Tierra Adentro
Farabeuf, 20015, Luis Felipe Ortega.

 

«Farabeuf», 2015, Luis Felipe Ortega.

«Farabeuf», 2015, Luis Felipe Ortega.

 

Si una sociedad considera que impartir justicia es castigar, entonces la práctica de la tortura se institucionaliza y especializa. Se escriben manuales, se construyen artefactos, se preparan verdugos. Históricamente, lejos de considerarse una práctica atroz, la tortura podía equiparar castigo con justicia. De ahí nace el concepto de «suplicio»: el tormento físico compensaba un dolor moral que las leyes exigían.

Ahora bien, si se cree que es posible catalogar un suplicio para cada crimen, ¿qué hay cuando el crimen va más allá de lo catalogado? ¿Qué cuando el castigo parece insuficiente para el crimen? La tortura institucionalizada como suplicio, esto es, como condena, comparte quizá un principio con la noción de arte: que nada es suficiente. Ni el dolor, ni el placer. Como los verdugos imperiales del siglo XVIII, los sicarios al uso de cualquier guerra buscan la manera de llevar al límite el castigo y hacerlo visible a la sociedad. La pregunta fundamental del torturador es: ¿cómo hacer que alguien sufra lo más posible? Para el que así castiga, el cuerpo de la víctima, del sentenciado, es una carta abierta de advertencia para todos.

Es ingenuo creer que los actos atroces no pueden ser astutos o hábiles, y que el virtuosismo y la diligencia están reservados sólo para la bondad. La relación entre el médico Louis Farabeuf y un verdugo ejecutor del suplicio por mil cortes es histórica. Farabeuf era un genio de la amputación. ¿No hay también en los actos atroces una diligencia que distingue supuestamente a los moralmente sancionables de los que no lo son?

Es el esfuerzo de trascender el dolor, el placer, lo que nos demuestra que la realidad no es suficiente. Siempre que se busca que se sufra lo más posible, que se disfrute lo más posible, hay una exaltación de las habilidades. El arte se propone sublimar, llevar al límite. El erotismo es una exaltación. La tortura, la diligencia de lo perverso. El punto en común es la intención desesperada de llevar un sentimiento al límite.