Tierra Adentro

Resulta interesante observar la manera en la que constantemente, las personas aludimos a la cabeza para hacer referencia al individuo como un todo. Recurrimos a la sinécdoque sin darnos cuenta de la carga filosófica que puede haber tras ella.  El año pasado, la artista plástica Juliana expuso su obra  If a body meet a body en la galería OMR (Ciudad de México), que se centraba en la relación que hay entre el cuerpo y el pensamiento en el ser humano. El elemento principal en los trabajos que conformaban esta exposición era la cabeza: había esculturas de cabezas sin el cuerpo, figurines sin cabeza, incluso una gran imagen de un hombre acéfalo con ojos en los pectorales se mostraba al fondo de la primera sala. La obra de Aranda giraba en torno a la concepción de la cabeza como el elemento central que define a una persona como ser humano, como un ente pensante, con un individuo dotado de vida, de personalidad, de ego. «[…] si me cortas la cabeza, ¿qué diría? ¿”Yo y mi cabeza” o “yo y mi cuerpo”? ¿Qué derecho tiene mi cabeza de llamarse “yo”?».

En la exposición, una cuerda pendía de la pared: «El nudo ahorcado, también llamado nudo del verdugo […] es un nudo mejor conocido por su uso para ejecutar a alguien. […] Entonces el condenado a muerte cae al final de la cuerda hasta producir, por su propio peso, la ruptura del cuello». En una sala contigua, se había colocado una guillotina, ese instrumento cuya función era el castigo del condenado al tiempo que se hacía pública la condena.

A finales del XVIII y principios del XIX, el castigo público fue desapareciendo, sobre todo por la transformación de la jurisprudencia. «Ha desaparecido el cuerpo como mayor blanco de represión penal».[1] La decapitación y los azotes públicos también se suprimen y en su lugar aparece la prisión como centro para privar de la libertad a un individuo (del mismo modo en que la guillotina había quitado la vida de los hombres de la Edad Media).[2]

Es cierto que con el nacimiento de los códigos penales modernos se suprime la teatralización del castigo, el rostro del culpable deja de verse en la plaza pública, pero desde mediados del siglo XIX reaparece a través de la fotografía de identificación que acompaña los registros judiciales. La fotografía de identificación de presos exhibe sólo la cabeza y la toma en primer plano muestra sólo aquello que interesa conocer del criminal: su rostro. Para mediados del siglo XVIII, el criminal era un modelo de monstruo moral, no tanto corporal.

La fotografía de identificación apareció en México en el siglo XIX como un medio por el cual la autoridad gubernamental ejerció el poder sobre los anormales e indeseables; su nacimiento responde a la necesidad de dominio en un momento de descontrol, pero al mismo tiempo exhibe los problemas sociales que atravesaba el país. Su nacimiento también concuerda con la transición del castigo corporal al castigo dictado por la jurisprudencia y la medicina. En su ensayo Sobre la fotografía, publicado en 1975, Susan Sontag menciona que en la redada de Communards de 1871, los estados modernos emplearon la fotografía como instrumento de vigilancia y en contra de las poblaciones. En general, las fotografías habían sido puestas a merced de instituciones de control muy fuertes como la familia y la policía, haciendo que en la catalogación burocrática del mundo, se diera validez a los documentos sólo si tenían una fotografía con el rostro del ciudadano.[3] Algo similar ocurrió con la fotografía en México desde mediados del siglo XIX. Durante este periodo se hace uso del retrato para identificar al sector que amenaza la estabilidad y en 1855 se reglamenta el uso de la fotografía para la identificación de reos por medio del Reglamento para asegurar la identidad de los reos cuyas causas se sigan en la Ciudad de México”, expedido por el entonces presidente, Antonio López de Santa Anna.[4] El fotógrafo, —uno más de los técnicos del siglo XIX— expone al reo y le pone rostro al anormal que debe ser castigado. El criminal dejo de ser castigado por lo que hacía y comenzó a ser castigado por lo que era. Los discursos «científicos» se formaron con la práctica del poder de castigar,[5] mientras que el discurso visual de la vigilancia se formó con la fotografía de identidad.

