La alusión de cada día
Hace poco más de un año estaba en la Central de Autobuses del Norte esperando mi autobús. Ser demasiado puntual, además de ser de buena educación, es muy aburrido. Siempre tienes que esperar, en especial en una ciudad, la de México, en la cual el caos funciona con una perfección de reloj suizo. Tenía que esperar una hora. Un rato me puse a ver pasar a la gente; luego me senté con el bolero para que me limpiara los tenis; por último me puse a husmear en un puesto de libros que estaba justo frente a mí. Escondido en los aparadores, rodeado de Best Seller de ocasión, de novelas rosas y libros de superación personal; debajo de libros para bajar de peso y ganar dinero encontré 20 poemas de amor y una canción desesperada. Sí, así es, adivinó, el autor es Pablo Neruda.
Por un momento me dio la impresión de haber olvidado que ese libro existía, pese a que lo había leído cuando era adolescente (a los ¿12 años?) hasta aprenderme casi todos esos poemas de memoria. Así como nos obligamos a despreciar cosas que nos gustan sólo porque no le gustan a la mayoría, supongo que así había acallado durante muchos años las voces que me inclinaban a citar cualquiera de sus versos. Creo que incluso lo había quitado de un lugar vistoso de mi biblioteca, para dejarle el lugar a los mamotretos de Historia Literaria o a los diccionarios de idiomas que ni siquiera hablo. Claro que las Residencias no necesitan el filtro del decoro y la contención y uno se siente seguro de su lectura, pero ¿los 20 poemas? La supuesta solemnidad que nos imponemos, de lectores pedantes, no nosotros, nos obliga a pensarlo dos veces.
El libro costaba 50 pesos. Ése, mejor que cualquier otra cosa, me pareció el mejor pretexto para comprarlo. Costaba lo que la mayoría de las revistas literarias o políticas del país. Son 21 poemas, tienen menos palabras que cualquier perorata de columna mensual. Pensé “si ya lo tengo, lo regalo. ¿A quién?”. No sólo el libro, sino también el gesto de regalarlo es un lugar común. Es más, podríamos decir que Neruda y Bécquer son el lugar común de la poesía amorosa en español. Quizá. Y todo por ese libro de juventud de don Pablo.
Como me lo propuse, leí el libro en la sala de espera con todo y prólogo en menos de una hora. A cada verso, se me revelaba con la misma novedad de antaño versos y palabras sabidas y resabidas. Había ciertamente pasión, tanta, que resultaba un poco menos que empalagosa. Pero el ingenio era evidente. Después del poema 9, ese parecía el único modo de hacer poesía en castellano (con un poco de ignorancia del antes y el después, claro). Sin duda, Neruda era desde entonces un poeta. Esos versos me recordaban a un amor juvenil, si es que yo había vivido tal cosa a la edad de Neruda: la primera vez de un beso, de unas caricias, de un cuerpo desnudo, de la primera obsesión, del primer dolor. El primer calor de un cuerpo, la extrañeza de los besos y las estrellas, y esto y aquello. El poemario, de apenas 40 cuartillas, apenas un libro para la UNESCO, me hizo sentirme un poeta juvenil enamorado, aunque no fuera poeta, ni fuera joven —enamorado sí estaba por entonces.
¿Qué edad tenía Pablo Neruda cuando escribió esos versos? Tenía 21 años, aproximadamente. Mientras yo leí esos poemas, estaba por cumplir 25. Sin duda, los 20 poemas y la canción desesperada nos convidan de su genio al hacernos sentir que nosotros también fuimos capaces de escribir, de concebir esos versos. Su genio, que es a la vez la clave de su condición común, es que parecen habernos sido robados. Todo aquello que nos convida de este reconocimiento, de esta preconcepción adelantada, tiene la desgracia de convertirse en un lugar común. El enamorado que regalaba a la querida el poemario de Neruda, sentía dentro de sí que la enamorada identificaría con él a la voz de los poemas, no con la voz del poeta chileno. En un libro como los 20 poemas, el enamorado usurpa al poeta para apropiarse de sus sentimientos, de sus palabras, de sus sensaciones. La familiaridad que provocan los versos de Neruda y su segunda persona del singular que se refiere a una mujer hipotética e identificable pero no específica, son la clave de su fama. La voz de Neruda le habla a quien sea y quien escucha esa voz escucha a quien quiere.
Mientras me acomodaba en el asiento del camión, pues ya había pasado una hora, puse a prueba mi memoria y recité todos los poemas o versos que recordaba del poemario. “Amo lo que no tengo, estás tú tan distante”. Son versos sencillos, como los conocidos “de otro será de otro, como antes de mis besos”, “ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise”. Sencilla retórica. Este último verso se parece a uno de Verlaine “Jadis déjà, combien pourtant je me rappelle”. De fácil relación y retención, estos versos son también muy generales. Hablan de mujeres rubias y morenas, parecidas a frutas y a cosechas, a paisajes de playa y bosque. ¿No podría ser el amor un verbo más general? ¿No podría dar la impresión de ser la poesía más sencilla que el amor? ¿No podría ser el amor un lugar común que no ofende a nadie o un lugar común en impune connivencia?
Nadie sabe a ciencia cierta la función de la poesía, y menos conoce su tono, su forma de hablar. “Del oro también se hace moneda”, decía Antonio Machado. En español, en forma de poemario, quizá los 21 poemas que Pablo Neruda escribió, a los 21 años, sean los versos más recitados en clase de español, el libro de poesía que más profesores de literatura hayan recomendado leer; el libro que más ha hecho reprobar o aprobar la clase de esa vergonzosa y absurda práctica llamada declamación. Pero detrás de este lugar común, también hay otro, aún más común que el propio poemario, un lugar común que quizá nos avergüenza más, que nos hace sentir vergonzosamente comunes: el estar enamorados.
Demás está decir que hay cientos de poetas —muertos, vivos, franceses o malditos— a quienes les ofende u ofendía ser comprendidos. Ese discurso críptico, hecho para iluminados, pocas veces adopta un lugar tan comprensible como la declaración franca del amor, pocas veces busca ser recordado por amantes anónimos o por quienes sueñan con ser correspondidos, o por quienes simplemente añoran con impaciencia llegar a sentir ese, y no otro, lugar común. Hay un discurso de la poesía que busca afirmar lo poético a través de lo hermético.
Tomé la pluma cuando terminé el libro e hice un par de apuntes que ahora reescribo. Me gustó releer el poemario. Me gustó admitir que me gusta el poemario. También me di cuenta que sentí un poco de vergüenza de que los versos de Neruda me hubieran inspirado a escribir unos poemas de amor a la novia que entonces tenía. Pero los versos que se me ocurrieron se resistían a ser claros y evocativos; buscaban un Valèry o un Celan, no a un adolescente Neruda.
El poemario que escribió a los 21 años, lo supe entonces, era importante, pese a más de un verso cursi. Hizo común las metáforas que hasta entonces no eran tan comunes en una tradición donde la poesía apenas se abría al gran público. La poesía, menos frecuente que la prosa, a veces es moneda corriente. Puede no gustarnos por otra cosa, pero no porque ha estado en manos de todos.