Tierra Adentro
Ilustración de Raúl Urias

Karla Olvera recuerda que en 2008, mientras viajaba en metrobús por la avenida Insurgentes, su trayecto al Colegio de México se vio alterado por la versión en audio de Nocturno de Bujara en voz del propio Sergio Pitol.

Cuando Sergio Pitol conoció a Enrique Vila-Matas, le citó de memoria el comienzo de Lejos de Veracruz. Le dijo que le encantaba el comienzo «genialoide» del libro: «No todo el mundo sabe que a Veracruz y a sus playas lejanas no pienso en la vida nunca volver». Enrique me lo contó como quien transmite una contraseña, poco antes de mi primer viaje a Veracruz en la primavera de 2009, donde conocería a Sergio. He pensado mucho en esa palabra: genialoide, que define al calce la amistad entre ambos escritores, así como sus respectivos estilos literarios.

Cuando por fin conocí a Sergio, apenas pronuncié la contraseña, vio en mí a una mensajera y me sonrió. Le pregunté si quería enviar algún mensaje y dijo «Díselo todo», haciendo un ademán que abarcaba al mundo. Después nos sentamos en el auditorio a escuchar el homenaje en su honor. El día siguiente sería mi turno para leer un texto o, más bien, una fantasía sobre el Nocturno de Bujara.

Me quedaba claro que no se leía igual el Nocturno de Bujara en 2009 que como se leyó en 1981, su año de publicación. En julio de 2009 ese texto festejaba su cumpleaños veintiocho, pero al momento de mi texto todavía tenía veintisiete y por lo tanto, éramos de la misma edad. Esa coincidencia a la manera del más puro azar objetivo y la fascinación que había ejercido en mí uno de los míticos cuentos moscovitas, me condujeron a una investigación empírica un tanto extravagante, que ahora llamo fantasía. Creo que, en gran medida, todo sucedió cuando conseguí la edición en tapa dura del Nocturno de Bujara con prólogo de Enrique Vila-Matas e ilustración de Kazimir Malévich, que contiene un CD con la voz de Pitol leyendo su texto. Una cosa alucinante, perturbadora, locuaz y para decirlo todo de una vez: genialoide. Después de escucharlo uno queda como convencido de que ha ido a Samarcanda y a Bujara; o bien, que ellas han venido a uno tal y como me sucedió el 7 de septiembre de 2008.

DIRECCIÓN BUJARA

Hoy, como todas las mañanas, la alarma sonó a las siete. La apagué. Con cierta desidia abandoné la cama y me puse en las manos de la regadera como un coche en el autolavado. Me alisté y, en mi recorrido a la puerta, hice una escala en el refrigerador. Tomé un yogur, una manzana y un durazno. Eran las ocho en punto. Bajé los cuatro pisos del inmueble donde vivo y recorrí la calle de Progreso rumbo a la estación del metrobús Nuevo León.

A buen paso, incluido el tiempo de espera para cruzar Insurgentes, hice ocho minutos desde que cerré la puerta hasta que me subí al vagón.