En principio no había reglas para las fotos del registro, sólo se sabía que debían mostrar al individuo de frente.[6] La fotografía de identidad de presos fue —y continúa siendo— un acto involuntario en el que el individuo se ve violentado y da muestra de su disconformidad a través de gestos faciales. Así, las imágenes pueden ser el resultado de un acto violento por parte del fotógrafo al fotografiado.[7]

La violencia de este acto se afirma simbólicamente cuando se elige el primer plano para los retratos, pues se separa la cabeza del resto del cuerpo suprimiendo a éste por completo. Se guillotina al criminal y se usa su imagen con fines burocráticos para que su cabeza y su rostro acompañen el registro escrito en el que se describen sus crímenes. En 1996, el artista visual Carlos Aguirre montó una exposición en el Centro de la Imagen que llevaba por título Imágenes del neoliberalismo. El artista exhibía retratos de presos (tanto hombres como mujeres) que en 1973 habían sido acusados de infringir la ley. Los documentos visuales habían sido extraídos de un archivo de criminales que el fotógrafo Arturo Ortega Navarrete obtuvo gracias al militar Felipe Islas. Los delitos cometidos variaban: a Alicia Ramírez Marín se le había acusado de prostitución, a Ricardo Ramírez se le acusaba de haber asaltado un taxi, a Luis González Gómez de ser asaltante, mientras que a Manuel Córdoba Gutiérrez se le acusaba de falso abogado. La instalación —además de exhibir los retratos en blanco y negro de los acusados— también incluía un artefacto que se asemejaba a una guillotina.[8] La importancia de esta exposición radica en que mostraba fotografías de la década de 1970, periodo en el que el control policiaco ya se encontraba bien consolidado y que había iniciado hacía más de un siglo antes. Pero al mismo tiempo evocaba al castigo público y a la decapitación.

Es necesario hacer énfasis en la clasificación de los prisioneros mismos, pues tampoco significa que los fotografiados en prisión realmente fueran criminales o delincuentes; se separaban según el tipo de delito que cometieran. En 1960, el fotógrafo Héctor García realizaría una de las fotografías más icónicas del muralista David Alfaro Siqueiros durante su permanencia en la prisión de Lecumberri tras haber sido acusado de «disolución social». Mónica Montes, realizó un excelente artículo (Preso no. 46788) en el que da amplios detalles sobre el trabajo que realizaran en conjunto Elena Poniatowska y Héctor García, para realizar una entrevista al preso político. La imagen muestra a un Siqueiros que dirige una mirada fija y poderosa a la cámara, al tiempo que estira y saca el brazo y la mano derecha de entre las rejas. En esta fotografía el preso es retratado desde un plano medio que deja ver la cabeza y la mitad de su cuerpo. La mano que se ve en primer plano recobra la fuerza que el encuadre en picada le había quitado a la figura de Siqueiros. «Él extendió la mano fuera de la reja, y yo obedecí a la lección magistral del general Pancho Villa “dispara y después virigua”. Disparé ante este gesto. Reflexioné a posteriori. De todas las fotos de Siqueiros en Lecumberri, esta es la que flota. La que se hace famosa. Ilustra el cartel de la campaña mundial para liberar a Siqueiros […]».[9] La composición de esta fotografía es distinta a la de la fotografía de identificación que acompaña al resto de los documentos de los presos. Esto se debe a que ambos tipos de fotografías tendrían distintos usos. Los gestos de Siqueiros y la pose de su cuerpo echado hacia adelante advierten que está siendo violentado y que podría tratarse de un retrato involuntario.

Los retratos realizados dentro de las cárceles son el reflejo de una sociedad moderna en la que se contiene, se controla y vigila —por medio de la jurisprudencia— a quien debe ser corregido y castigado. Juega un papel importante en la representación del «desviado», a quien se separa simbólicamente de su cuerpo a través de la fotografía. El fotógrafo se vuelve una especie de nuevo verdugo, la cámara se convierte en la guillotina del siglo XIX y el castigo para el condenado es tener un rostro que puede ser reproducido en los medios modernos con el simple propósito de que pueda ser identificado a nivel público.

 


[1] Michel Foucault, Vigilar y castigar. El nacimiento de la prisión, pág. 10.

[2] Ibid., pág. 15.

[3] Susan Sontag, Sobre la fotografía, págs. 19- 20.

[4] Se introduce una técnica moderna de vigilancia control y castigo. Sergio González Rodríguez, Cuerpo, control y mercancía. Fotografía prostibularia. pág. 75.

[5] Ibid., pág. 23.

[6] Rosa Casanova, De vistas y retratos: la construcción de un repertorio fotográfico en México, pág. 10.

[7]> Marina Azahua habla sobre la violencia que hay detrás del acto fotográfico en Retrato involuntario. El acto fotográfico como forma de violencia, en el que también abre un capítulo dedicado a la foto de los prisioneros camboyanos de Toul Sleng.

[8] Alfonso Morales Carrillo, Guillotina y obturador. Traspasos de un archivo policiaco, pág. 120.

[9] Héctor García en una entrevista a Luis Carlos Emerich en: Mónica Montes, Preso 46788, pág. 77.


Autores
(Distrito Federal, 1991) estudió Historia en la Universidad Autónoma del Estado de Morelos. Durante su carrera enfocó sus investigaciones a la fotografía del México decimonónico. Ha tomado cursos de retrato y fotografía digital en la Escuela Activa de fotografía y en la Facultad de Artes de la UAEM.