Nada puede tocar ni ser tocado sino el cuerpo
En el momento del suplicio, ni el verdugo ni Fuzhuli saben que esa escena congelada en el tiempo, la del ejecutor que besa con el cuchillo el cuerpo del agónico, pasará a la historia. Decir que Fu- Tchu-Li agoniza es impreciso, porque en el momento en que el carnicero fragmenta lo indivisible, el condenado ya no lucha, ya no está donde su cuerpo permanece. No serán mil cortes los que acaben con su vida, serán unos cuantos, acaso cincuenta, pero él no los sentirá. En el eterno instante de la tortura, el cuerpo de Fu-Tchu-Li tampoco es un cuerpo: es un pedazo de carne que pertenece al verdugo y a los espectadores, nosotros y los asistentes del mercado de Pekín que presenciaron la ejecución en aquel lejano inicio de siglo. El castigo no es para matar de dolor a Fu-Tchu-Li, sino despedazar la unidad de la creación divina que supone el hombre. Es una pena metafísica: deshacer el uno, exhibir la vulnerabilidad de aquello que está envuelto en un tejido de piel. Convertir un cuerpo humano en fragmentos de carne.
■
La flama enamora si no calcina. Observar desde la lejanía produce placer de estar a salvo.
■
¿Y si este delirio en el que nos extraviamos tú y yo cada noche al abrir las páginas del libro, al sumergirnos obsesivamente en la contemplación de la imagen monocromática del hombre extático, ausente en el instante de su propia muerte, no es más que una interpretación fortuita, elaborada a partir de la combinación aleatoria de los caracteres distribuidos en ciento veinte páginas, de un deseo soterrado, un sueño inconfesado que no nos atrevemos a saciar por miedo al placer de sabernos tan vivos que podemos perder la vida en el mismo instante de la realización?