19 de septiembre, sincronicidad y miedo
El autor de este texto, quien pasó parte de su infancia entre los pasillos de la escuela Rébsamen, conecta los sismos de 1985 y el 2017 mediante un ejercicio de la memoria, pero también a través de una reflexión sobre el miedo y la imposibilidad de asimilar una tragedia en toda su magnitud.
La sincronía es la trigonometría
del azar.
Víctor Toledo
I
19 de septiembre, jueves, son casi las siete de la mañana. Como todos los días vamos al colegio mis dos hermanas y yo. Papá maneja un Ford Fairmont color rojo, modelo 82 o quizá 83. Como siempre, voy en el asiento trasero del lado derecho. Miro distraído el paisaje citadino, demasiado familiar, tengo sueño. Entro más tarde a la primaria pero para facilitar las cosas, papá me deja a la hora en que mis hermanas entran a la secundaria, que está a unas cuantas cuadras de ahí. Esta mañana es parecida a todas: voy pensando en mis clases de fútbol en el CECAP, que tomo por las tardes, y también en el mundial de futbol, que será el próximo año. No hemos avanzado mucho, acabamos de pasar el club de tenis Tepepan, vamos saliendo de la colonia cuando en una glorieta, justo en el alto que nos marca un semáforo, sentimos que el auto se estremece de forma violenta, como si alguien lo estuviera moviendo. Los árboles, el poste amarillo del semáforo, los cables, los demás autos, también se balancean. Mi papá mete reversa, y mueve el auto un poco hacia atrás para no quedar debajo del semáforo, que parece a punto de caerse. ¿De dónde saca mi padre la templanza para hacer eso en ese instante? Quién sabe. El caso es que mucho tiempo después, también eso va a recordar mi hermana, cuando logremos hablar del tema, y también va a recordar que a ella las piernas le chocaban. Ese tiempo parece extenderse, es difícil de calcular, un minuto, dos, tres, no sabemos, pero nos parece que dura mucho. Pasa el movimiento, no estoy asustado, nunca he vivido un temblor, no alcanzo a ver a nadie lastimado, ningún tipo de destrucción. Llegamos al colegio de mis hermanas, la secundaria Alejandro Guillot; la construcción parece intacta, mis hermanas se quedan. Después papá conduce hacia mi escuela, en Rancho Tamborero número 11; al circular por una callecita de terracería, por la que cortamos camino, vemos la barda de la primaria caída, justo la barda de ladrillos pintada de beige en donde con grandes letras azules decía Colegio Enrique Rébsamen. Pese al montón de ladrillos en el suelo, no parece dañado el edificio, que consta de una planta baja y dos pisos. Sin embargo, esa barda caída le da mala espina a mi padre, ni siquiera nos bajamos del auto. Prefiere regresar a casa y ver a mi mamá, intentar hablar por teléfono con mis tíos, que viven en la Narvarte, en Iztacalco, en la Roma, y con mi abuelo que vive en unos multifamiliares frente al edificio de la SCOP. En el camino, la radio del Fairmont empieza a escupir las primeras noticias, confusas, inexactas, a cuenta gotas. Al llegar a mi casa, mi madre nos está esperando afuera, en el patio. Dentro hay cosas en el piso, unas macetas que pendían con plantas colgantes, hechas añicos, aún sostenidas absurdamente, con la tierra apelmazada y las raíces expuestas. Papá revisa la casa, detenidamente, después entramos. Me quito el uniforme de la escuela para no ensuciarlo. Un pantalón azul marino, un suéter del mismo color con dos franjas rojas y el escudo de la escuela donde se pueden ver las iniciales CER, coronadas por una pequeña estrella encima de la letra E. Me cambio también la camisa blanca y los zapatos negros de charol recién boleados. La radio sobre el refrigerador de la cocina sigue dando noticias, mamá sube el volumen.
Escucho a los adultos, en un primer momento parece que no es tan grave la situación, pero poco a poco, las voces que salen de la radio y la televisión cambian, sus rostros también cambian. Se respira angustia, miedo, confusión. Todo cobra dimensiones hipertrofiadas. El ambiente es una mezcla de miedo y consternación. También se derrumbó Radio Fórmula, dicen, acaban de decir. Mis padres repiten nombres de calles, de colonias, de edificios, de personas, concentran su atención intermitentemente en la radio y la televisión, insisten en vano en hablar por teléfono. Yo escucho, intento entender.
