Rabelais en América, El plantador de tabaco de John Barth
Decir que El plantador de tabaco (1960) es una novela posmoderna provoca cierta gracia. Su autor es John Barth (1930, E.U.), alguien no tan conocido en los países de habla hispana; a pesar de sus mamotretos, de los alcances de su narrativa, y de pertenecer al mundo de la “novela posmoderna americana” (las obras escritas y publicadas alrededor de la mitad del siglo XX). A diferencia de otros escritores como Don Delillo, Joseph Roth o Thomas Pynchon, cuyas obras más renombradas se publicaron en el mismo periodo, con el objetivo de analizar a la sociedad estadounidense a partir de mediados del XX junto con los entresijos del autor, de la creación en sí y de la parodia, John Barth ha sido reconocido por El plantador de tabaco, una novela satírica y rara (en la línea de Tristram Shandy, de Rabelais, de Cándido), publicada primero en Cátedra, para ser rescatada en 2013 por la editorial mexicana Sexto Piso, con la misma traducción laureada de Eduardo Lago.
Una de las extrañezas de este novelón, lo digo tanto por su extensión como por lo que significa en muchos niveles, es la época en la que ocurre la acción, también la historia de los personajes principales, la pareja cervantina conformada por Ebenezer Cooke, una especie de poeta flojo, ingenuo y oportunista; y por su maestro, Henry Burlingame, un hombre tan polifacético como irreverente, maestro del disfraz.
El viaje que realiza este par se lleva a cabo primero en las cercanías de Londres, y después por el Atlántico, rumbo a las viejas colonias de Nueva Inglaterra, especialmente Maryland, al finalizar el siglo XVII. Todo esto sería normal, si estuviéramos hablando de una novela histórica, romántica incluso; pero, al pensar en una narración posmoderna, difícilmente se nos vendría a la cabeza una epopeya “hudibrástica” con toques de Rabelais, sátira y aires a lo Fielding, a lo Voltaire. ¿Estamos ante una sátira inmensa?, ¿una novela al estilo Marguerite Yourcenar?, ¿acaso será Ciencia Ficción? Antes tendríamos que situarnos correctamente, pues, aunque sea divertido entrar a una obra sin saber gran cosa, la novela gana todavía más cuando comprendemos sus circunstancias.
¿Qué es El plantador de tabaco? ¿Qué significa esta novela de portada tan agradable y edición impecable? ¿Cómo guiarnos ante un mamotreto poco conocido, o del que apenas podemos saber nada? Según nos cuenta Eduardo Lago en el prólogo, la edición de esta novela en Cátedra era famosa por ser el libro más ancho de la colección Letras Universales, un logro nada desdeñable, pero si se le agrega el “epítome” de posmoderna, la situación cambia in extremis.
Me explico, este 2020 se celebran 60 años de haberse publicado El plantador de tabaco, la novela más importante, todavía superior a Giles el niño-cabra, de John Barth, uno de los exponentes de la narrativa norteamericana, a la altura de Los reconocimientos, de William Gaddis o El arcoíris de la gravedad; sin mencionar a otros grandes escritores americanos de la época. Sin embargo, no es la situación financiera, las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial ni los peligros del comunismo lo analizado en las innumerables páginas que John Barth ha concatenado como si su obra hubiera sido escrita por Lawrence Sterne con El Quijote en mente o hasta Las mil y una noches.
La novela en principio elige el realismo para desenvolverse, pues incluso se agrega un mapa de la región de Virginia, Delaware y Maryland. A continuación, con los intertítulos puestos en letras capitales, deviene la vida de Ebenezer Cooke, un hombre común, nacido en una familia más o menos acomodada en el Londres del 1600. Ebenezer cuenta con una hermana, y su educación y crecimiento evocan a la bildungsroman (novela de formación) clásica, lo mismo que la aparición del maestro, el mencionado Henry Burlingame, quien se encarga de llevar a los dos hermanos por la senda del conocimiento.
Nada extraño ocurre en los primeros capítulos. Se atisba el desarrollo de un personaje que, si bien no podría estar en una novela de Dickens, recorre su vida entera en busca del sentido, de la profesión, del bien hacer, de la vocación. Pronto, la hermana de Ebenezer, Anna, se pierde en la maraña de los primeros años para ser abandonada y rescatada después en breves momentos. El protagonista, un torpe jovenzuelo que no parece tener afición por nada, tampoco habilidad, termina por partir a Cambridge después de haber perdido a su tutor, Henry Burlingame, luego de una decisión paterna sin mucho fundamento en apariencia. Lo que sucede en los capítulos siguientes es la vida de desenfreno y holgazanería del joven en un ambiente que ni le va ni le viene.
Una vez aparece Burlingame, nos vamos enterando de qué va la novela. El plantador de tabaco se declara después de los primeros capítulos como una parodia irreverente de las novelas de formación, pues al poco tiempo el lector se da cuenta de que figuras tan señeras como Newton se convierten en machos cabríos lascivos en búsqueda del favor de algún mozuelo. La sexualidad, la “aberración” y todo tipo de actos tienen lugar en la obra, jugando con la condición que Ebenezer Cooke termina por colgarse: la de poeta virgen.
Eduardo Lago es un traductor que entiende a la perfección la obra de quien estudia; lee y relee, nos anuncia que John Barth es muchas cosas, pero principalmente es un narrador avezado que se ha entusiasmado con la musa, no ya del lenguaje (aunque también hay espacio para ello, ya que el mismo inglés, en este caso en traducción española, es reproducido tal cual se hablaba en el periodo de la instauración de las colonias), sino del mismo acto de contar.
