Tierra Adentro

Tal vez has existido apenas como la lagartija a la que cortan el rabo
y el rabo salta, separado del cuerpo. 

Fernando Pessoa

Nuestra sociedad vive enferma – y no me refiero a la pandemia ni a las patologías médicas, sino a las enfermedades del deseo, esas que padecemos “los sanos”. El éxito, la riqueza y la fama son ideas inofensivas a priori, pero en la práctica son objeto de un obsesivo culto que nos corrompe y dicta nuestros actos. Su idealización despierta celos, rencores y envidias que determinan nuestros conflictos internos y, por ende, las interacciones que tenemos con el mundo. Si bien estos trastornos individuales tienen su origen en el criterio de la comunidad (¿quién no ha deseado ser exitoso, rico o famoso?), suelen germinar en soledad. Se mantienen en la esfera privada porque son temas tabú que está mal visto evocar en reuniones y nadie admite abiertamente la influencia que tienen sobre su vida, pero es evidente que gobiernan nuestra cultura. Por otro lado hay trastornos colectivos asentados en los cimientos de la sociedad como el racismo, el clasismo y el patriarcado. Tanto así, que incluso han llegado a considerarse doctrinas o, en el peor de los casos, se mantienen invisibles a fuerza de costumbre y normalidad. 

En medio de esa geografía de las voluntades nuestro deseo se atrofia y nos conducimos cual títeres endebles en una constante experiencia de la frustración. ¿Por qué? Esa es la compleja pregunta que trató de formular Freud en 1930 en el (no siempre) reconocido ensayo El malestar en la cultura [Das Unbenhagen in der kultur].

 

Un sentimiento que preferiría llamar sensación de eternidad 

Pese a los conflictos que suscitan nuestros deseos, los seres humanos tenemos un vínculo innegable con nuestra especie y el mundo. Es una intuición escondida en un vago umbral de la mente; una idea que nos permite reconocernos en el otro (y lo otro); un sentimiento que hermana nuestros miedos, esperanzas y alegrías. Este cordón umbilical ha sido descrito en incontables ocasiones, pero su existencia rebasa lo racional y se asienta en un principio de buena fe, de panteísmo acaso: “es una sensación como de algo sin límites, sin barreras, por así decir «oceánica » (…) un sentimiento puramente subjetivo, no un artículo de fe; (…) pero es la fuente de la energía religiosa”1, declara un amigo de Sigmund Freud a quien el pensador confiesa no entender pero cuyas palabras resume bajo la noción de “sentimiento de atadura indisoluble, de co-pertenencia con el todo exterior”. No se trata entonces de la fe religiosa, pues dicho sentimiento pervive por igual en creyentes, ateos y agnósticos. Además, es bien sabido que Freud era un judío ateo y la religión le parecía un placebo social, un mal necesario.

Estos dos polos (las enfermedades sociales y el sentimiento “oceánico” humanitario) resumen la condición del individuo en sociedad pero también exponen la fragilidad de los límites del yo. A simple vista el cuerpo parece ser una barrera lo suficientemente clara, pero el abismo interior del yo es infinito. Más aún, sus fronteras tiemblan cuando pensamos en experiencias como el enamoramiento, donde el yo y el  se funden; o en la experiencia parental, donde los padres pierden una parte de su identidad, pues la transfieren irremediablemente a sus hijos.

 

You can’t never get what you want

El deseo es el motor que nos conduce y dirige nuestros sueños. “No soy nada / nunca seré nada /no puedo querer no ser nada / aparte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo”, proclama Fernando Pessoa en su poética de la nostalgia y la aspiración. A una persona pueden despojarla de todo menos de sus ambiciones íntimas, que gozan de un valor igual o mayor al de un bien material aunque nunca se realicen – no hay que desconocer el peso metafísico de los deseos en el receptáculo de la mente. Tanto más agrega Jorge Luis Borges en su Declaración final: “No hay en la tierra un hombre que secretamente no aspire a la plenitud. Es decir, a la suma de experiencias de que un hombre es capaz”. Nuestra inevitable condición deseante nos lleva a soñar sin importar nuestras posibilidades, a creer que podemos conocer todos los países del planeta, disfrutar los mejores platillos de la gastronomía o beber sus licores más exquisitos. Tal panorama confluye con el cauce de una sociedad que ha entronizado el consumismo como la forma reina de la felicidad.

