La colina del viento
Puedo contar, con los dedos de una mano, los lugares donde he vivido: la casa de mis padres hasta mis veinticuatro años, un departamento y una casa en Iowa City, un cuarto en la Residencia de Estudiantes de Madrid y este departamento, desde donde escribo ahora mismo, al que me mudé apenas dos semanas antes de que comenzara la cuarentena. De todos esos espacios, la Residencia de Estudiantes es el único que se siente más grande que mis recuerdos, que no puedo reducir a mi experiencia. Los dos años que viví en aquella habitación pequeña, coexistí con los sucesos, personas y tiempos que me precedieron.
Han nombrado de muchas formas a la colina donde se encuentra la Residencia de Estudiantes. A principios del siglo XX, esa parte de los Altos del Hipódromo era campo, y se le llamaba la Colina del Viento1. Por allí solo pasaba una acequia del Canal Isabel II, que proveía de agua a la ciudad y el único edificio era el Museo de Historia Natural.
Más tarde, en 1915, Juan Ramón Jiménez la bautizó la “Colina de los Chopos”2, haciendo alusión a los tres mil árboles de este tipo que había en el jardín. Hoy en día, aún se avista la cúpula del Museo de Historia Natural por las ventanas de la Residencia y queda un pequeño jardín por el que corre un canalillo que conmemora la antigua acequia, pero ya no hay ningún chopo.
Entre la primera (1910 – 1936) y segunda época (1986-presente) de la Residencia de Estudiantes están la Guerra Civil y la dictadura franquista. Los árboles no son lo único que cambió desde entonces. Para la mayoría de los españoles es una institución que forma parte de los libros de historia, de la llamada Edad de Plata de las letras y las ciencias españolas, y no un centro cultural en funcionamiento.
Me topé con ese problema desde el instante en que pedí mi visa, y la persona que me atendió en la embajada me dijo que mi solicitud estaba mal llenada porque no podía estudiar en “una residencia de estudiantes”. Tuve que explicarle que no era una residencia, sino La Residencia de Estudiantes. A la fecha sospecho que algo en esa confusión fue parte de las razones por las que me negaron el trámite aquella vez.
Cuando por fin llegué a Madrid, encontré que mi hogar podía entenderse mejor como un hotel. Es la manera más fácil de explicar cómo fue vivir en ese sitio. Mis compañeros y yo éramos las únicas personas que pasaban allí el año entero, hecho que era más obvio durante las vacaciones de diciembre y de agosto, cuando no había huéspedes y las instalaciones se sentían vacías. Cada uno de los becarios tenía una habitación, pero las áreas comunes del hotel se convertían en parte de nuestra casa; era inevitable que con el tiempo desarrolláramos una relación cercana con la gente del restaurante, de la recepción y de limpieza que nos cuidaban y conocían muchos pormenores de nuestro día a día.
Vivir en ese lugar era un balance entre lo privado y lo público, entre las comodidades de un huésped y las responsabilidades de un becario. En estas últimas estaba ayudar con las visitas guiadas.
Una de las más especiales fue una guía teatralizada, donde mis compañeros y yo actuábamos como los personajes que vivieron en la Residencia durante la década de los veinte: Federico García Lorca, Salvador Dalí, Concha Méndez, María de Maeztu, Alberto Jiménez Fraud entre muchos otros. Fue así que por fin me aprendí la historia y fue esa visita la que repetí más de una vez para mis amigos. Si estuviéramos allí ahora mismo, los guiaría desde la reja verde del número 21 de la calle Pinar, entre los matorrales de lavanda, hasta el primero de los edificios. Les diría que ese era uno de los dos Pabellones Gemelos, les señalaría una de las ventanas en el cuarto piso, la mía, y les contaría que originalmente los edificios solo tenían tres pisos, que el último de ellos se construyó durante la rehabilitación en la década de los ochenta, por eso las ventanas del tercer nivel eran redondas, en contraste con las cuadradas de los otros pisos.
También les contaría que la Residencia se mudó a la colina del viento en 1915, pero que los primeros cinco años de su historia ocupó el número 14 de la calle Fortuny, al otro lado del Castellana, que después se convirtió en la Residencia de Señoritas. Les haría notar que los edificios de ladrillo rojizo son estilo neomudéjar y que fueron diseñados por el arquitecto Antonio Flórez Urdapilleta. Tal vez les diría que los detalles verdes en las ventanas y las tejas son algunas de mis cosas favoritas.
Luego los llevaría a recorrer el jardín, hablaría sobre los muchos nombres que tuvo esa zona, les señalaría la cúpula del Museo de Historia Natural entre los árboles, mientras paseamos por la acequia y les contaría de los chopos desaparecidos. Les diría que la Residencia fue ideada por Francisco Giner de los Ríos como parte del proyecto pedagógico de la Institución Libre de Enseñanza para renovar el país basándose en la filosofía krausista. Giner de los Ríos le encargó a Alberto Jiménez Fraud que fuera a visitar los colleges ingleses y aprendiera el modelo para implementarlo en España.
Fraud, que fue el director de la Residencia desde su apertura en 1910 hasta su cierre cuando estalló la Guerra Civil (en 1936), volvió de Inglaterra con ideas claras para hacer de la Residencia un lugar donde los jóvenes de todo el país que llegaran a estudiar a Madrid, pudieran convivir con los intelectuales más importantes de la época, donde se fomentarían actividades diversas como el deporte, las artes, las humanidades y las ciencias para formar jóvenes integrales.
