Tierra Adentro

Sibelius compuso su séptima sinfonía en marzo de 1924; se trata de un solo movimiento con una duración aproximada de veintidós minutos. La obra comienza con un suave redoble de tambor que hace un llamado a los demás instrumentos. A éste responden de inmediato las cuerdas en una escala progresiva en do mayor que surge desde la profundidad de la orquesta. Esta escala se detiene en un acorde en la bemol menor cuyo efecto disonante es más parecido al de una interrupción que al comienzo de un discurso musical. Parecería que el inicio de esta obra es en realidad el momento en que el escucha se integra a ella, lo cual tiene más sentido aún si uno considera las sinfonías anteriores de este compositor finlandés. Cada una representa una idea depurada y experimental. A veces parecen dialogar entre sí y otras, contradecirse, pero siempre hay algo novedoso y propositivo en las sinfonías de Jean Sibelius.

Según afirma Sibelius en su diario, en 1918 había iniciado el proyecto de composición de esta obra que estaría estructurada en tres movimientos, pero éstos terminaron por integrarse en uno solo. El compositor se refirió a esta obra como una Fantasía sinfónica hasta un día antes del estreno, en que decidió darle el título de sinfonía. La diferencia entre fantasía sinfónica y sinfonía importa a nivel estructural. En obras como las fantasías o poemas sinfónicos no hay una tradición establecida con respecto a los movimientos que la conforman ni al carácter que éstos suelen expresar. Dicho de otro modo, los poemas y fantasías sinfónicos tienen un carácter y duración arbitrarios y su única característica afín con las sinfonías es el empleo de una orquesta para su ejecución. La indecisión del título de la obra por parte de Sibelius es un indicio más de que sus movimientos y dinámicas cambiaron constantemente hasta alcanzar su versión definitiva. Aquí un ejemplo de la división de movimientos establecida en una de las últimas versiones:

Adagio — Un pochettino meno adagio — Vivacissimo — Allegro moderato — Vivace — Presto — Adagio — Largamente molto — Affettuoso.

Para una obra tan breve parece haber un exceso de matices. Sin embargo, no todas estas indicaciones sugieren un cambio de dinámica extendido o suficientemente extendido para que el escucha pueda apreciarlos. Por ejemplo, el Allegro moderato es una indicación que expresa un tempo y el carácter de todo un movimiento, pero el pochettino meno adagio que lo precede indica un breve lapso de transición para llegar al vivacissimo y luego al allegro moderato. Del mismo modo, vivace y presto sólo son dos maneras de intensificar el allegro moderato. Si bien un escucha atento puede reconocer estos matices cuando la dirección y la ejecución de la obra son óptimos, estas indicaciones apuntan a incrementar la precisión de un microcosmos develado al director. Hemos visto ya en otros artículos de esta serie cómo una característica común de varias obras sinfónicas (e.g., la quinta sinfonía de Beethoven o la primera de Mahler) consiste en salirse de una tonalidad mayor para recuperarla al final provocando una suerte de efecto triunfal; lo que los románticos identificaban como la luz después de una tempestad. Sin embargo, en esta obra Sibelius emplea el mismo recurso, pero provoca el efecto contrario y ahí se encuentra parte de la riqueza de esta obra. La brevedad de la sinfonía no debe ser un obstáculo para apreciar estos cambios de carácter cuyo final es desolador pese a ser la “reconquista” de la tonalidad de do mayor.

Según el crítico musical Robert Layton, la séptima sinfonía de Sibelius es la culminación de la búsqueda de unidad sinfónica del siglo xix. Podríamos decir que esta búsqueda consistió en integrar varios movimientos de una obra en uno solo de una manera estructural. Uno de los pioneros en este tipo de composiciones fue Franz Schubert con su fantasía Wanderer (el caminante), después Franz Liszt, quien trabajó la forma del poema sinfónico y compuso su magistral sonata para piano en si menor (1853) estructurada en un solo movimiento con una duración aproximada de media hora. A esta tradición también pertenecen los poemas sinfónicos de Richard Strauss y la sinfonía de cámara de Arnold Schoenberg (1906).

Aunque los cambios de tempi de esta obra son fundamentales para el desarrollo de su expresividad, la clave estructural radica en la velocidad de los movimientos y en la técnica con la que Sibelius hace la transición de un tempo a otro. De hecho, si el escucha no identifica dichas transiciones es precisamente porque la integración de las partes es ejemplar. Uno reconoce perfectamente el adagio del principio y el prestissimo antes del final, pero es casi imposible seguirle el paso a los momentos en que ocurre esta transición.