Aunque todos reconocemos la felicidad como una quimera inalcanzable, un estado idílico de relativa consecución y esquiva posibilidad, de cierto modo estamos sometidos a su tiranía. “En nuestras sociedades el goce se transforma en una especie de extraña obligación pervertida”, recuerda Zizek en su reflexión sobre la promesa metafísica que se esconde tras las propagandas de Coca Cola. Ser feliz parece, pues, una condición sin la cual perderemos el respeto de nuestros amigos más queridos. “El ser humano no aspira a la felicidad, eso es algo que solo hacen los ingleses”, asegura Nietzsche con ironía en El ocaso de los ídolos, un tratado aforístico que pone en evidencia los impulsos infantiles que nos mueven a inventar dioses o pequeños dioses como la belleza canónica, el turismo exótico o la corrección política,   y donde quizás no hacen tanta falta como creemos. La sensación de orfandad es la responsable de nuestra necesidad de inventar “padres” donde subyacen miedos, dirá Freud, y esa es nuestra manera de evitar el dolor de una existencia sin ilusiones conservando nuestra aspiración a la felicidad. Por eso, de alguna forma, “las religiones son deseos colectivos”.

Así pues, los humanos nos mecemos en una danza infinita entre “el principio de placer” (lo que queremos, que es todo y solo para nosotros) y “el principio de realidad” (lo que el mundo nos permite, que es bien poco y depende de incontables variables). Lo trágico reside en que la eventual obtención de un objeto del deseo , que nunca será suficiente porque éste es un dios insaciable y caprichoso. “Quizás el máximo terror del deseo consiste en ser satisfecho completamente”, reitera Zizek. Por eso la aspiración a la felicidad no se trata de encontrar un placer definitivo, empresa de antemano inalcanzable, sino de evitar el dolor en la medida de nuestras posibilidades. ¿Cómo logramos esto? En principio asimilamos “el afuera, el mundo exterior” como un enemigo, una fuente de displacer. Y entonces adoptamos una estrategia determinada para luchar contra él.

Los tres caminos: entre la frustración y el dolor

Una soledad buscada, mantenerse alejado de los otros, es la protección más inmediata que uno puede procurarse contra las penas que depare la sociedad de los hombres. Bien se comprende: la dicha que puede alcanzarse por este camino es la del sosiego.2

 

Según Freud, hay tres caminos para proteger nuestro yo interior de las agresiones del mundo exterior. El primero es el aislamiento y todas las formas que se desprenden de él. Dormir bastante es una forma de proteger nuestra mente del sufrimiento que provoca la realidad – aunque los sueños y las pesadillas siguen al acecho–; olvidar es otra manera en que el cerebro protege a la consciencia de los eventos que no queremos o no necesitamos recordar. Hay reiteradas historias sobre los soldados que olvidan largos períodos de su vida en combate “sin darse cuenta” de ello. Desde luego, este olvido es parcial y selectivo. Hay muchos sucesos traumáticos que permanecen e incluso insisten en quedarse en nuestra memoria como los desamores y el duelo por la muerte de los seres queridos. En definitiva, “nada que haya entrado a la psique puede borrarse del todo”. 