Epicentro entre las costas de Guerrero y Michoacán. Derrumbes en el Centro Histórico, en Tlatelolco, en la Narvarte, en la Juárez. Muchos muertos y heridos. Bomberos, ambulancias, patrullas y ejército por toda la ciudad. El aeropuerto cerrado, gas, luz y agua, cortados en muchas colonias. La ciudad está revuelta, dice mi hermana mayor, sin entender muy bien a sus catorce años, cómo procesar eso. La veo escribir en su diario, la veo llorar a escondidas, la vida de muchas personas ha cambiado en tres minutos, dice o escribe o recuerdo que dice.
El 20 de septiembre, en la noche, otro temblor. Papá nos saca al patio, todos los vecinos salen. Preguntan por sus casas, por las casas de sus familiares. Algunos se abrazan o rezan. Mi madre me reúne con mis hermanas, dice que debemos orar. Qué extraño verbo, acaso justo. Pienso ahora que escribir es una forma de orar, de hacer oraciones. Vemos el piso de adoquines esperando que se abra la tierra, pero nada sucede. En el patio una vecina intenta prender una palma milagrosa, pero no la dejan, puede haber fugas de gas, le explican. Después supimos que ese temblor había sido de menor intensidad pero tremendamente destructivo, pues terminó de desmoronar algunos edificios.
Trajimos a mi abuelo desde la Narvarte, por su casa hay muchos edificios colapsados. Pasan los días, yo no voy al Rébsamen. Mi casa parece un albergue, se están quedando aquí más familiares. El 22 de septiembre mi hermana anota en su diario: «Hoy terminan los tres días de duelo nacional, todo este tiempo se izó la bandera a media asta, gracias a Dios estoy viva y mi casa en pie. No tenemos agua pero sí gas y luz».
En la televisión dicen que esta tragedia es difícil de comprender. Yo no sé lo que es una tragedia, y quizá, a esta edad, treinta y dos años después, tampoco lo sepa. Mi hermana mayor no usa esa palabra, a ella le parece una pesadilla, lo dice, es terrible, no reconoce la ciudad. Tiene hepatitis, ya la tenía antes del 19, pero ahora le parece insignificante su enfermedad, frente a eso que vive la ciudad. ¿Cuántos muertos?, imposible saberlo en ese momento.
A veces las macetas colgantes dan vueltas y vueltas. Real o ficticiamente, no lo sé. Mi padre mejor las quita. También fabrica una alarma casera. Un viejo polín sirve de base, encima un anillo metálico conectado a una chicharra de escuela, dentro del anillo un péndulo metálico que cuelga desde lo alto del techo con un cordón de cortinero, si el péndulo toca la pared del anillo la chicharra suena. Entonces hay que dejar lo que se está haciendo y salir rápido. Pasan los días, el tenor mexicano Plácido Domingo sigue ayudando con los voluntarios. En el diario alguien escribió que dentro de treinta años se vivirá un temblor similar. La gente habla de los topos, en la televisión entrevistan a uno al que le apodan La Pulga. El 27 de septiembre otra réplica, mis primos y yo salimos asustados, apurados por los adultos. En algún hospital colapsado, rescatan a un bebé de nueve días de nacido; la gente se conmueve y habla de eso. Yo no entiendo cómo pudo sobrevivir y no pregunto, no pregunto pero me quedo mucho tiempo pensando en eso, un bebé entre los escombros.
Cuando mi hermana mayor le explica a mi otra hermana, más de una semana después, el miedo que experimenta permanentemente, le dice, «siento que tiembla todo el tiempo pero lo único que tiembla es mi cuerpo». La menor, que es más madura y que ha reaccionado asombrosamente ecuánime, intenta calmarla, cuidarla. Mamá va con las damas voluntarias del Banco de México, al Xoco, a la Cruz Verde, pues necesitan ayuda para ordenar las medicinas y víveres que están enviando a los damnificados. El día 30 de septiembre mi hermana consigna en su diario lo que escucha en la radio, que se han dado unos 80 movimientos telúricos, sólo tres de importancia, y que justo ese día, 30 de septiembre, «murió el que inventó la escala de temblores». No parece una coincidencia tampoco. Para entonces ya tenemos clases, y la barda del Rébsamen está reconstruida o ya no está, no recuerdo.
