levantar el ánimo y el apetito. Brabner sugiere que el tráfico de ribavirina en pequeñas cantidades era “permitido” a discreción de la patrulla fronteriza y, principalmente, si podías pasar como una pareja heterosexual y blanca haciendo turismo en México. Esto es más o menos confirmado por mi padre cuando le pregunto —consciente de la homofobia y la moralidad recalcitrante de mi buena familia católica— si no tenían miedo de contagiarse. A lo que responde que no; que nadie parecía enfermo y eran más bien turistas comprando medicina para sus conocidos. Although now that you mentioned it, recuerdo que una vez alguien de los trabajadores se puso nervioso ante un cliente ‘gay visiblemente enfermo’. Al incrementar la demanda de ribavirina, el modus operandi de los buyers club se volvió más sofisticado, imitando los métodos del tráfico ilegal de drogas recreativas. Second Avenue… concluye cuando la FDA aprueba AZT en 1987, justo después de la reforma migratoria de 1986 que, entre otras cosas, incrementa la seguridad en los puertos de entrada y destina más dinero a la patrulla fronteriza. La historia de la criminalización de la ribavirina (que, por cierto, fue aprobada para su venta en Estados Unidos en 1998) confirma lo sugerido por Wald al señalar las narrativas de contagio como vehículos de represión nacionalista.

Pero mi interés en el tema no es necesariamente rastrear la conexión entre el SIDA, las reformas migratorias y el activismo LGBT en Estados Unidos, ni reforzar la narrativa de Tijuana como el almacén de drogas para consumo estadounidense. Me interesa saber qué estaba pasando con la comunidad gay en Tijuana, puesto que aventuraba que no tenían acceso a las mismas medicinas a pesar de que se vendían al por mayor a unos pasos de la calle Revolución.3 Sin embargo, hay dos problemas que oscurecen estos años (estamos hablando de 1981 a 1986): uno tiene que ver con la narrativa de contagio y el otro tiene que ver con el archivo. A pesar de que el primer caso de VIH en México data de 1983 y se presume que fue en Tijuana, los casos no se comenzaron a contabilizar hasta 1986, cuando se establece CONASIDA y “oficialmente” se reconoce la presencia de la enfermedad en México. Digo entre comillas porque, a pesar de las cifras recabas por el gobierno, el secretario de salud en México declaró varias veces que no era un problema para el país puesto que era una enfermedad extranjera de los gringos; mientras que el jefe del departamento de salud tijuanense señalaba que solo le daba a los “putos” y nosotros no teníamos de esos. Era tal la homofobia que, en los noventa, se dice que un grupo pro-vida de Tijuana demanda al doctor Jaime Sepúlveda, considerado el experto epidemiólogo sobre el VIH por promover actividades inmorales al recomendar el uso de condones. Digamos que, mientras mi ingenua preocupación era cómo conseguían medicinas, la realidad era muy diferente. No había diagnósticos, no había reconocimiento, ni muertes dignas. A veces ni siquiera aceptaban a las víctimas en hospitales, dice la prensa de la época, al señalar el desfallecimiento de un hombre en la calle Revolución que fue declarado muerto en el lugar por las autoridades médicas.

Mientras los vecinos del norte traficaban la medicina y, con ella, la esperanza, el café de Emilio en Tijuana —un café de ambiente que pronto se volvió un centro activista— hacía pruebas de sangre y transfusiones mientras sobrellevaba las redadas constantes de la policía, el primer método preventivo que el gobierno impuso. Dice la prensa que la atención médica del café se hacía con materiales donados por los familiares estadounidenses de las víctimas del virus y enfermeras que arriesgaban sus puestos para robar el material que debía ser desechado por cuestiones de supuesta seguridad en los hospitales de California. Cuando la ribavirina dejó de ser traficada a través de la frontera y el gobierno de Estados Unidos comenzó a tomarse un poco más en serio el virus, haciendo que las muertes disminuyeran considerablemente, en Tijuana estas muertes incrementaron porque las donaciones ya no llegaban. 

Mi tío Germán

Mi tío Germán era bailarín y tenía una colección de sombreros de las diferentes partes del mundo que había visitado con su compañía. Le gustaba mucho leer, aunque odiaba Cien años de soledad porque decía que era un plagio de un escritor jalisciense. También escribía en sus libretas de piel que cargaba para todos lados. Él me regalo mi primer libro: los cuentos completos de Hans Christian Andersen. Debía ser 1993 o 1994 cuando visitó la ciudad de Tijuana de forma improvisada y apresurada porque tenía una cita importante en Estados Unidos. Como menciona Joaquín Hurtado en Crónica cero, muchos mexicanos cruzaban la frontera para hacerse la prueba del VIH. Esa sería la última vez que vería a mi tío Germán, puesto que murió el 6 de enero de 1996 en su casa en Guadalajara. Supongo que pueden intuir el secreto a voces: mi tío muere confinado a una habitación y en completa soledad a causa de la homofobia y las complicaciones del síndrome de inmunodeficiencia adquirida.