El segundo camino para combatir el sufrimiento que nos produce el mundo exterior es “pasar al ataque” y someterlo a nuestra voluntad. En esa categoría entran los esfuerzos que hacemos para manejar nuestras vidas. Pagar los servicios públicos y la renta, culminar nuestros estudios, emprender ese proyecto que nos llevará al éxito, entablar contacto con esa persona que nos interesa. Pero también se incluye aquí la creación y el consumo de obras artísticas que alivian nuestra humana necesidad tener contacto con lo bello. A gran escala, Freud se refiere al grueso de la cultura, a todas las acciones de la humanidad que buscan refrenar la hostilidad de la naturaleza sobre los individuos: las invenciones tecnológicas, los medios y herramientas semejantes al avión, el servicio de pizza a domicilio o las videollamadas. No obstante, surge una pregunta inevitable: ¿cuál es la necesidad de artefactos como las minas quiebra-pata o las bombas atómicas? Pues bien, Freud cree que estos terribles dispositivos buscan saciar el (¿vergonzoso, contradictorio, bestial?) instinto de agresión connatural a los seres humanos, una tendencia que habría de conceptualizar como “pulsión de muerte”.

Por último, la tercera ruta en nuestra infructuosa tentativa para escapar del dolor son los paliativos, o lo que Freud denomina “el método de la intoxicación”. En este grupo no solo  se encuentran la aspirina, los anticonceptivos o el prozac, sino además ciertas creencias y prácticas colectivas –“delirios de masa”– como las religiones, la meditación o el yoga; ejercicios que tratan de crear una consciencia sobre las sensaciones y emociones que nos hacen sufrir. Al intelectualizar o dogmatizar nuestros límites podemos dejar de sufrir innecesariamente (pues el dolor es inevitable; vivir duele y de cierta forma “el dolor es una afirmación de la vida”, como diría Schopenhauer). Sin embargo, cada persona tiene un carácter o constitución diferente y responde distinto al influjo exterior. En la tipología freudiana están los individuos “eróticos”, que dan prioridad a sus relaciones sentimentales; los “narcisistas”, que tratan de hallar la satisfacción en sus propios procesos anímicos; y los “seres de acción”, que no dejan de probar su fuerza y satisfacer su deseo en el mundo exterior. 

Pese a los distintos caminos que la cultura ha creado, la suerte está echada en contra del ser humano. Su única esperanza reside en “hallar el punto medio”, la justa armonía entre lo que quiere y lo que puede como quien hace un negocio pero en vez de ganar algo espera no perder demasiado. Es evidente que el deseo trata de empujarnos a transgredir los límites sociales, a encontrar “los puntos de fuga”, porque el goce de satisfacer las pulsiones salvajes, no dominadas por el yo, es incomparablemente inferior al reducir el sufrimiento. Eso explica el fascinante atractivo y “el carácter incoercible de los impulsos perversos”3. Ahora bien, ¿eso nos hace perversos por naturaleza?

La alegría del fracaso ajeno

Es innegable que hay ciertos placeres vinculados con el dolor ajeno. Muchas veces nos provoca risa la desgracia del vecino, aunque tratamos de que sea mínima para que no perturbe nuestra buena conciencia – ¿quién no se ha burlado de la repentina caída circense de alguien?. Sin duda el goce es mayor cuando es alguien conocido y se ha establecido una relación de comparación –consciente o inconsciente– con esa persona. Incluso nos alegramos de hacer bromas inocentes a nuestros conocidos, que celebramos como singulares muestras de afecto. En esos casos, según dice Sócrates en El Filebo o del placer, se confunden el placer y el dolor porque, nos guste o no, “los hemos mezclado con envidia y (…) la envidia es el dolor del alma”4. Esa misma contradicción resumió el místico William Blake en sus Cantos de experiencia al versar que “La crueldad tiene corazón humano, y la envidia humano rostro”. También el sexo pasa por una serie de dinámicas donde el roce y la agresión, la violencia y la pasión, ocupan un rol importante –ya sea en pequeñas porciones que finalmente rozan los límites de “lo razonable”. La vida erótica no puede sustraerse de los polos que representan el sadismo y el masoquismo, vías que permiten aplacar esa pulsión de muerte. Las relaciones humanas contienen, inevitablemente, una dosis de esos placeres culposos. Juzgarlos de antemano sería desconocer los deseos que nos habitan. Llevarlos al extremo sería legitimar aberraciones como la violencia de género o la pedofilia, pero tampoco es una casualidad que el confinamiento haya traído fenómenos como el notable incremento de denuncias5 por violencia intrafamiliar, de divorcios y de visitas a los sitios de pornografía en línea. 