Jacobo Zabludovsky pide serenidad y calma al pueblo, mi hermana piensa que ella no sería buena reportera. El presidente felicitó al pueblo por la solidaridad mostrada. Papá guardó en la cajuela del carro un garrafón de agua. Todos dormimos en la sala y vestidos para poder salir rápido en caso de una réplica. A mi hermana todo parece provocarle tristeza, vive en angustia. «Yo no quiero sobrevivir para contarlo sino para olvidarlo», escribe en su diario que deja abierto sobre la mesa y que yo leo en secreto. Y pienso que yo ahora, aquí, lo estoy contando. Contando justo aquello que ella intentó olvidar. Acaso siempre sea así, alguien cuenta las cosas y otro las olvida; amnesia y memoria, movimientos hermanados, caras de la moneda del fatum, lanzada al aire. Un bolado que tarda treinta y dos años en caer, y que se escribe de muchas formas.
La verdadera poesía es máxima sincronicidad, escribe Víctor Toledo en Poética de la sincronicidad. La lengua de Adán y Eva. Y yo pienso que alguien ha dicho que la mirada del poeta hace que un día cualquiera al pasar frente a un muro, ese muro deje de ser simplemente un muro, y se convierta en algo más. Pienso en los dos muros, el transfigurado por la mirada poética y el muro del Rébsamen, que yo vi a mis ocho años, ahí en el piso, transfigurado también, pero materialmente, en piedras desordenadas y amontonadas. El miedo, de alguna manera, también es máxima sincronicidad, pienso.
Pero recordar, hacer memoria, intentar narrar eso que uno recuerda, parece disolver el tiempo, si la narración anula el tiempo, y su efecto parece sintetizarse en la idea de que el tiempo no existe, sucede lo mismo con el miedo, el miedo también es asincrónico, y entonces el 19 de septiembre deja de tener año, deja de ser fecha, y se convierte en cifra, la cifra de un miedo que parece atemporal, ahistórico. Treinta y dos años parecen un puente falso, el tiempo histórico colapsa, y el miedo y la memoria y las palabras, parecen entrar en esa zona que recién se abre así, como por azar.
DIOS OSCURO
Martes, gran sismo, epicentro entre Puebla y Morelos, 7.1 de magnitud. Esta vez sentí que moriría. Primer piso de la universidad, interrumpir la clase de guionismo; ver cómo se mueve el edificio, las bancas de metal golpeando entre ellas, las gruesas columnas de concreto agitándose, escuchar vidrios de ventanas que se rompen; salir todos con premura; alcanzar a decir a los muchachos, «no corran», como un eco imposible de la voz de mi maestra de primaria, repetido absurdamente. Conmoción general, unas alumnas lloran. Largo camino de evacuación, del salón al jardín central, cruzando un pasillo que sentí que se caería. Luego horas de angustia, sin poder comunicarme con nadie. Sin luz y sin teléfono en mi casa, escuchando un radio de pilas. Y de pronto ese aparatito, ese radio de pilas, la fecha precisa, el miedo que se siente mientras uno escucha las noticias, hacen que la memoria conecte con la sincronicidad. No un déja vu sino algo más sobrecogedor, algo tremendo, como si rasgaran la realidad y se descubriera de golpe una lógica distinta, oculta, sin tiempo ni espacio, una suerte de Dios oscuro moviendo los hilos. A las once de la mañana se había programado un simulacro, justo por la fecha, y a la una de la tarde con catorce minutos, sin que sonara la alarma, todo se cimbró, en una coincidencia siniestra. Sí, otra vez es 19 de septiembre, y entonces todo parece salirse de su lugar, moverse a otra región, en un tiempo distinto; como si uno se desplazara apenas unos milímetros y una veladura cayera. Como si uno ahí, estúpidamente sentado en la cocina, sin luz, escuchando el radio de pilas, cambiara de pronto de paralaje y se entrara en un fatum, más allá de la historia.
