En nombre de las otras excluidas: día internacional de la bisexualidad y la agenda feminista
Seguramente en medio de la pandemia —cercana a los imaginarios posapocalípticos—, para las más jóvenes puede resultar esperanzador imaginar lo que sucedía en 1999. Era el fin del milenio, en el mundo las últimas notas del grunge se mezclaban con ese género denominado new metal, el pop a lo Britney Spears y las Boy band. En México, el ska combinaba las variadas formas de represión hacia los grupos indígenas con el anuncio de la época panista y la huelga de la UNAM; hechos que desde la memoria aún generan cuestionamientos sobre la política interna, los sucesos globales, la violencia de género y la identidad sexual en el presente.
En aquel entonces, la palabra gay y lesbiana ya se encontraban asimiladas por las industrias culturales, sobre todo en el escenario de la aldea global; la representación del lesbianismo en series como Friends (1994 – 2004) y películas como Cruel Intentions (Roger Kumble, 1999), comenzaban a exponer relaciones distintas a la perspectiva binaria, es decir, vínculos entre hombres y mujeres; aunque sin ninguna crítica favorable y desde la perspectiva del deseo masculino, cuyo reflejo se ha visto expandido con la industria pornográfica hecha por y para hombres.
En ese sentido, vale la pena considerar el impacto que el capitalismo, mediante las industrias culturales, ha fomentado dentro de la creación de consumos y estéticas que han generado efectos adversos, como violencia, tipificación de los cuerpos, así como la creación de imaginarios que detentan contra las verdaderas prácticas, en este caso, de las mujeres bisexuales.
Estos ejemplos eran solo la orilla de lo que se buscaba cambiar desde el feminismo, hacía más de treinta años: una transformación en los sistemas de poder, en las instituciones y en general en los mecanismos opresivos hacia las mujeres. Estos propósitos también se gestaron entre las relaciones que la agenda hasta entonces LGTB demandaba, exigencias como el respeto, la generación de leyes que salvaguardaran la vida de las personas cuya identidad y preferencia sexual se ha visto violentada por el sistema heteropatriarcal y el pensamiento binario. Así el 23 de septiembre de 1999 se desdoblaba una agenda que luego de dos décadas sigue en profunda emergencia: la visibilización y el respeto hacia la bisexualidad.
Tres activistas de Estados Unidos hicieron posible que se integrara dentro del mundo el reconocimiento de esta identidad; así que Wendy Curri, Gigi Raven y Randy Page, crearon la fecha conmemorativa para terminar con la indiferencia y el mayor malestar de las personas bisexuales, es decir, la invisibilidad. Randy Page había creado la bandera un año antes, donde los colores azul, magenta y lavanda se asocian con la aceptación erótico/afectiva hacia cualquiera de los géneros. Ciertamente en Estados Unidos se dio mayor relevancia al tema. Ya en 1990 se había creado la primera organización en este país, así como publicaciones y un conjunto de conocimiento sobre la salida del clóset como bisexuales. Sin embargo, más allá de celebrar juntxs este día, resulta necesario analizar lo que ocurre desde el feminismo.
Unicornios
Es mejor que hablemos en sí de historias y relaciones que tejen, de maneras diversas, prácticas y afectividades dentro de un movimiento constante. Por ello no resulta extraño que nuestra identidad sea amenazadora, si pensamos que buena parte del raciocinio occidental es binario, y dentro de este, también se encuentra un sector del pensamiento feminista blanco.
En términos contemporáneos pensar que alguien es bisexual no debería generar molestia, sin embargo los agravios todavía son constantes. En principio, se tendría que contar el amplio y complejo entramado de historias que hilan el tejido de la bisexualidad mexicana y latinoamericana. Nuestra historia responde a diversas realidades que, a pesar del recorrido de los años, atienden a la emergencia de visibilizarnos como una colectividad deseante, que exige se libere de los prejuicios impuestos no solo por la mirada heterosexual conservadora, sino por diversos grupos integrantes del ejército colectivo LGBTTTI. Hablemos claro, no somos un mito ni estamos confundidas, tampoco quiere decir que nuestras prácticas sexuales y relaciones amorosas sean necesariamente poliamorosas, o incluso que demuestren signos de inmadurez afectiva; en realidad al igual que el resto de las identidades, nuestras preferencias responden solamente al deseo y gusto por la compañía de personas de ambos sexos y/o más géneros. Es decir, obedecen al disfrute de nuestra cuerpa.
Sin embargo, más allá del universo que propone la comunidad LGBTTTI, no existe el reconocimiento de nuestra identidad. Como cualquier otra salida del clóset, depende del contexto familiar, de la creación de redes de apoyo, del acercamiento a instituciones y colectivas, en sí a encontrar nuestro propio lugar en el mundo, pero en la mayoría de los casos existe rechazo o desconcierto; el primero porque salimos del canon de las relaciones entre hombre y mujer. Debo de admitir que si bien dentro del Estado ha existido mayor visibilidad para todxs los integrantes de la comunidad y para el resto de las identidades, aún no es suficiente. En el caso del desconcierto, tiene que ver con el hecho de que se espera que tengamos una orientación definida de acuerdo a las clasificaciones: que sea una preferencia hacia nuestro mismo género o a uno distinto, lo mismo aplica para las mujeres y hombres cis o las sexualidades trans.
Lo anterior demuestra la necesidad de identificarnos desde marcos estrechos, donde existe una ausencia de representaciones bisexuales, de personas, prácticas y discursos con los cuales reconocernos. El problema, además de personal, es de representación política. Partimos de una doble invisibilidad que al notarse enfrenta una heteronormatividad. Es muy común que dentro del slange se nos denomine incluso como unicornios, personas cuya preferencia es un fetiche para la mirada masculina, y una amenaza para las relaciones.