Pasé mi tarjeta frente al sensor: todavía me quedaban cincuenta y seis pesos —equivalentes a unos once viajes—. Me coloqué los audífonos. Iba a escuchar por primera vez la versión sonora del Nocturno de Bujara en la voz de Pitol. Sospechaba que si el mismo Pitol nombraba cada una de las palabras del relato, seguramente cosas maravillosas pasarían, que todos los secretos del Nocturno de Bujara se esclarecerían en voz de su creador. Lle-gó el metrobús. Tan pronto como sonaron las primeras palabras de Pitol, la avenida Insurgentes comenzó a poblarse de altos eucaliptos y frondosos castaños. Los miraba surgir del pavimento completamente anonadada y los demás pasajeros parecían no inmutarse. Como si eso fuera poco, de pronto unas miniaturas negras con consistencia de pelusas comenzaron a llenar todo el vagón en el que iba. Llegamos a una estación que debería llamarse «La Piedad», pero que extrañamente había cambiado su nombre a «Samarcanda». Nunca antes había oído hablar de Samarcanda, pero me gustaba el sonido de sus sílabas, que me hacía pensar en un sutil zapateado de flamenco. Pitol dijo «A la hora de la caída de los cuervos», y entonces las pelusas negras se redefinieron, como si la voz del escritor fuera un cincel: los pedacitos de pelusas sobrantes flotaron dispersamente en el va-gón y los minicuervos se unieron en una elegantísima parvada. Habíamos abandonado la estación de Samarcanda o La Piedad, cuando una mujer de piel bronceada, ojos aceitunados y labios notoriamente carnosos comenzó a vociferar un sinfín de quejas en portugués, mientras que un güero hacía una danza muy extraña, como imitando a una gallina. Luego comenzó a graznar; eso le salía mejor que la danza de la gallina. Lo peor fue cuando comenzó a saltar, tratando de emprender el vuelo. Un joven que iba al lado mío comenzó a hablarme, de modo que me quité un audífono para seguir escuchando a Pitol y poder enterarme de lo que me quería decir el pasajero. Me comentó que estudiaba portugués y que la turista loca que pegaba de gritos estaba «declamando» un fado que trataba de una mujer que se avienta desde un octavo piso. Llegamos a la estación Polifórum. La loca portuguesa intentó aventarse del metrobús (la tonta no sabía que ahí no podía suicidarse, pues no era el metro) de modo que sólo se propinó unos buenos moretones y fue aprehendida por los policías acusada de perturbar el orden público. Los pasajeros pensaban que el güero intentaba bailar reggaetón pero en realidad quería imitar a los cuervos miniaturas, aparentemente invisibles a sus ojos. Los cuervos miniaturas eran atacados por una especie de cigüeña del desierto que entró por una ventana.

Me molestaba la indiferencia de la gente ante el sufrimiento de los cuervitos y la ferocidad del ave asesina. Los cuervos continuaban cayendo a tal grado que dejaron una gran alfombra negra en el piso del vagón. Sus gritos eran insoportables. Pienso que la gente prefería hacerse de la vista, pero, sobre todo, de los oídos gordos. Llegamos a la estación Polifórum y ahí subió una marejada inusual de personas, de tal modo que todos nos recorrimos. Fui a dar casi al lado del chofer —quien tenía una plaquita rectangular que decía «Luis Manuel»—. Cuando pensé en la posibilidad de hacerle la plática, me di cuenta de que justo debajo de donde se leía la marca del vagón, había un aviso que decía «No hable con el chofer». Supe de antemano que cuando me dirigiera a él no encontraría respuesta, y que cuando dijera «Juan Manuel» diría en realidad: «mundo entero», «vagón de metrobús», «pasajeros», «tú», «ustedes», «todos». Algo que me llamó la atención fue que la dirección a la que se dirigía el metrobús se llamaba Doctor Gálvez, pero también había cambiado de nombre desde que empecé a oír el relato en voz de Pitol. Ahora los vagones decían «dirección Bujara». Me quedé pensando en Bujara y en la suave armonía de su nombre. Quería desesperadamente llegar a Bujara. Imaginaba que ahí recuperaría todo el azul celeste del mundo, las telas más sedosas y las especias más increíbles. Era como si con el simple hecho de que Doctor Gálvez adoptara el nombre de Bujara, la arquitectura de la parada se reconfigurara en mi imaginación. Tenía el presentimiento de que cuando descendiera del vagón, en lugar de policías y usuarios listos para abordar, la estación estaría desierta y, con un turbante en la cabeza, me esperaría Avicena o, en su defecto, el hechicero de Bujara que mencionaba Sergio Pitol en su lectura. El hechicero tenía sin lugar a dudas mirada hipnótica, nariz preponderante y dedos largos, capaces de doblarse maléficamente a la hora de lanzar los hechizos. La posibilidad de ver a un hechicero uzbeko me seducía mucho menos que la de encontrar a Avicena. Del segundo me habría vuelto discípula y habría consagrado mi vida a una noble actividad para el espíritu y la mente. ¿Me enamoraría de mi maestro, de su larga y castaña barba o de su infinita sabiduría? Para cuando esa pregunta llegó a mi mente, el metrobús se detenía en Parque Hundido. Las maravillas de Bujara comenzaron a emerger del pasto. Primero se alzó la mezquita de Poi-Kalyan, luego la de Bala-i Jaúz, le siguieron los mausoleos de los Samánidas y Chashma-Ayb y el minarete de Kalyan e incluso los restos del antiguo bazar.