Es presumible que la condición de la novela cambia al leerse en español, y de ser una de las grandes apologías a la narración posmoderna se convierte en una especie de rendición ante lo relatado, frente el solo y fino acto de hacer que las noches se extiendan hasta rozar el día y luego vuelvan a despertar; no por nada en el prólogo se hace alusión a Las mil y una noches. Cabe mencionar que la tradición satírica, humorística y al mismo tiempo filosófica que ha tomado John Barth parte desde el mismo Gargantúa y Pantagruel, pues aparecen en la obra exabruptos escatológicos en forma de pedos, ruidos grotescos, deyecciones líquidas y mucha risa convertida en pastelazo (la broma es involuntaria, no así la de John Barth). El autor no duda en trazar las circunstancias no solo de la mente, sino del cuerpo, utilizando a personajes secundarios, a veces famosos, o históricos, que devienen en un banquete filosófico sobre el cuerpo, el placer y el mismo actuar que provoca la hilaridad. No por nada, Aristóteles le dio tanta importancia a la risa, parece recordarnos Barth.
De Rabelais, con semejantes poéticas llenas de mierda y gases, da paso también al ridículo del letraherido Quijote y su siempre fiel Sancho Panza; aunque de una manera original, ya sea encajando el arquetipo del ayudante tonto en el mismo Burlingame, maestro sapiente y de múltiples caretas, o en Ebenezer Cooke, sin olvidar a su criado traicionero; ya que la sexoservidora dulce y hermosa, que uno piensa si lo será así por la visión errada y fársica de Cooke o su maestro, se asentará en Jane Toast, una prostituta que se convierte en el anhelo lúbrico del sacerdote de la poesía, tanto ridículo como estúpido, de Ebenezer Cooke.
La trama política que teje John Barth no tiene relación aparente con la de los Estados Unidos de los años 60, tampoco es una hilarante forma de hablar sobre el periodo hippie, la posguerra o el miedo a la Guerra Fría. En cambio, el narrador de El plantador de tabaco se convierte en un guía para el sendero del mito. Ebenezer Cooke es un poetastro que realmente existió, y de cuya vida apenas se sabe nada. Pero el Ebenezer Cooke de Barth es un tremendo imbécil, aunque inolvidable por su docilidad, su ingenuidad y su pasión ridícula hacia el lenguaje, pues no hay peor poeta ni literato más falso que el mismo Cooke, quien se siente autorizado a ser el mensajero de la Poesía proveniente del Parnaso, nada más obtener la venia de lord Baltimore.
Durante la travesía del poeta, el Laureado de Maryland, cuya labor es componer un poema épico llamado La Marylandíada, a la manera de un grande entre los grandes, Barth diseña escenarios y personajes que conciben distintos elementos de la narrativa, y que recuerdan a ciertos pasajes de Huckleberry Finn y de Moby Dick, o cualquier novela de aventuras al estilo Jules Verne; sin olvidar las escenas repletas de sexo, deseo y perversión que provocan cierto disgusto. No hay página donde ocurra alguna violación, un pellizco o una confesión inmoral, parafílica o ciertamente grotesca. Sorprende que El plantador de tabaco no posea el título de novela obscena que se le dio a, por ejemplo, El arcoíris de gravedad. ¿Y todo esto para qué?
Ernesto de la Peña, en Carpe Risum, hace un estudio, que es también mero disfrute, evocando la lubricidad y la carcajada en Rabelais. La risa es una forma de explorar la humanidad, de buscar entre el deleite y la miseria lo que significa ser humano, más allá de la poesía o la filosofía, y es Ebenezer, Burlingame, Joan Toast, o cualquier otro personaje, prostituta, pirata, libertador, rey indio, papista o insurgente, el que sufre y goza con la carcajada sostenida, con la sonrisa leve de aquel que siente el aguijón del deseo, y concibe entonces la visión de la forma humana y del acto soberbio de la narración.
Eduardo Lago dice que El plantador de tabaco es una novela irremediable, inadmisible no leerla, un gran clásico de las letras americanas y mundiales; sin embargo es tan extraña que incluso él no volvería a visitarla. La linealidad de la obra poco a poco va difuminándose, en especial después de la mitad, cuando el cariz experimental de la novela provoca en el lector la comprensión de que se encuentra ante un enorme ejercicio metaficcional, como en El Quijote, y que por ello no atisba algo necesariamente nuevo. No importa, si acaso lo posmoderno en Barth sea la recuperación de lo viejo, comprendiendo que narrar, tejer, tramar, es más importante incluso que cualquier operación del lenguaje, más aún que un Ulises donde un hombre hace todo y nada; donde discurre su mente en un sinfín de vericuetos intelectuales.
El plantador de tabaco en cambio podría verse y leerse como una contraparte del Ulises, pues aquí no importa tanto el acto de pensar como el de vivir, no es la reflexión del lenguaje, pese a encontrarla en la novela; sino el transcurrir del tiempo narrativo, el placer de concatenar una historia con otra (a la manera de Far-Li-Mas, de Sherezade) en una estructura novelística compleja, sin olvidarse ni del Quijote ni de Las mil y una noches. La diferencia aquí reside en Ebenezer Cooke: al cumplir o no su cometido, cobre o no su herencia, ya ha escrito; aunque tal vez no en la novela, la gran epopeya de un hombre simple e ingenuo que sufre de la risa, de la perfidia y de la sexualidad, aprehendiendo todos estos elementos en su propia persona, que viaja desde la antigüedad hasta sus nuevas posesiones en la Maryland de un país por nacer.