Imágenes al fondo del cuarto
World Press Photo es la continuación de un ritual establecido en 1955, corte de caja sobre el estado de la humanidad, ejercicio de observación como testimonio, un recuento de dolores, tanto como un archivo de la persistencia. Cada año la muestra se tiñe de líneas que atraviesan el tránsito histórico en imágenes de ese año en particular. En su edición actual, ese hilo conductor habla del exabrupto y el resquebrajamiento de ciertos códigos que creíamos inamovibles. El ejemplo más directo de ello es la fotografía ganadora del año: un retrato de Burhan Ozbilici, quien captó el instante previo y posterior al asesinato de Andréi Kárlov, embajador ruso en Turquía, a manos de Mevlüt Mert Altıntaş, en una galería de arte en diciembre de 2016. La imagen transmite —en esos breves segundos en los que el atacante permanece de pie con un brazo en alto proclamando sus motivos— la urgencia de un momento único, la certeza de que algo en el orden del mundo se ha transformado.
Dado que el gesto fotográfico se ha vuelto ya cotidiano, olvidamos con facilidad la relación entre la fotografía y el tránsito del tiempo. La capacidad para congelar un instante hace de la cámara un testigo particular que genera la ilusión de un espacio estático. Pocas veces como espectadores nos preguntamos qué pasó después de que la fotografía fuera tomada. Somos rehenes del instante que observamos. ¿Cuál es la historia de estos cuerpos una vez que la cámara cerró su ojo? Es posible que la cámara de Ozbilici captara el después: la intervención de la policía, la evacuación de la galería, la ejecución de Mevlüt Mert Altıntaş. Pero esas imágenes no forman parte de la secuencia ganadora. Pertenecen a otro momento y a otro espacio. Lo mismo sucede con la muestra en su totalidad: por cada fotografía que miramos hay cientos que dejamos de observar. Pero la ausencia de éstas traza ya una silueta que se puede leer a partir de lo que se considera digno de ser mirado.
La cámara solidifica lo que por naturaleza es móvil. Detiene. Y como tal, nos permite un instante de contemplación y observación que de otro modo resultaría imposible, o quizás insoportable, de sostener. La cámara nos permite una velocidad diferente de percepción, una que implica selectividad. Toda imagen que vemos contiene en potencia la imagen que no vemos, y al mirar a la que observamos no debemos olvidar que en ella habitan también todas aquellas que no llegaremos a ver nunca.