De perros que saben todo sobre viajes literarios
De todos los personajes que habitan la vida y obra de Sergio Pitol, ninguno ha sido tan especial como Sacho, el perro que brinca de la realidad a la ficción para convertirse en icono de la obra pitoliana. En este ensayo, Elisa Corona Aguilar rastrea la relación afectiva y literaria que hay entre la mascota-personaje y el amo-autor.
Personalmente, me interesan más los perros que los dogmas.
Rupert Sheldrake
Entre los libros no vendidos de la librería de mi padre, apareció uno que él sospecha será apropiado para uno de sus hermanos, no muy asiduo lector pero gran amante de los animales, y que a mí, por su título, me remite de inmediato a «Sueños, nada más» de Sergio Pitol; también a la Odisea, Oliver Twist, y hasta a un libro tan poco leído y muy sonado como Peter Pan, de James Barrie. De perros que saben que sus amos están camino de casa y otras facultades inexplicadas de los animales ofrece un anecdotario confiable de las capacidades no exploradas de los animales más cercanos a la rutina humana. «He reunido», nos dice el biólogo-autor Rupert Sheldrake, «más de quinientos ochenta informes de perros que saben cuándo sus amos están camino de su casa. Algunos esperan en una puerta o una ventana diez minutos o más antes del regreso del trabajo, la escuela, las compras y otras salidas. Otros salen a encontrarse con sus amos en la calle o en una parada de autobús». De acuerdo con los testimonios reunidos por Sheldrake, es casi siempre una sola la persona de quien el perro anuncia la llegada, siempre la persona más cercana emocionalmente al animal, la que lo cuida, lo pasea o alimenta. «Hay perros que exhiben esta conducta de manera casi cotidiana; otros, sólo cuando sus amos regresan de unas vacaciones u otra ausencia prolongada, en cuyo caso dan muestras de excitación durante horas o incluso días antes del regreso». Las «vacaciones u otra ausencia prolongada» me hacen pensar en el fiel perro Argos, esperando en su vejez y decrepitud a Ulises, a quien reconoce bajo el disfraz de mendigo, para morir unos instantes después de mostrar su contento: su amo, después de veinte años, al fin ha vuelto a casa y él puede morir en paz. La muerte del perro Argos es también el fin definitivo de la travesía: la guerra de Troya ha terminado.
Pero a diferencia de los perros mencionados en el libro de Sheldrake, Argos, quizá adormecido por la vejez y por la larga espera, no predijo el regreso de su amo, sólo lo reconoció cuando ya había vuelto: su fidelidad era su mayor virtud y por la que será recordado, no sus poderes telepáticos. Y menciono la telepatía porque después de descartar a todas luces el olfato, el oído o la rutina, Sheldrake se aventura a hablar de telepatía y premonición, ya que estos perros tienen sus primeras reacciones de entusiasmo y espera justo al mismo tiempo que las personas de su afecto, en lugares lejanos, inician su regreso a casa, deciden volver o reciben la noticia de que pueden volver a casa. Ian Fraser y su esposa descubren que el bóxer de la familia sabe siempre que Ian ha llegado al aeropuerto de la ciudad, pues muestra su alegría anticipada y espera pacientemente en la puerta. En la Segunda Guerra Mundial, Max Aitken, comandante de escuadrón, dejaba a su perro labrador en la base; inequívocamente, el perro salía a su encuentro con anticipación, sin importar en qué avión llegaba, ni la hora ni el día.
A la luz de estos testimonios, Sacho, el perro de Sergio Pitol, llama mi atención en las primeras lecturas de El arte de la fuga por sus posibles poderes telepáticos y, siendo el perro de un escritor, por sus muy probables acercamientos al mundo de la ficción y la literatura. En un sueño de abril, Pitol está a punto de abrir la puerta de su casa cuando un desconocido le pide que le permita ser él quien lleve a Sacho a su paseo vespertino. Con la ingenuidad sólo capaz de quien sueña y es víctima de su propio sueño, Sergio accede y deja a Sacho en manos de un desconocido que resulta estar involucrado en el asesinato de un político local. Sacho no regresa hasta el mediodía siguiente, solo, sediento, con un collar que no es suyo, mientras que en las noticias dan su descripción como el perro de un sospechoso que rondaba el lugar del asesinato. Envuelto en esta trama muy a la Dickens, el soñador Sergio se esfuerza por despertar sin conseguirlo. Es Sacho quien consigue sacarlo a ladridos de ese sueño angustioso y se muestra igual de irritable, como si hubiera despertado de la misma trama que la de su amo: será que las vivencias oníricas de ambos son compartidas de igual forma que los paseos en el parque y que muy probablemente Sacho posee la solución al asesinato que nunca podría resolverse con sólo uno de los dos testimonios de los soñadores.
La experiencia onírica de Sacho me recuerda a uno de sus congéneres también experimentado en viajes literarios. Bull’s-eye, el perro del asesino Sikes, en Oliver Twist, quien como Sacho ha sido visto por las autoridades en compañía del fugitivo, adivina las intenciones de su amo cuando éste planea ahogarlo y, como Sacho, quizá, decide huir y alejarse por cuenta propia del sospechoso, sin dejar de serlo él mismo. Bull’s-eye es uno de esos pocos perros en la literatura que, lejos de enaltecerse por una ciega fidelidad, parece adivinar los enredos de la trama que ni el mismo Dickens podía predecir, y decide traicionar y huir antes que ser traiciona-do. Su historia tiene pocos paralelos en la literatura.