Entre la cacería de brujas y dormir con el enemigo: la bifobia y la cultura de cancelación sobre las otras cuerpas
Más allá del ataque hacia las prácticas y relaciones desarrolladas por mujeres bisexuales hacia cualquiera de los sexos y/o corporalidades, existe un inmenso conflicto político al interior de los feminismos, en los grupos lésbicos cerrados y en el grueso de la sociedad; este problema tiende a la creación de agresiones y violencias simbólicas y físicas.
Como bien lo admite la activista argentina María Luisa Peralta en el prólogo del libro Bisexualidades feministas, contra relatos desde una disidencia situada (2019), la bifobia (aversión a la bisexualidad) y las agresiones “comprometen a la supervivencia personal y desactiva las posibilidades colectivas de resistencia y transformación de un orden sociosexual, opresivo, explotador y aniquilador”, prácticamente es un regreso al control corporal, y se convierte en una cacería de brujas que puede volverse más dolorosa al sentir esa cancelación desde el feminismo y las agentes que rompen su pacto de sororidad, respeto, compromiso político y ética del movimiento; pero más allá del impacto que causa cancelar a alguien, el aspecto político tiene un peso decisivo en la práctica de la invisibilización, es decir, en cómo se estructura una sexualidad represora, capaz de construir un programa inquisidor.
El deseo provoca a las actividades coercitivas, como la aparentemente joven cultura de la cancelación. En pleno siglo XXI, el regreso hacia el siglo XII no suena descabellado si pensamos a la bisexualidad como una práctica herética, donde la constante acusación por la falta de pureza, así como por ser mujeres con una identidad que no se encuadra dentro de aquellas socialmente aceptadas, se encamina hacia aquella mirada inquisitiva a la brujería y los asuntos que producían una obsesión mórbida por parte de la iglesia católica y el Estado monárquico, como bien lo retrata Silvia Federici en Calibán y la bruja (1998):
Con el Tercer Sínodo Laterano de 1179, la Iglesia intensificó sus ataques contra la sodomía dirigiéndolos simultáneamente contra los homosexuales y el sexo no procreativo (Bowswll, 1981:277). Por primera vez, condenó la homosexualidad, “la incontinencia que va en contra de la naturaleza” (Spencer, 1995a: 114). Con la adopción de esta legislación represiva, la sexualidad fue completamente politizada. Todavía no encontramos, sin embargo, la obsesión mórbida con que la Iglesia Católica abordaría después las cuestiones sexuales. Pero ya en el siglo XII podemos ver a la Iglesia no sólo espiando los dormitorios de su rebaño sino haciendo de la sexualidad una cuestión de Estado. Las preferencias sexuales no ortodoxas de los herejes también deben ser vistas, por lo tanto, como una postura anti autoritaria, un intento de arrancar sus cuerpos de las garras del clero.
Por desgracia la coerción no solo proviene de los grupos conservadores heteropatriarcales, sino de algunas corrientes feministas, que sin duda tienen una visión crítica hacia la opresión de las mujeres, pero han provocado ataques sistemáticos hacia las personas bisexuales.
En el caso del feminismo radical, sostiene entre su discurso acciones políticas e incluso visibilidad en la cultura popular. Esta sección propone una línea de puritanismo de cara a las preferencias y prácticas sexuales de todas las mujeres, dividiendo entre dos grupos a la colectiva: el primero contempla aquellas que se encuentran dentro su marco de visibilidad, cuyas características se encuentran determinadas por clase, fenotipo, preferencia sexual, identidad de género y educación. La otra parte es conformada por quienes tenemos otra idea sobre la identidad, el empoderamiento de nuestras cuerpas, nuestros deseos y elecciones, incluso sobre el deseo de ser madres y/o formar una familia con varones.
En el caso de establecer una relación o una base familiar con hombres cis o transgénero, a las mujeres bisexuales se nos presiona para que desistamos, se nos descalifica y se nos culpa de que exista mayor riesgo de transmisión de ETS por tener contacto sexual con hombres y mujeres; debido a esto, se nos denomina igualmente como promiscuas o se nos infantiliza, diciendo que hemos cedido a la presión de sostener prácticas y relaciones heteronormadas. Estos escenarios mantienen aspectos no solo de una política sobre los cuerpos, sino igualmente una medicalización, cancelación.
La actual bifobia se extiende hacia cada nueva chica que abre sus redes sociales y se encuentra con el despliegue de discursos y campañas que cuestionan nuestra identidad, el compromiso político y ético con el feminismo e incluso, como en el caso de las mujeres transgénero, la absoluta violencia hacia sus cuerpos, por el hecho de contar con un elemento anatómico que -para las llamadas radfem– mediáticamente la incorporan en la cultura de la violación.
En un contexto tan apremiante, como lo hemos visto, el capitalismo asimila de manera colorida —incluso animada— todas la identidades; por esa razón es indispensable la discusión y el análisis con una base crítica y ética, ya que la bifobia y la cancelación de nuestras cuerpas supone un programa de vigilancia y castigo, mismo que reproduce la historia de las instituciones totales —la Iglesia, el Estado, la Familia— y ahora mismo la mediatización de la política y el peso de las industrias culturales.
Por ello este 23 de septiembre es tiempo para alzar nuestra bandera y portar nuestros colores con orgullo, supone —como el 23 de junio— exigir nuestros derechos, entre ellos la visibilidad, el respeto y el cumplimiento de auspiciar una vida libre de violencia. Definitivamente ese trabajo necesita sumar voces y diálogo fuera de la comunidad LGBTTTI, o hacia el ejecutivo y el grueso del Estado, a los discursos que no hacen sino rasgar la bandera de la sororidad.