  “Schadenfreude” es una palabra en alemán que podría traducirse como “alegría del fracaso ajeno” y se usa en la psicología cognitiva para definir la felicidad que nos produce vergüenza. Nada más problemático que sentirse feliz porque al vecino le fue mal, pero hay varios contextos en los que sucede, como el del reconocimiento deportivo (para ganar necesito que ellos pierdan) o el académico (para ser “el mejor” necesito de cierta forma que al resto le vaya mal). En una sociedad de libre mercado y competencia exacerbada, los infortunios del otro generan posibilidades de mejoría material o psíquica para el yo. Esta brecha se agranda con la tendencia comparativa de nuestra mente (nos comparamos con nuestros hermanos, amigos, parejas, etc.), lo cual deriva en un sinnúmero de acciones y pensamientos que si bien no podemos juzgar como malintencionados, tampoco nos enorgullecen. ¿Por qué? En general, la “alegría del fracaso ajeno” está mal vista en sociedad, pero en el fondo es de gran utilidad para la autoestima y la capacidad de resiliencia. Además, según teóricos de la psicología conductiva como Dan Ariely6, el “Schadenfreude” es un sentimiento de dominación connatural al ser humano y ha sido modelado por su evolución. Los primitivos Homo sapiens habrían desarrollado reacciones como la risa o el regocijo ante la tragedia ajena, hecho que combina “la ley del más fuerte” y el amor propio. En definitiva, Freud solo coincide a medias con la famosa sentencia romántica de Rousseau: “el ser humano no nace bueno, pero sin duda la sociedad lo corrompe más”.

  Como la vida humana misma, la evolución cultural es una lucha entre el instinto de vida (Eros) y el instinto de destrucción (Thanatos). La semilla de esa idea figura en el mito de Psique, recogido por Apuleyo en El asno de oro. La doncella Psique –que en griego significaba “brisa” y derivó en “alma” y luego en “mente”– era tan bella que la diosa Afrodita, celosa, ordenó su muerte. Pero Eros, encargado del trabajo, sucumbió a los encantos de Psique y decidió no matarla sino esconderla en una torre, donde la visitaba al caer el sol y la amaba en la oscuridad, a ciegas. Una noche, la curiosidad movió a Psique a encender una vela para conocer el aspecto de su amante, pero en el breve instante que logró ver el rostro de Eros, lo quemó con la cera de la vela y lo hizo escapar horrorizado. Entonces, para recuperar el amor y la belleza de Eros, Psique tuvo que negociar con Afrodita y luego atravesar el mundo de los muertos para pedirle a Perséfone, la reina del infierno, su don. De este mito se desprenden dos reflexiones que iluminan nuestras derivas: por un lado, descubrir el verdadero rostro del ser amado nos puede llevar al desencanto absoluto (pues con frecuencia nos enamoramos de “la idea del otro” que ha modelado nuestro deseo), y por otro, que a veces para amar es necesario atravesar el infierno, y aún la muerte (el amor pasional colinda con la angustia y la prueba final de cualquier amor es la muerte).  