Tengo la impresión de que todas las personas se vuelven mejores narradores cuando sus perros se convierten en protagonistas del relato, sin importar si es comedia o tragedia. En una travesía en taxi de un hotel en Londres al aeropuerto, Sergio Pitol, aburrido de la charla del chofer, acaba mencionando por azar a Sacho y su raza, bearded collie, y es entonces cuando encuentra un verdadero punto común con el antes fastidioso chofer, quien relata ahora apasionadamente la historia de su perra, también bearded collie, con la que vivió quince años. La muerte de la perra le causó una depresión que parecía no tener fin hasta que una vez, en misa, el hombre escuchó o creyó escuchar una voz que le aseguraba que su perra estaba bien y en un mejor lugar.
En otro de los sueños de Pitol con Sacho, el escritor descubre que su casa se incendia con irreal lentitud; decide salir en busca de ayuda, con una maleta, una escalera en las manos y con su perro a su lado. Al entrar a una tienda, le prohiben la entrada a Sacho, pues debe quedarse esperando a Pitol en la puerta, quien al salir no logra encontrar esa misma entrada, y comienza a vagar por la ciudad de Roma en compañías excéntricas, e incluso olvida que su casa estaba quemándose. El pobre Pitol se siente inmensamente desdichado por la pérdida de Sacho, piensa que no volverá a verlo jamás, todo por su tremendo descuido. El pobre Sacho quizá espera en la entrada o, más probablemente, harto de esperar, busca ya por la ciudad a su compañero de sueños. Esta vez es Sergio quien despierta primero para sacar a Sacho de ese sueño funesto. Durante su paseo por Coyoacán, ya en la vigilia, Sacho voltea constantemente para asegurarse de que Sergio no se ha perdido de verdad. Su actitud vigilante me hace pensar que es él quien cuida del escritor, a veces en el sueño, a veces en la vigilia, quien lo guía y protege de extraviarse en uno de sus juegos entre la realidad y la ficción.
Otro ejemplo de perros guardianes que cuidan de los despistados humanos está en esa obra maestra de la literatura infantil que es Peter Pan. Nana, una terranova que cuida a los niños de la familia Darling, es la niñera más responsable de los alrededores, desprecia la plática ligera de las demás niñeras, nunca olvida el suéter de los niños y carga siempre una sombrilla en el hocico en caso de lluvia. Sin embargo, el señor Darling no está del todo contento con el hecho de tener a un perro por niñera: los vecinos murmuran, pero más importante es que tiene la sospecha de que Nana no lo «admira», y no hay nada que el señor Darling quiera más que ser admirado. «Sé que te admira muchísimo», le dice la señora Darling intentando borrar esas sospechas. Pero la sensatez de Nana es inocultable; su sensatez, su sentido del deber y su instinto protector van incluso en contra de las intenciones del escritor de esta obra, pues cuando Peter Pan irrumpe en el cuarto de Wendy, John y Michael para convencerlos de ir a la tierra de Nunca Jamás, Nana hace todo por evitar la partida de los niños, sin importar qué sea más conveniente para la historia y para las intenciones literarias de J. M. Barrie. Nana rompe la cadena con la que la han atado en el jardín y corre a donde están los Darling para detener al intruso. «¿Llegarán a la habitación de los niños a tiempo?», escribe J. M. Barrie. «Si fuera así, qué maravilloso para ellos, todos daríamos un respiro de alivio, pero entonces no habría cuento».
Así, Pitol sueña que su perro Sacho se pierde en una ciudad desconocida; al despertar, Sacho se muestra preocupado por la presencia de su amo. Nana parece en constante rebelión contra las intenciones del escritor del cuento; Bill Sikes y su perro Bull’s-eye comparten faltas de carácter tan graves como la traición, lo cual llevará a uno de los dos a pagar su sentencia. Aunque muy distintos entre sí, estos perros parecen siempre saber más de lo que sus amos saben, y comparten a veces la omnisapiente condición más del escritor que del narrador, adivinando los impredecibles caminos de la trama; sus sentidos, siempre alertas, vigilantes en su complejidad inexplorada —como Sheldrake nos hace saber— parecen penetrar tanto la vida como la literatura y el sueño. Quién pudiera aventurarse en largas travesías, vividas, escritas o soñadas, sin un guardián que espere en casa y que a la vez, en su compleja conciencia, nos siga los pasos, las palabras, hasta las intenciones.
En «Fetiches», Pitol asegura que aunque Sacho no es su fetiche, él sí lo es para el animal: «cuando se me acerca veo en sus ojos que yo sí soy el suyo, el único, poderoso y absoluto fetiche que ha conocido en su vida». Pero muy probablemente no es así.
La mirada de Sacho puede ser la de quien cuida sin descanso a una criatura desvalida, indefensa ante sus propios sueños y ficciones, inmersa desde siempre en sus abismos literarios. El lazo invisible entre ellos, tan fuerte y determinante como el hilo de Ariadna, lleva al fiel Sacho a seguir de cerca, con oído, olfato e intuición, los caminos de su compañero por sus ficciones, sin retroceder ante los desatinos del subconsciente y de la literatura, ni ante la posibilidad de que en cada esquina aceche un minotauro, a quien él enfrentaría con garras y dientes para proteger a Pitol.