Pensar sin suspirar
La pasión, el rostro, los tajos en la carne. Un no tan nuevo orden afectivo regresa de entre los muertos, donde reinan el dolor y la brutalidad: volvemos a estas ideas, cada vez menos peligrosas, como quien se empecina en macerar la carne que aún siente, observando una imagen hasta que se cansan la vista y el discernimiento. Se amontonan los cuerpos mutilados y desde ellos, una vez que hemos trepado, ¿qué se observa? Una política de la eficiencia. ¿Y entonces? La vida maquínica, la sexualidad como hidráulica, la infección como comunicación, ¡el rey insecto! Ya estamos un poco cansados de todo ello, ¿no podemos confesarlo ya? No es cansancio sino agotamiento, exhaustividad, alumbramiento; no una confesión, un registro. En los medios un murmullo: dejad al planeta Marte en paz (al dios de la guerra), ocupémonos mejor de nuestra frágil existencia en la Tierra. Pero detrás del murmullo, otro: que viajen las máquinas, el futuro es de ellas. Durante un tiempo intenté prolongar, patéticamente, mi adolescencia. No sólo leí a Salvador Elizondo (es imposible releerlo sin pena ajena, una tropicalización de Bataille, de Valèry) sino que imprimí una imagen del Leng Tch’é y la pegué (como un adolescente enamorado, insisto; como un fanático con el afiche de su banda de metal favorita) en un rincón de mi armario. Con el paso del tiempo domestiqué la imagen, y un día, como hice con el diploma que gané por mi buen comportamiento en una escuela, como hice con recortes de periódico y otras fotografías (un paisaje, una bailarina), lo despegué. Uno está tentado, ¿no es cierto?, a escandalizarse por las «cosas que solían hacer los hombres». Pero he dicho demasiado ya, «debí haberme limitado», como finaliza el «Discurso a los cirujanos» de Valèry, «a deciros que veo en la cirugía moderna uno de los aspectos más nobles y más apasionantes de esa extraordinaria aventura que es la raza humana, que se acelera y parece exasperarse desde hace varias decenas de años».