Desde el principio, el proyecto atrajo a muchas personas importantes y se convirtió en hervidero de creatividad. Entre los tutores se encontraban Miguel de Unamuno, Alfonso Reyes, Manuel de Falla, José Ortega y Gasset, Pedro Salinas, Blas Cabrera, Eugenio d’Ors, Rafael Alberti y Juan Ramón Jiménez. Este último vivió muchos años en la Residencia, contaría en mi visita guiada al cruzar por el jardín entre los dos pabellones gemelos para explicar que él fue quien plantó las cuatro adelfas y lo nombró “el jardín de las adelfas”, o “el jardín de los poetas”.
En este punto, haría una pausa para dejar que se asomaran por la ventana de la Habitación Histórica, una recreación de cómo eran los cuartos de los residentes. Esto daría pie para hablar de los más ilustres, de que Federico García Lorca, Luis Buñuel y Salvador Dalí vivieron en esa casa entre 1920 y 1927 y se hicieron amigos, que estaban llenos de ocurrencias y se influenciaron mutuamente. También mencionaría a Pepín Bello, compañero de todos ellos, tal vez el pegamento del grupo, que los sobrevivió a cada uno y que se convirtió en su cronista. Frente a la habitación podría contar la anécdota de cuando Dalí y Lorca se encerraron varios días en su habitación y pidieron que se les trajera comida diciendo que eran náufragos y no podían salir. Les hablaría de las tertulias, de la hora del té, de que se cuenta que, en ese mismo jardín, Lorca le leyó las primeras líneas de Poeta en Nueva York (1940) a Alberti.
De allí los guiaría hacia el Edificio Central, que antes se llamaba “La Casa”, donde está ahora la recepción, el comedor y el salón de actos. Nos detendríamos frente al banco del Duque de Alba, y desde allí les señalaría el último de los edificios que forman la Residencia: el Trasatlántico, llamado así porque los primeros residentes decían que cuando sacaban a orear sus sábanas al balcón, el edificio parecía un navío. Hoy se alojan allí las oficinas administrativas, pero en ese lugar estaban los laboratorios científicos donde trabajaron Severo Ochoa y Santiago Ramón y Cajal. Eso me ayudaría para contar que Albert Einstein visitó la Residencia en más de una ocasión. Y no fue el único, muchos intelectuales dieron charlas en el salón de actos: Paul Valéry, Marie Curie, Igor Stravinsky, John M. Keynes, Alexander Calder, Walter Gropius, Henri Bergson y Le Corbusier.
Si no fuera hora de la comida o la cena y no pudiera enseñarles el comedor, concluiría el paseo en el salón de actos. Allí les contaría del final, de que con el estallido de la Guerra Civil, la Residencia se ofreció para usarse como hospital de carabineros y una vez que inició la dictadura de Franco, la mayoría de las personalidades que habían tenido contacto con la institución se exiliaron y las instalaciones de la colina del viento se volvieron parte del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Hablaría, por último, sobre el piano del salón del acto, que sobrevivió en el sótano. El piano en el que Manuel de Falla le enseñó a tocar a Federico García Lorca. En realidad es el único objeto de la Residencia que sobrevive desde esa época.
Allí acabaría el tour, ya no ahondaría en el presente, de la segunda época de la Residencia de Estudiantes que comenzó en 1986, cuando implementaron el proyecto de restauración de los edificios y se quiso recuperar el espíritu y las actividades. La institución dejó de ser una residencia para convertirse en un centro cultural y en un hotel en donde se albergan científicos, artistas y humanistas importantes que visitan España.
Entre las personas que han pasado por allí en esta segunda época se encuentran Mario Vargas Llosa, Pierre Boulez, Martinus Veltman, Ramón Margalef, Jacques Derrida, Blanca Varela, o Massimo Cacciari.
No les hablaría tampoco del sello editorial, de todos los libros que edita la Residencia, de su biblioteca que cuenta con la obra de varios antiguos residentes ni de las becas gracias a las cuales viví allí. El Ayuntamiento de Madrid las convocó por primera vez en 1988 y desde entonces hasta la fecha, los becarios han vivido en los últimos pisos de los pabellones gemelos.
Debido a la naturaleza múltiple de la Residencia de Estudiantes, la institución cerró sus puertas en abril a causa de la pandemia. Las becas también se suspendieron, pero recientemente se anunció una nueva convocatoria para iniciar en noviembre. La beca para estudiantes de doctorado y artistas menores de 30 incluye el alojamiento y tres comidas al día en el restaurante, además de la oportunidad de vivir un año en un centro cultural lleno de actividades y convivir con el resto de los becarios. Las becas para ciudadanos españoles y latinoamericanos están abiertas hasta el 30 de septiembre3.
En mi experiencia los dos años que tuve la suerte de vivir en la Residencia de Estudiantes fueron de intensa creación e intercambio. No necesariamente por el número de páginas que escribí, sino por las conversaciones que tuve, los eventos a los que asistí y las muchas formas en las que habité ese espacio.
Tuve la oportunidad de relacionarme con cientos de personas: amigos cercanos, trabajadores del restaurante, camareras de piso, recepcionistas, algunas figuras importantes del panorama intelectual español (tan masculino como muchos otros), algunos artistas que nos prestaron su arte, sus pinturas, sus danzas, su voz. Es curioso pensar que en este departamento, en el que llevo encerrada los últimos seis meses, apenas he compartido momentos con más de diez personas.
- José Moreno Villa, “La Residencia”, Revista Residencia, año 1, num. 1, enero-abril 1926, pp. 24
- Isabel Pérez-Villanueva Tovar, La Residencia de Estudiantes, 1910-1936: grupo universitario y residencia de señoritas, Madrid, CSIC, 2011, pp. 199
- Información de las becas: http://www.residencia.csic.es/bec/ayuntamiento/index.htm