Anembriónico
I
Que nunca vuelen acechando sobre ti estos cuervos,
que se llevan en sus picos nuestros días,
que se llevan en sus garras los recuerdos*.
Ana me tomó de la mano mientras el doctor seguía explicando con su estúpido tono condescendiente. Blastocisto, gastrulación, gonadotropina… Que es una situación muy común: constituye el 50% de las pérdidas durante el primer trimestre… Yo solo podía ver su bigote mal recortado y aquellos dientes nicotínicos que dispersaban partículas de saliva a su alrededor. Los dedos de Ana se aferraron a los míos, preparándose para el tiro de gracia: legrado. La palabra, con su cualidad de lengua de vaca, permaneció adherida al techo, junto a las lámparas asépticas y migrañosas del consultorio, escurriendo su ponzoña.
Ana cambió su ropa por una bata operatoria detrás de un biombo y se recostó en una camilla negra. Desde mi lugar, solo podía ver sus piernas vacilantes; sus calcetines violeta provocaban una profunda tristeza.
—¿Se quieren quedar con el saco gestacional? —preguntó el doctor, mostrándonos un frasco de conservas.
Las primeras lágrimas de Ana brotaron y nos marchamos en silencio.
Nunca me había pesado tanto subir los nueve pisos del edificio. Las ráfagas de aire que se colaban por el hueco que debería albergar un elevador ausente parecían burlarse de nosotros.
Al abrir la puerta del 912, esperaba encontrar un ambiente que hiciera juego con las sensaciones y sentimientos que arañaban mi cuerpo, pero los rayos solares que se reflejaban en las paredes blancas eran tan potentes que entrecerré los ojos.
Ana se acercó a la cuna y comenzó a doblar la ropita que familiares y amigos nos habían regalado; la colocó en el maletín que habíamos comprado para el día del parto y se encerró en la recámara. Yo solo pensaba que ahora podría poner de nuevo mi escritorio en ese lugar. Reprimí la idea al ver una cuarteadura detrás de la cuna. De lejos se veía superficial, pero al tocarla pedacitos de yeso cayeron al piso. Tuve que bajar las persianas cuando un reflejo me golpeó la cara, y la penumbra, por fin, me reconfortó.
II
Que nunca soplen los demonios contra ti esta bruma,
que te deja el corazón enloquecido,
que te deja solo aullándole a la luna*.
—Todo es culpa de tu madre —dijo Ana entre sollozos antes de abandonarme.
La mañana siguiente entró la fase 2 de una larga pandemia que fragmentaría al país.
Pasaba los días lavándome compulsivamente las manos y escuchando las noticias. Por las tardes me gustaba sentarme en el viejo sillón gris capitoneado con botones violeta (el único mueble que pude comprar antes de la mala racha de negocios fallidos y desempleo) y ver el desolado paisaje citadino a través de la ventana. Sobre todo, no podía quitarle la vista al “gemelo”: el edificio que se encontraba al otro lado de la calle. Era una copia del que yo habitaba: misma altura, color, forma de las ventanas… En su parte más alta descansaba un enorme espectacular con el rostro sonriente del arquitecto Légamo y la frase “¡Salva nuestras raíces, vota Légamo!”, rematado con el logotipo de su partido: un cardosanto. Suponía que encima del mío habría un espectacular parecido. Por supuesto, ambos eran creación de Légamo, quien puso de moda este tipo de “arquitectura gemelar”. Imaginaba que ahí vivía otro yo: uno exitoso, con familia.
La cuarteadura se fue extendiendo por toda la pared hasta llegar a la fase 3 de la pandemia, botando la pintura y liberando ese polvillo blanco que se adhería a los muebles, al cabello y a mi estado de ánimo.
—¿De qué color eran tus ojos? —le preguntaba a mi hijo nonato mientras dibujaba sobre la pared desconchada cientos de miradas tristes de diferentes colores, sin atinar nunca al tono correcto.
De nuevo un reflejo golpeó mi cara, haciendo que todos nuestros ojos se cerraran.
Me asomé a la ventana y localicé al culpable: era el “gemelo”.
III
A veces nada te detiene cuando vas descendiendo,
y en el fondo no se encuentra la salida,
en el fondo solo existen los comienzos*.
Olvidé todas las recomendaciones sanitarias que había memorizado y descendí los nueve pisos con el corazón en la boca, sintiendo su sabor ferroso resbalar por la garganta. Al llegar a la planta baja descubrí que algo había cambiado: el color de las paredes y la alfombra, las lámparas, las macetas, el olor… El portón de salida había desaparecido. Caminé hasta el hueco del elevador fantasma para encontrar dos hojas metálicas que reflejaban mi silueta distorsionada y un tablero de botones numerados. Al oprimir el 9, las hojas se deslizaron con suavidad.
La puerta del 912 estaba entreabierta.
IV
A veces necesito llegar hasta el infierno,
para volver a valorar esto que tú me das*.
—Todo es culpa de nuestra madre —dijo mi gemelo apenas entré al departamento. Estaba frente a la ventana, sentado en mi sillón que aquí era violeta con botones grises; en sus manos descansaba un frasco de conservas.
Se levantó con movimientos cansados y retiró la aguja del disco que estaba sonando. Escuché que algo se rompía a la altura de mi pecho.
—Por un tiempo fue interesante… —continuó, abriendo el frasco. El reflejo del sol en su tapa metálica me hizo parpadear.
Me sentía como un espantapájaros a punto de ser atacado por una parvada furiosa de cuervos. De las paredes colgaban fotos enmarcadas de mi gemelo con gente famosa e importante; también, de su familia vacacionando. Sobre la mesa, floreros suntuosos que acogían diversas especies de cardosantos. Por la ventana, el espectacular colocado en lo más alto del edificio ahora ordenaba “¡Transformémonos, vota Légamo!”.
—…pero se ha vuelto intolerable —concluyó, llevándose el saco gestacional a la boca.
Mi cuerpo se sintió extremadamente ligero y de mis poros emergieron filamentos de luz violeta que poco a poco fueron ganando intensidad. Antes de cerrar los ojos vi a mi gemelo colocar el frasco vacío en una alacena repleta de otros frascos de conservas.
*”Cuervos” / La Barranca