Después de la llamada del tambor inicial y la progresión de las cuerdas que se detienen en un acorde que pareciera más una interrupción que una continuidad escuchamos una frase de las flautas y fagots que los clarinetes repiten de inmediato. Luego podemos apreciar fragmentos de distintas escalas interpretadas en ritmos y velocidades diferentes. En este contexto de motivos fragmentarios las cuerdas tocan un pasaje polifónico crucial, dividido en nueve secciones, en el que se aprecia la influencia de Palestrina (1525 – 1594), cuya música Sibelius conoció en 1901 y a la que volvía cada cierto tiempo. El crescendo aquí es un viaje característico hacia do mayor (i.e., un viaje hacia la claridad). En este momento podemos reconocer una frase que los violines habían interpretado anteriormente después de los alientos ya mencionados (las flautas y los fagots) y esta vez es interpretada por las flautas, los oboes y los cornos. Un trombón resalta sin estruendo, pero con firmeza, entre la bruma polifónica poniendo fin a un proceso de concentración de todos los instrumentos, justo antes de volver a lo difuso.

Regresamos a las frases fragmentarias que poco a poco se alejan de la claridad y del do mayor que las había fijado por unos momentos. El paso se acelera y de pronto nos encontramos en una suerte de vorágine en la que los alientos y las cuerdas se alternan como si prometieran una salida. Esta es una de las partes más impresionantes de esta sinfonía; la velocidad en las notas no decrece, pero pronto nos damos cuenta de que son parte del acompañamiento del adagio. Lo notamos por el tema extraordinariamente lento que encabeza el trombón (en armónicos de do menor). El trombón vuelve a aparecer, es más insistente que antes y esta vez su sonido va acompañado con fuerza del resto de los alientos. Estos instantes previos a un nuevo incremento en la velocidad suelen ser muy emotivos: al mismo tiempo que provocan incertidumbre por lo que va a seguir, también contienen el eco de momentos similares que se han resuelto de manera sorpresiva.

El ritmo vuelve a acelerarse hasta llegar a lo que habría sido un tercer movimiento (allegro moderato). Aunque la música avanza con rapidez sólo lo hace para resaltar la lentitud de la siguiente parte. Se trata de la tercera aparición del trombón como eje de la música y esta vez nos conduce a un clímax que lleva una fuerte carga de angustia. Los alientos enmudecen ante lo que parece un grito de exasperación de las cuerdas cuya respuesta es una colisión en la que volvemos a escuchar ecos de frases anteriores, fragmentos, armonías que descienden cada vez más hasta asirse con fuerza a la tonalidad de do mayor que, como comentamos anteriormente, no resulta liberador ni triunfal en esta obra a diferencia de lo que ocurre en otras sinfonías. Surge de pronto un crescendo violento y disonante que pareciera buscar el regreso a la fragmentación y el caos, pero es interrumpido de súbito. Colin Davis ha definido el final de este crescendo como el cierre de la tapa del féretro.

Durante los siguientes treinta y un años de su vida, Jean Sibelius no volvió a componer ninguna obra musical (murió en 1957). Hay especulaciones sobre un manuscrito con la octava sinfonía, pero no se ha encontrado hasta la fecha. El acorde final en do mayor de su séptima sinfonía bien puede escucharse como el final de toda su obra; el final de una serie de música sinfónica de un maestro en las cadencias y en el arte de perturbar al escucha con cuestionamientos constantes sobre lo ya afirmado.

Versiones recomendadas:

  • Una de las versiones más espectaculares es ésta que dirige Simon Rattle. En particular el sonido de las cuerdas es impecable. Los crescendos se abren paso sin titubeos, de manera sostenida, creando una sensación de auténtica grandeza. El acento que Rattle imprime al final de la obra es conmovedor.

 

  • Yevgeny Mravinsky, dirigiendo la Orquesta Filarmónica de Leningrado (1965), hace algo que parece imposible: revoluciona el tempo sin perder un solo matiz. Esta versión resulta, por ende, más breve que la mayoría, pero no hay tropiezos, no hay desmedro de la intensidad de cada movimiento. Esta versión, con las imperfecciones sonoras propias de las grabaciones en vivo, es una muestra del carácter vertiginoso de la obra:

 

  • Se corre el riesgo de caer en un lugar común o en una asociación nacionalista fácil al afirmar que las interpretaciones del finés Paavo Berglund son las más consistentes. Sus grabaciones de las sinfonías completas y poemas sinfónicos de Sibelius en la década de los 1970 con la Orquesta Filarmónica de Helsinki son legendarias. El tempo que impone Berglund es un poco más lento que lo común y con ello despliega la fuerza y la majestuosidad de esta sinfonía sin aspavientos. Su versión es íntima, un auténtico tour de force. Aquí dirige a la Orquesta Sinfónica de la BBC en una ejecución no menos emotiva que la de hace algunas décadas:

https://www.youtube.com/watch?v=KF2Q0IKkWvA