Cuando yo ya estaba en la universidad, me quedé unos días en esta casa. Mi tía —una mujer soltera de más de ochenta años a la que le habían impuesto el cuidado de todos los enfermos de la familia— me sugirió, mientras revolvía la olla de picadillo, que, tras concluir mi visita, fuera al doctor para asegurarme de que no me había contagiado del cáncer rosa que segurísimo estaba impregnando en las paredes de la casa. Prosiguió a contarme todas las precauciones tomadas por ella para evitar el contagio y la supuesta propagación de la enfermedad. Me limito a describir la imagen que todavía no logro sacar de mi cabeza: mi tía hirvió en agua los utensilios de comida de mi tío. Los hizo añicos. Los hirvió de nuevo. Los colocó en doble bolsa de basura y los enterró en el jardín. Una década después, repetiría el proceso con una variante. En lugar de enterrarlos en el jardín, los dejaría en la basura con notas de advertencia sobre su contenido: “esto lo tocó un sidoso”. “¿Tú crees que se puedan contagiar los de la basura?”, le pregunta a mi yo de veinte años mientras me sirve el picadillo. El archivo personal de mi tío fue quemado o disuelto en químicos, incluidas las libretas de cuero y sus libros. Sobrevive el ejemplar de Andersen, algunos sombreros y un par de fotos que mi abuela guarda en su ropero bajo llave.

En sus estudios sobre los archivos coloniales, Zeb Tortorici sugiere que las historias de la disidencia muchas veces solo pueden aprehenderse a través de la intimidad del archivo, es decir, a través de una relación afectiva con dicho archivo porque de otra manera se vuelven ilegibles o no existen. Asimismo, los estudios cuir insisten en metodologías de archivo que puedan trabajar con lo desconocido y la casi ausencia de documentos. Como el caso de mi tío Germán señala, una de las consecuencias de las muertes relacionas con el VIH a menudo es la disolución de archivos personales por parte de las familias biológicas. ¿Qué pasaría si generaciones como a mía, aquellas que supuestamente crecimos durante el tiempo endémico del VIH, comienzan a crear archivos a través de actos de transmisión cultural, encarnada en nuestras intimidades afectivas?

El documental Memories of a Penitent Heart (2017) es un ejemplo de transmisión cultural que nace de los afectos personales de la directora Cecilia Aldarondo. La película es el resultado de la investigación personal de Aldarondo en el pasado familiar, puesto que ella sospecha que su tío Miguel no murió de la forma en que la familia argumenta. Durante una hora, el espectador sigue a Aldarondo en su búsqueda por responder a preguntas que no sabía que tenía. Por ejemplo, testimonios la llevan a pensar que el abuelo estaba enamorado de un hombre y se pregunta si la abuela lo sabía. Estas preguntas la llevan a reconstruir un archivo material (películas, notas, licencias de conducir, guiones de teatro, etc.) y afectivo del tío Miguel (los relatos de su novio, sus amigues, su forma de bailar) que revelan no solo la verdad de su muerte relacionada con el SIDA, sino toda una vida que da cuenta de las experiencias de la disidencia puertorriqueña fuera y dentro de la isla. Sin la búsqueda afectiva de Aldarondo, el archivo de Miguel no existiría y con este, se borraría un pedacito de la historia cuir puertorriqueña.

Paul B. Preciado, en Testo Junkie, escribe que la autoteoría permite la producción de nuevos conocimientos y subjetividades, mientras que el cuerpo de quien escribe sirve como plataforma que hace posible la materialización de la imaginación política. ¿Puede la autoteoría impulsar la creación de archivos afectivos, especialmente cuando estos fueron destruidos? Mi investigación preliminar sugiere que la industria farmacopornográfica que opera en Tijuana es un recordatorio de la movilidad de las fronteras donde cuerpos, conocimiento y mercancías están en flujo constante y rearticulan definiciones de nación, género y sexualidad. Pero también rearticulan la escritura, la producción de conocimiento y la forma en que se archivan dichas historias. La industria farmacopornográfica necesita ser desedimentada, a través de la movilización de archivos afectivos para develar las capas sobre capas que la conforman. Una capa es la ribavirina, pero la historia no acaba ahí. A la ribavirina le siguen los esteroides anabólicos, el viagra y el flunitrazepam —mejor conocido como the rape drug—. La autoteoría es una de las metodologías necesarias para trabajar este archivo farmacopornográfico, que todavía no existe pero que comienza a formarse con el recuerdo de mi tío German, en la historia del tráfico de ribavirina y en los años de la Medicine Man.

  1. El doctor Michael Gottlieb fue el primero que dio cuenta de los acontecimientos. Y se publica en Time el 12 de agosto de 1985. Los pacientes eran cuatro hombres jóvenes de alrededor de 30 años y homosexuales. Se llamó GRID (Gay Related Immunodeficiency Disease).
  2. El precio en 1986 era más o menos de 30 dólares por una caja de treinta comprimidos que hoy equivaldría a unos 90 dólares. Más o menos, se le ganaba el 27%.
  3. Agradezco a Oscar Soto Marban por platicar conmigo y compartirme su investigación sobre el SIDA en Tijuana.
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