El corazón de Bujara se había apropiado del parque y nadie lo notaba o, si lo hacían, sencillamente no les sorprendía. ¿Qué le pasaba a esa gente? O mejor: ¿qué me pasaba a mí? Lo más fascinante de todo era que aún faltaban ocho estaciones para llegar a la mítica Bujara, que emergía misteriosamente por doquier. Eso me hizo suponer que una vez ahí, la ciudad estaría perfectamente vacía.

Para Teatro Insurgentes ya éramos, extrañamente, pocos: un buen hombre en silla de ruedas, el chofer Juan Manuel, una muchacha con uniforme de enfermera y yo. No sé de dónde saqué el valor, pero como éramos tan poquitos me puse a repetir lo que Sergio Pitol me decía al oído. Me sentía como si fuera una intérprete en medio de una importantísima traducción simultánea. Mi auditorio parecía valorar mi trabajo. Evidentemente, Juan Manuel me ignoraba porque su oficio lo obligaba a hacerlo. El hombre de la silla de ruedas y la enfermera incluso parecían ilusionados. Curiosamente, no les contaba sobre Bujara ni Samarcanda, sino sobre vivencias de Pitol en Varsovia. Trataban de imaginarse al personaje de Issa, una pintora italiana neurótica, amarga, rapaz, obsesionada con su amante: Roberto. El hombrecito nos decía que él prefería estar solo que mal acompañado. La enfermera, por su parte, argumentaba que la vida era demasiado corta para ser tan exigente. Que a diario veía morir a gente joven en los quirófanos y no podía evitar pensar en lo triste que era su muerte si no habían tenido la oportunidad de amar profundamente a alguien. Asentí con la cabeza después de escuchar sus intervenciones y continué «traduciendo» lo que Pitol contaba sobre Varsovia. Hablaba del café Bristol, donde se juntaba con Juan Manuel —nos quedó la duda si era el chofer u otro— y de las bonitas meseras polacas con cara redonda, tez blanca y cabellos rubios que servían en una cervecería. La enfermera concentraba su atención en el personaje de Roberto, mientras que el hombrecito lo hacía en Issa. Yo pensaba más bien en los rincones de Varsovia y en la estética poscomunista. Issa haría un viaje por Asia Central.

La enfermera se bajó en La Bombilla. Nos dijo que se llamaba Martha y que había sido un placer «conocernos». El hombrecito le dijo que se llamaba Antonio y entonces me sentí obligada a decir que me llamo Karla. Quedábamos únicamente Antonio, Juan Manuel y yo. En la historia, Pitol y el otro Juan Manuel trataban de convencer a Issa de que fuera a Samarcanda, pero después se dieron cuenta de que debieron haberle aconsejado Bujara. Por suerte también visitó esta última ciudad. La referencia obligada para detalles de Bujara era un nuevo personaje: el joven Feri. Antonio seguía interesado en lo que yo repetía después de Pitol. Juan Manuel, el chofer, aunque no hablaba, también estaba muy atento. Llegamos por fin a la estación Doctor Gálvez y, efectivamente, estaba desierta. Desafortunadamente, Avicena no me esperaba, ni siquiera el hechicero de Bujara. Bajé del metrobús y me dirigí a la conexión hacia El Caminero. Me formé detrás de dos filas de mujeres. El nuevo vagón llegó relativamente rápido, pero el letrero de la dirección decía «Samarcanda». Comencé a sentirme dentro de una mala broma. Le dije a las demás mujeres que iban a abordar que Samarcanda se parecía a una frase en húngaro que quería decir: «Vuelve a tu casa, Satanás». Les gustó tanto que armaron una especie de coro y al unísono le gritamos al vagón «¡Vuelve a tu casa, Satanás!» y nos fuimos repitiendo lo mismo hasta la siguiente estación. En conjunto, nos escuchábamos como una especie de secta. Por eso no me sorprendió, por la noche, mirar en el noticiero de las ocho el siguiente titular: «Vagón de metrobús poseído por fundamentalistas católicos del Opus Dei». La nota se apoyaba en un video corto de nuestro vagón de metrobús filmado desde la acera de Insurgentes Sur en el que se escuchaba perfectamente «Vuelve a tu casa, Satanás» al menos una docena de veces, y se veía a la gente del vagón contiguo salir corriendo despavorida. Me sentí impotente al saber que de alguna manera había propiciado semejante malentendido. ¿Valía la pena llamar a la televisora y explicarles que no éramos del Opus Dei, sino que sólo reflexionábamos sobre el origen de la palabra Samarcanda? Mi tía me llamó minutos más tarde, pues había visto el programa y sabía que yo iba al Colmex en metrobús. Me dijo que tuviera cuidado con los fanáticos religiosos… y que tomara el metro por unos días en lo que «se calmaban las aguas del metrobús». Lo cierto es que cuando miré el video en cámara lenta, efectivamente parecíamos fanáticos que habían secuestrado el vagón. Pensé entonces en el poder de la literatura porque en realidad todo eso era culpa directa de Sergio Pitol y sólo indirectamente mía.