Me entero de golpe en Facebook sobre el derrumbe en el Rébsamen. Mi primo, que vive cerca, está ahí removiendo escombros. La sincronicidad de nuevo en forma de miedo, un agrietarse. ¿Por qué precisamente me entero de esa escuela primaria y no de otra? Regresan los pasillos del Rébsamen, los míos, los de mi niñez, y también regresa el olor a muerte que flotaba en la ciudad, mis ocho años, aquellas ruinas, una ciudad destruida; y de pronto un montón de recuerdos salen quién sabe de dónde, imágenes en tropel. Nino Canún en la televisión, dando listas de nombres, un inventario de cadáveres o de desaparecidos. La avenida División del Norte con las ventanas de los segundos pisos al ras de la banqueta. El susurro de los adultos hablando de los edificios colapsados, casi en silencio, para que los niños no nos enteráramos y no sintiéramos miedo. La maleta con las escrituras de la casa, víveres y una linterna de pilas, puesta ahí en la puerta de la casa, a la mano. Las camas improvisadas en la planta baja para salir rápido si era necesario. Unos autos aplastados como si fueran de juguete, en la planta baja de un edificio que como un acordeón se vino abajo sin desplomarse por completo. La espera indefinida de una nueva réplica. Cosas diminutas que uno cree olvidadas y que de pronto regresan, treinta y dos años después, y se seca la boca y no son diminutas y el miedo es cíclico. Y me doy cuenta que de alguna manera esa paranoia se metió un poco dentro de mí, ese absurdo esperar aquella réplica que nos sacaría de la cama en plena madrugada. Quizá por eso en el 2009 escribí Código de barras, una obra de teatro sobre un terremoto que deja a cuatro personas atrapadas en los escombros de un supermercado; después del estreno jamás la volvimos a montar, la intenté borrar, aquella escenificación me pareció tonta, irrespetuosa, de más.
Y sí, es de nuevo el decimonoveno día del noveno mes, pero es 2017 y estoy sentado en mi cocina, escuchando en la radio portátil que en Cholula, sobre la pirámide, las torres de la iglesia de Nuestra Señora de los Remedios se han derrumbado. Y sí, es de nuevo diecinueve pero no hay cambio visible de paralaje, ni revelación de un fatum más allá de la historia, es sólo miedo. Miedo físico y metafísico, a causa de la coincidencia inverosímil. Pienso con angustia en la escuela de mis sobrinos y en mis familiares que viven en la Ciudad de México. Se mandan mensajes por teléfono celular que no llegan, se piensa también en los mensajes que nos están enviando que tampoco llegan. Una red invisible de mensajes que no llegan y que llegarán a destiempo, inútiles, cuando ya no signifiquen nada, o simplemente mensajes perdidos, escritos rápidamente, que ya nunca llegarán.
Justo hace treinta y dos años mi primaria sólo tuvo una barda caída, pero esta vez la escuela Enrique Rébsamen quedó derrumbada. Pienso eso, pienso que no es una coincidencia, que hay allí un signo. Luego me doy cuenta que desvarío; en realidad no hay signos, no puede haberlos, intento ser realista. Sensación de profundo misterio, miedo por esa coincidencia, que de alguna forma secreta y siniestra, parece no serlo. Miedo sincrónico. Niños atrapados bajo los escombros, en ese preciso lugar, ese espacio en donde yo jugué y crecí, niños que pudieron haber sido yo hace treinta y dos años o viceversa. Recuerdo los tubos de metal color rojo, como de bomberos, que había instalados en aquel edificio, adosados a los barandales; recuerdo los simulacros que hacíamos frecuentemente después de aquel año de 1985. «No corro, no grito, no empujo», letreros en cada descanso de la escalera y junto a la tiendita. Yo era jefe de grupo y tenía que sonar un silbato para salir de los salones cuando sonara la alarma. Primero bajaban las niñas que se tiraban con algo de miedo en los tubos metálicos, que nos recordaban a los superhéroes de las películas; después los niños, y al final el maestro o la maestra responsable del grupo. Recuerdo que mi mamá llevaba frecuentemente el Ford Fairmont a un taller mecánico que los hijos de la dueña del Rébsamen tenían junto a la escuela; aquel coche se calentaba a cada rato y había que echarle agua al radiador constantemente. Veo incrédulo las fotos que circulan en la red: arriba de ese antiguo taller hicieron ampliaciones, al parecer esa es la parte de la escuela que colapsó. Veo la fotografía en el monitor, en el patio que aparece lleno de escombros, pasé casi toda mi infancia. Estudié de primero a quinto de primaria, después, justo por el terremoto, mi familia y yo nos mudamos