La cultura, entre guerras y religiones

El instinto de agresividad que habita a los individuos debe, dice Freud, encontrar “fuentes de canalización” para no incurrir en la autodestrucción y el aniquilamiento de la especie. Así pues, los sistemas religiosos no solo crean “ilusiones perfectas” al responder preguntas metafísicas que carecen de solución concreta – ¿quién creó la especie humana?, ¿cuál es el fin último de la vida?, ¿qué hay después de la muerte? –, sino que además regulan las pulsiones de amor y muerte, y tratan en vano de aliviar el sentimiento de culpabilidad que estas generan7. Probablemente por eso, sostiene Freud, el judeo-cristianismo triunfó sobre las religiones paganas. En algún punto pareció necesario establecer esquemas como el sacramento de “la confesión”, o los mandamientos irrealizables pero consoladores como “amar a Dios sobre todas las cosas”. Eso explicaría también la hostilidad del catolicismo hacia la vida primitiva y la desvalorización de los placeres mundanos; aquello que Nietzsche llamó “la verdadera vida”. 

Freud insiste en que la frustración de los deseos es una experiencia fundamental para la existencia de la “civilización” –palabra más acertada quizás para traducir “kultur”. Las leyes y la religión son pues un conjunto de diques que canalizan las aguas de la libido humana. Sin embargo, las contradicciones morales de los designios religiosos quedan expuestas en El malestar en la cultura. La célebre refutación de la máxima “amarás al prójimo como a ti mismo” es demoledora. Freud la presenta como antinatural, imposible e incluso injusta, pues no se puede amar por igual a los allegados más cercanos y a un desconocido que no tiene ninguna influencia directa sobre nuestras vidas: 

¿Por qué tendríamos que hacerlo? ¿De qué podría servirnos? Pero, ante todo, ¿cómo llegar a cumplirlo? ¿De qué manera podríamos adoptar semejante actitud? Mi amor es para mí algo muy precioso, que no tengo derecho a derrochar insensatamente. Me impone obligaciones que debo estar dispuesto a cumplir con sacrificios. Si amo a alguien es preciso que éste lo merezca. Merecería mi amor si se me asemejara en aspectos importantes, a punto tal que pudiera amar en él a mí mismo; lo merecería si fuera más perfecto de lo que yo soy, en tal medida que pudiera amar en él al ideal de mi propia persona; debería amarlo si fuera el hijo de mi amigo, pues el dolor de éste, si algún mal le sucediera, también sería mi dolor, yo tendría que compartirlo. (…) Pero si he de amarlo con ese amor general por todo el Universo, simplemente porque también él es una criatura de este mundo, como el insecto, el gusano y la culebra, entonces me temo que sólo le corresponda una ínfima parte de amor, de ningún modo tanto como la razón me autoriza a guardar para mí mismo. ¿A qué viene entonces tan solemne presentación de un precepto que razonablemente a nadie puede aconsejarse cumplir?8

 

El instinto de Thanatos es, pues, irrefrenable e insaciable como el deseo mismo. A lo máximo que se puede aspirar es a engañarlo momentáneamente y luego conducir su violencia hacia “un otro”. Así pues, los sistemas religiosos concentran el Eros y dirigen el Thanatos del individuo hacia un afuera: “siempre se podrá vincular amorosamente a mayor número de personas con la condición de que sobren otros para descargar los golpes”9. Desde esa perspectiva, no extraña que “evangelizar” y “conquistar” fueran acciones análogas durante sucesos como las cruzadas o en la colonización de África y América Latina. De alguna forma, civilizar es también agredir, coartar y castrar. Preguntas inevitables brotan de estas reflexiones: ¿Cómo nos sacudimos de nuestro instinto de agresividad? Y más aún, ¿quiénes son esos “otros” que reciben nuestros golpes? ¿Acaso nuestros familiares y amigos, nuestros colegas y compañeros? 