En el trayecto de Ciudad Universitaria a Perisur se me apareció el joven Feri, que era muy joven en realidad, muy tímido e incapaz de oponer resistencia, tal como lo describía Pitol. Me dio un poco de pena preguntarle sobre aquella reunión que tuvo con una familia de nobles circasianos, pero igual me bastó observarlo para imaginar el acontecimiento. A punto de bajarme en la estación Perisur —que afortunadamente seguía siendo Perisur— le pregunté si era cierto que en Samarcanda se encontraban aún descendientes de algunas de las familias más antiguas del mundo. Feri era poco detallista, de modo que sólo me respondió que tuvo la ocasión de conocer a una familia noble que parecía la amplificación de una miniatura persa. Me decepcionó un poco que no me hablara del olor a pies sucios, aceites rancios, perfumes vulgares o sudor corporal que emanaba de la princesa, ni de las botas negras hasta la rodilla, las túnicas doradas, los pantalones de gamuza o de los gorros y cuellos de Astrakán que portaban los hombres. Lo bueno es que Pitol seguía resonando en mi oído derecho.

Feri me dio mucha flojera. No era la persona ideal para contar historias y de todas maneras había llegado mi hora de bajarme. Sentí un poco de nostalgia al abandonar el metrobús que me había provisto de un paseo maravilloso esa mañana. Busqué cuatro pesos en mi cartera y tomé un pesero al Colmex. Pagué, me senté y sólo entonces me di cuenta de que me costaba mucho trabajo entender la parte final del Nocturno de Bujara en voz de Sergio Pitol, puesto que el conductor del pesero había puesto la cumbia de moda a todo volumen. De todas maneras, en el pesero no volaban cuervos miniaturas ni pasaban cosas extrañas. No lograba explicarme por qué el metrobús era tan especial o, en todo caso, tenía tanta química con la voz y las historias de Sergio Pitol. Tardé ocho minutos en llegar al Colmex, puntual para mi clase de las nueve y media. Caminaba con cierta cautela por la explanada y luego por los pasillos de las aulas por si los cuervos miniaturas reaparecían o por si Lorenzo Meyer comenzaba a mover los brazos imitando el vuelo de las aves. Nada de eso sucedió, pero unos estudiantes de maestría pertenecientes al Centro de Estudios de Asia y África me preguntaron si estaba interesada en un par de postales de Bujara y Samarcanda que habían llevado para una exposición y no eran lo que se dice unos coleccionistas. Si yo no las quería, las iban a depositar directamente en la basura. Tomé a Bujara entre mis manos y la utilicé como separador para mi lectura en curso: el Dietario voluble. De Samarcanda dije: «Preferiría no conservarla».

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Nb. Debemos creerle al genialoide Vila-Matas cuando dice en su prólogo que «Nocturno de Bujara hay que multiplicarlo por cinco»; es decir, leerlo cinco veces seguidas, tantas como el número de los fragmentos que lo conforman, pues en cada lectura, se «multiplican sus detalles».