Escritura como procesador/Borradura como proceso
Siempre hay algo que se impone a la voluntad de escribir. En ocasiones, la escritura misma. Uno se mira frente al teclado como a la espera de una indicación que le permita seguir moviendo los dedos. El teclado obliga a cuestionar cada decisión que el escritor toma. No sólo las palabras, dispuestas con la tranquilidad de notas musicales que discurren al trotar de una improvisación, sino todo el entorno donde ocurre la escritura, ese camino de sensaciones, sonidos y tropiezos, esa mediación de la luz, esas frases escritas y borradas con persistencia.
Mientras escribo esto he presionado la tecla borrar más veces que cualquier otra. Escribo: una línea, un párrafo, palabra, espacio, palabra, espacio; luego borro, frenéticamente borro. Las frases lucen siempre incompletas, siempre extrañas. No hablo de frases mal construidas o sintácticamente incorrectas, hablo de otras que llevan dentro de sí la propia idea de no ser frases, de tender a la tachadura y el olvido. Frases que surgen de la práctica del borrado y algunas que, desde su incompletitud, permiten entender la escritura como un proceso sin culminar, que siempre puede corregirse. Escribir es una práctica sin final.
En una lectura muy escueta podría entenderse este fenómeno como una perpetua reescritura, pero pienso que en realidad se trata de una multiplicidad de escrituras. Todas conviven, surgen y son borradas al mismo tiempo. Me pregunto si esta facilidad para el borrado es propia de los textos escritos a computadora. Recuerdo entonces que antes de tener esta frase suprimí tres o cuatro más, por lo cual creo que el texto en realidad ha surgido de todo lo que he borrado y no tanto de aquello que he logrado escribir.
Esta dimensión de la escritura sólo se aclara al teclear un texto, en el territorio donde cada línea existe según la ausencia de varias otras. El texto se piensa y realiza a partir de esas líneas que dejaron de existir y no volverán a presentarse tal como fueron escritas. A veces uno las recuerda como las frases que debían ser más vivas, certeras y bellas, aunque intentar recuperarlas constituya, en toda instancia, un ejercicio inútil.
No obstante, también suelo encontrar líneas con la más perfecta cadencia. Líneas que responden con soltura, como si los dedos pudieran moverse y danzar libremente sobre el teclado. Entonces, es el texto el que lleva la batuta y marca su propio ritmo, su propia melodía. En algún punto se saldrá de las manos, adquirirá una consciencia propia dictada por las facultades de un algoritmo. Si hemos de llegar a recuperarlo, sólo habrá un método útil: borrarlo. Así, la única forma de recuperar un recuerdo es contarlo, pero, al mismo tiempo, editarlo en el dictado de la memoria, sustrayendo de él lo que realmente queremos decir, confundiendo momentos, horarios y escenas.
Un proceso es una marcha sobre el error. De existir una forma correcta para escribir en teclado, estoy seguro que implicaría equivocarse, borrar y recomponer lo borrado, tropezar y confundir, sin quererlo, la «d» con la «f». El procesador no es escritura automática, no es escritura dada, sentada o de un flujo constante. De hecho, presenta tantas trabas, tropiezos y dudas como la escritura a mano. Lo raro sería no equivocarse, no querer borrar, evitar deshacerse de palabras estorbosas, frases torpes y párrafos carentes de idea, incluso habría que borrar todo lo que nos parezca correcto, desconfiar de lo escrito. No recuerdo dónde leí que «cuando el hombre que escribe tiene miedo de una palabra es que ha comenzado a escribir», pero estoy totalmente de acuerdo, aunque temo que ponerlo aquí implique el rompimiento de dicho acuerdo.
A diferencia de los procesos de la escritura manual, donde la borradura siempre deja marca, en la escritura a tecla las marcas son inexistentes. Quizá las generaciones siguientes no conozcan siquiera lo que es una mancha de borrador o la distensión de la tinta de una pluma. Aun así, cometerán errores, borrarán y retrocederán, quizá hasta lleguen a entender lo que Charles Mingus quiso decir cuando aseguró que Ornette Coleman tocaba mal de la forma correcta. Esa forma tan propia que exige equivocarse, hallar los diminutos trazos del error. Pero el error que surge desde el espíritu, no desde el aprendizaje, no de los equívocos de la técnica sino de los tropiezos del entendimiento. El error que me lleva a pensar que ahora mismo ya no hay textos, sólo borradores. Escritos de lo borrado, escritos y no escritos, procesos de borradura en un procesador de textos.