Tierra Adentro

 

Todo empieza con un conteo de diez segundos hacia atrás. La primera detonación atómica de la historia, realizada el 16 de julio de 1945 en el desierto de Nuevo México, se encuentra con las escalofriantes cincuenta y dos cuerdas del Treno a las víctimas de Hiroshima que compuso Krzysztof Penderecki en 1960. El fuego y la música en perfecta sincronía con el ojo cinematográfico de David Lynch. El artista de Missoula, Montana, dirige cada una de las primeras nueve partes del regreso de Twin Peaks, veinticinco años después de «Beyond Life and Death», el memorable episodio en el que el agente Dale Cooper (Kyle MacLachlan) emprende un viaje a la Logia Negra para hallar a su oscuro doble y cumplir su fatídico destino.

Un cuarto de siglo debería ser tiempo suficiente para anular el peso específico que el spoiler tiene hoy sobre las audiencias audiovisuales, hiperconectadas e hipersensibles. ¿Qué es lo que el spoiler pone en riesgo? El efecto calculado del giro inesperado y del cliffhanger. Nada más. Si el spoiler puede derrumbar la experiencia completa de una historia, quizá en ella haya una falta de sustancia que se disimula con excitante pirotecnia. El largo camino de la llamada época de oro de la televisión, que bien pudo haber comenzado en 1990 con la pregunta ¿quién mató a Laura Palmer?, alcanza su forma última en otra pregunta: ¿a quién matarán Negan o George R. R. Martin? La respuesta a esta última pregunta es, necesariamente, un spoiler, una apuesta que se repite cada temporada. En contraste, la pregunta de Twin Peaks es un misterio inconmensurable. En sus dos presentaciones televisivas, la experiencia fundamental de Twin Peaks es la perturbación, es decir, la agitación de los fundamentos sobre los que descansa nuestra certeza de lo real. La experiencia más notoria de fenómenos televisivos como Game of Thrones o The Walking Dead es el shock, precedido por una suerte de indiscreto deseo de trauma dosificado, y anhelado por los públicos (el subgénero de la videoreacción da cuenta de esto).

La octava parte del relanzamiento de Twin Peaks lidia con el hongo atómico, imagen por excelencia del trauma histórico del siglo XX, a la que Lynch y Frost convierten en un nuevo misterio: ¿cómo surgió el mal que acabó con la vida de Laura Palmer y amenaza a la humanidad misma? Se trata de un crimen del que todos, a estas alturas de la historia, somos testigos. La forma en que el ojo de Lynch penetra en el misterio del fuego atómico también es conocida. El camino está allanado, claro, por el canto fúnebre de Krzysztof Penderecki, pero también por el viaje final de Bowman en 2001: A Space Odyssey, por la ciencia ficción estadounidense de los años cincuenta y sesenta, por los inesperados juegos del surrealismo y la tradición del audiovisual experimental, por las escenas de cotidianidad amenazada de Edward Hopper (el mal que atisba el gigante en la sala de cine de la Logia Blanca recuerda al oscuro presentimiento de la acomodadora rubia de New York Movie, 1939) y, a fin de cuentas, por la obra plástica y el metódico onirismo del propio Lynch.

A pesar del envite a veces radical de su estructura, se adivina en la primera mitad de esta temporada de Twin Peaks una mutación definitiva desde el noir místico de las dos temporadas de los noventa hacia un relato de alcances más bien míticos. El homicidio de una muchacha en un pueblito cualquiera del noroeste de Estados Unidos se convierte ahora en un crimen cósmico sin asesino ni víctima concreta, acaso un asesinato de la realidad como el que discute Jean Baudrillard en El crimen perfecto. La comentada octava parte de Twin Peaks es el corazón de este proceso de mitificación del crimen. Pero también los momentos en apariencia menos conectados con esta mitificación, como la extrañísima comedia de Cooper-Dougie, participan de la ampliación del relato hacia lo legendario, alejándolo de cualquier psicologismo naturalista.

El tema esencial de esta nueva Twin Peaks es el renacimiento (literal, en el caso de la infantilizada conciencia de Cooper-Dougie). En esta trama, uno de los Cooper debe morir. Ahora mismo, Cooper-Dougie, cual bebé, se encuentra vulnerable ante la vida misma (de ahí el patetismo de algunos momentos de la serie) y ante Mr. C, su oscuro doppelgänger poseído por Bob desde hace veinticinco años. Todo parece indicar que el retorno del Cooper amante de la ley, del Tíbet, de los pays de cereza, de los abetos Douglas y del buen café, se llevará a cabo en la segunda mitad de la serie. El choque de los Cooper parece inevitable, está escrito con fuego y música. Cuando se trata de destino, futuro es pasado. He ahí una de las condiciones de lo mitológico. Otra circunstancia del mito: no hay spoiler que pueda socavarlo.

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