a Puebla y nunca volví a poner un pie ahí. Mi padre trabajaba para el FIRA, un fideicomiso del Banco de México, que por aquella época fue de las pocas instituciones que sí aplicó la política de descentralización que tanto pregonaban como algo urgente en la planeación urbana. Salimos de ahí, de la capital. Llegué a provincia, a estudiar entre desconocidos mi sexto año de primaria, en una escuela que tenía una edificación de ciento veinte años, una especie de castillo histórico en donde se había refugiado Madero y que paradójicamente parecía más seguro, más sólido, que cualquiera de las escuelas construidas recientemente. Me adapté a Puebla más rápido que mis hermanas, que aún querían seguir escuchando a Jaime Pontones y su Utopía radiofónica transmitida desde Rock 101. Mi padre, al llegar a la nueva casa, ya no armó una alarma sísmica, sino que tuvo que ingeniárselas para hacer una antena que captara la voz de Pontones, para que mi hermana mayor pudiera dejar de sentirse nerviosa y exiliada. Era, ahora lo pienso, una suerte de terapia. Aquel año comprendí, sin quererlo, una disyuntiva: mudarse o enmudecer. O buscábamos la aparente normalidad, olvidando poco a poco lo acontecido y dejábamos de hablar del sismo, o nos mudábamos definitivamente de aquella ciudad que nos había dejado imágenes de destrucción y paranoia. Mudarse o enmudecer: repito eso ahora, de forma extraña. Suspensión de clases en la universidad, suspensión de mi programa radial de los martes. Necesidad de ayudar de alguna manera, de forma inmediata. Y al mismo tiempo no saber cómo ayudar, ni dónde. Un tiempo muerto, lleno de ansiedad.
Y junto al miedo y la sincronicidad, la urgencia por negarlos. Percatarse de que justo en esa negación, hay algo secreto que los une. Darse cuenta, comprender de una forma no racional, que uno es impotente y partícipe de esa especie de trama secreta.
Darse cuenta que uno es inútil, a pesar de las buenas intenciones y de la organización espontánea de la dichosa sociedad civil, término que a mí me parece inventado por Monsiváis justo a partir de la experiencia de 1985. Sin cronos, sin aprendizaje, hoy de nuevo el sismo y la desgracia han revelado la ausencia de la reacción eficaz del Estado, su virtualidad, la corrupción expandida como un cáncer, la desigualdad, ese otro gran terremoto. Y por otro lado la movilización de la gente, la energía de mujeres y hombres que todavía son capaces de sentir empatía por el otro. Las redes sociales bombardean con información y denuncias, llamados de auxilio, la misma mierda en ciertos sectores del gobierno, intentos de jugar con la desgracia a su favor, confiscar las donaciones y los víveres para después repartirlos a nombre suyo. Mandar remover escombros con maquinaria, aun sabiendo que hay o puede haber sobrevivientes. Desalojo violento de socorristas. Indignación, polarización. Mi primo sabe que yo estudié ahí; llegó a División del Norte y vio el río
de gente que iba al mismo lugar, sobre todo médicos de la clínica 32 y muchos muchachos de la prepa 5. En Facebook escribió al día siguiente lo que vivió:
Apenas había pasado el terremoto y ya estaban allí cientos de personas organizadísimas, ya habían ido por los carritos de un supermercado para retirar los escombros, ya habían formado una valla para pasar cubetas de mano en mano, ya estaban repartiendo tapabocas, ya estaban organizando el tráfico en ausencia de los policías, ya estaban descargando garrafones de agua y cajas de suministros, ya estaban consolando a los que necesitaban consuelo…
En el libro Poética de la sincronicidad, que gané por azar en una emisión radiofónica de Radio BUAP, Víctor Toledo habla de un amigo suyo que en 1995, durante un congreso en Colima, se había ido a Manzanillo a descansar, y se había hospedado justo en el hotel en donde le habían dicho que no lo hiciera, pues diez años antes, en el terremoto de 1985, había sido fuertemente afectado. Toledo cuenta que ese amigo que se había salvado de milagro en 1985 por levantarse de su cama a tomar agua justo en el instante del terremoto, diez años después murió ahí, en ese hotel de Manzanillo, en el sismo de 1995. «El mismo temblor lo perdonó y lo mató», escribe Toledo. Mientras tanto, yo sigo meditando la conexión misteriosa que opera entre el miedo y la sincronicidad. Pero no llego a nada, no sé pensar aquello, dejo esto en puntos suspensivos, porque si no habría que empezar de nuevo a recordar aquel jueves en el que tenía ocho años, eran casi las siete de la mañana e iba al colegio Enrique Rébsamen.