El ensayo de Freud goza de una actualidad innegable. Es cierto que sus revelaciones son de un enorme pesimismo. No solo la pulsión de muerte connatural al ser humano –gozamos ejerciendo nuestro impulso destructivo– sino que es imposible de extirpar. Pero también desnuda la estructura libidinal de nuestra sociedad y muestra que esta no seguiría existiendo si la pulsión de muerte hubiera primado. Su permanencia nos habla; nos recuerda quizás el “sentimiento oceánico” que nos vincula con el resto de la humanidad, o acaso el principio de buena fe que nos lleva a creer en los beneficios de la asociación mutua, la cooperación y las leyes. Imposible no pensar en la experiencia del confinamiento mundial como el punto más álgido de la civilización en toda la historia. En virtud del bien común restringimos nuestros deseos personales como nunca antes y nos exponemos a una experiencia de la soledad y la frustración única. Probablemente, la solidaridad sea el último refugio de la cultura humana, pero el precio psíquico que supone es bastante alto, ya que además genera nuevas preguntas y nuevos problemas, como todas las invenciones humanas. Baste pensar en la relatividad del progreso, en las invenciones tecnológicas que nos enorgullecen y en sus daños colaterales: 

Si no hubiera ferrocarriles que vencieran las distancias, el hijo jamás habría abandonado la ciudad paterna, y no haría falta teléfono alguno para escuchar su voz. De no haberse organizado los viajes transoceánicos, mi amigo no habría emprendido ese viaje por mar y yo no necesitaría del telégrafo para calmar mi inquietud por su suerte. ¿Y de qué nos sirve haber limitado la mortalidad infantil, si justamente eso nos obliga a la máxima reserva en Ja concepción de hijos, de suerte que en el conjunto no criamos más niños que en las épocas anteriores al reinado de la higiene y, por añadidura, nos impone penosas condiciones en nuestra vida sexual dentro del matrimonio y probablemente contrarresta la beneficiosa selección natural? Y en definitiva, ¿de qué nos vale una larga vida, si ella es fatigosa, huera de alegrías y tan afligente que no podemos sino saludar a la muerte como redentora?10

 

Los beneficios de la cultura crean nuevos problemas sociales y psicológicos, nos enfrentan a nuevos dilemas. Lo cierto es que no sabemos vivir de otra forma, y un idílico regreso a la vida primitiva también implica una idealización, cambiar un verdugo por otro. Ningún pensamiento crítico debería dar por sentada la estructura y las barreras que constituyen nuestra sociedad. “No existe una cultura normal; toda cultura debe ser interpretada”, recuerda Zizek. La realidad es irreductible, no hay un manual definitivo que nos explique cómo vivir esa frustración inevitable. Quizás ahí reside el desafío esencial de la existencia, en su carácter indomable y en su incertidumbre. 

  1. Freud, Sigmund, Obras completas, vol. XXI, Amorrortu editores [trad. de José Luis Etcheverry], Buenos Aires, 1992, p. 65.
  2. Freud, Ibid, p. 77.
  3. Freud, Ibid, p. 779
  4. Platón, Filebo o del placer , 50 A. Disponible en versión digital en: https://www.textos.info/platon/filebo/descargar-pdf
  5. Tanto en México, (https://www.animalpolitico.com/2020/04/llamadas-denuncias-violencia-familiar-pandemia/), como en Colombia, (https://www.eltiempo.com/mundo/mas-regiones/aumentan-las-denuncias-de-violencia-de-genero-durante-los-confinamientos-por-el-coronavirus-485864) o en Argentina, (https://www.clarin.com/sociedad/coronavirus-argentina-aumentaron-30-llamadas-linea-144-violencia-genero_0_hsNF8q3tF.html) subieron las denuncias por violencia de género por lo menos un 30%.
  6. Ariely, Dan, Predictably Irrational : The Hidden Forces That Shape Our DecisionsHarperCollins, London, 2008, p. 302.
  7.  Para Freud las ideas morales de bien y mal no son nociones reveladas (San Agustín) ni tampoco innatas (Kant), sino que se desprenden del sentimiento de culpabilidad que el niño vive después de un complejo proceso que parte de la represión de las demandas eróticas de sus padres (como los padres no responden a sus naturales deseos eróticos por una serie de razones que él desconoce, el niño empieza a construir su ética a partir de las frustraciones).
  8. Freud, Ibid, p. 26.
  9. Freud, Ibid, p. 27
  10. Freud, Ibid, p. 103.