La batalla de las mamás
Hace ya muchos años, en una tierra lejana, el reino del Norte y el reino del Sur se vieron envueltos en una cruenta guerra por el control de un territorio cuyo valor estratégico no se discutirá en este cuento, porque al final resultó ser un paraje pantanoso del que el vencedor del conflicto no se pudo deshacer ni en remate. Esa, sin embargo, es otra historia.
Debido a las numerosas intrigas políticas, pero principalmente a la ineptitud de sus hijos, las madres de los dos reyes enemigos tuvieron que hacerse cargo de sus respetivos reinos días después de que estos se declaran la guerra. Luego de semanas de infructuosas negociaciones entre ambas partes; de idas y venidas de amenazas, insultos y emisarios cargando con bandejas de oro, brownies y galletas, los consejos de guerra de ambas naciones decidieron que el conflicto armado era inevitable, y las mamás reales decidieron que si ese era el caso, ellas mismas dirigirían los ejércitos de sus retoños.
Una mañana de junio, aprovechando que el día estaba muy bonito como para quedarse en casa, los ejércitos del Norte y del Sur finalmente se presentaron en el campo de batalla. El sitio escogido era un extenso llano verde ubicado en la frontera entre ambos reinos, desde donde los dos ejércitos podían regresar rápidamente a sus campamentos en caso de que anocheciera. Aquella decisión estratégica había sido tomada por ambas reinas madres, que a pesar de ser enemigas estaban de acuerdo en que cuando oscurecía era muy peligroso andar por esos lugares. Sus amigas, que tenían hijos reyes de la misma edad y que también estaban en guerra, se los habían advertido.
—¡Capitán! —le dijo la reina madre del Sur a un lugarteniente mientras sus tropas terminaban de formarse sobre el terraplén—. ¡Dígale por favor a sus hombres que cuando corran apunten sus lanzas hacia el suelo o se van a sacar un ojo!, ¡no queremos que ocurra una desgracia, por Dios!
—¡A la orden! —respondió el contrariado militar.
—¿A la orden, qué?
—A la orden, mamá.
Al mismo tiempo, a doscientos metros de distancia frente a ellos, los arqueros del ejército del Norte terminaban de limpiar las puntas de sus flechas con alcohol desinfectante, porque la reina madre no había querido ni imaginarse cuántas manos sucias habían tocado esas puntas, y aunque la intención de atravesar las carnes del enemigo con ellas le parecía un tanto excesiva, lo mínimo que pedía era que las flechas estuvieran limpias porque luego eso se podía infectar y para qué les contaba.
—Y dígale al duque de Pinchester que se acerque a que le cosa ese dobladillo —agregó la madre del rey del Norte después de preguntar si los tres mil soldados a su cargo estaban comiendo suficiente fruta—. Entiendo que peleará a caballo pero si lo desmontan no quiero que ande arrastrando los pantalones del uniforme.
Cerca del medio día, dos inmaculados y muy bien desayunados ejércitos se miraban expectantes, aguardando la señal para lanzarse a la carga.
—Estamos listos, madre —le dijo el general del Sur a la reina, que en vano intentaba descifrar el rollo de papel que un emisario acababa de entregarle.
—Léame esto que se me olvidaron los lentes —respondió entregándole el papiro al general.
—Es de su hijo, el rey. Pregunta que qué se toma para la peste negra.
—Dígale que se meta en este momento a la cama y que mañana llego yo a tomarle la temperatura.
En ese momento, varios nubarrones negros comenzaron a flotar sobre el campo de batalla, desatando un poderoso viento, retumbando sobre las tropas de ambos bandos, y amenazando con desatar sobre los combatientes un «auténtico aguacero».
—Sus hombres trajeron suéter, ¿verdad general? —preguntó en ese momento la reina madre del Sur.
El general miró hacia el cielo y negó con la cabeza.
—No pensamos que fuera a llover, majestad.
—¡Les dije que trajeran suéter! —replicó con molestia—. ¿Qué tan difícil es agarrar un suéter antes de salir casa?, ¿se da cuenta que esto nos puede costar la batalla?
—Con todo respeto, madre —replicó el general haciendo heroico acopio de paciencia—, esta batalla la decidirá nuestra invencible caballería pesada, que sin faltar a la modestia es la más avanzada y temida del mundo. Mis hombres están acostumbrados a pelear con valor independientemente de las condiciones climatológicas.
—Les dije que trajeran suéter, ¿sí o no?
Antes de que el general pudiera responder, y mientras comenzaban a caer las primeras gotas de lluvia, la reina observó cómo a la distancia los hombres del ejército del Norte se ponían los miles de suéteres que varias carretas de madera distribuían entre sus filas.
Ignorando las miradas iracundas de la reina, el general del Sur dio la orden para que la primera línea de ataque comenzara su avance. Los hombres del Norte, ahora enfundados en gruesos suéteres de estambre, hicieron lo propio, y cinco minutos después ambas fuerzas chocaban estrepitosamente en el centro del campo de batalla, en medio de gritos, gemidos y de una tormenta eléctrica como nunca antes ninguna de las dos mamás habían visto.
La batalla se extendió por varias horas sin que fuera posible determinar quién llevaba la ventaja, hasta que al caer la oscuridad y todavía con la tormenta precipitándose furiosa sobre los guerreros y los cientos de cadáveres desmembrados, ambas reinas dieron la orden de retirarse porque consideraban que era peligroso seguir ahí a esas horas.
—¡Mañana tendrán todo el tiempo del mundo para seguirse matando! —dijo la reina del Norte ante los reclamos y pataletas de su general—. Ahorita ya no son horas.
—¡Pero estábamos apunto de aniquilar el flanco izquierdo del enemigo, majestad!
—¡Pues lo siguen aniquilando mañana! ¡Ahora al campamento! Y dígale a sus hombres que si quieren cenar se tienen que lavar cara, manos, codos y rodillas.
Cabizbajos y refunfuñando, ambos ejércitos despejaron el campo de batalla y se instalaron en sus respectivos campamentos, en donde los hombres del ejército del Sur recibieron una reprimenda general por no haber llevado nada para cubrirse de la lluvia.
A la mañana siguiente la batalla no pudo continuar. El ejército del Sur, tal como se los había advertido la reina hasta el cansancio, y aunque para variar no le hubieran hecho caso, como en todo, amaneció asolado con una devastadora epidemia de gripa.