Reconquistar la vida
Una pregunta de cantidad ronda mi cabeza: ¿qué hay más, dedos o redes sociales? Imagino que detengo a una persona al azar en una avenida para preguntarle si le alcanzan los dedos de una mano para contar las redes sociales en las que tiene una cuenta. Facebook, Twitter, Instagram, Pinterest, Tinder: se agotó la primera mano. Vislumbro un dejo de sorpresa en sus ojos, mas no hay pesar respecto a ese número que acaba de nombrar, haciéndolo existir por primera vez. La invito a un cálculo ab-surdo, le pido que piense cuánto tiempo invirtió diseñando un perfil para cada una de esas redes y cuántas horas a la semana dedica a alimentarlas. Se ríe, no tiene idea, responde comple-tamente relajada. La pregunta me sale torpe, desbocada: si yo mirara tus redes sociales, ¿sabría quién eres? Ante esa pregunta extraña, la sonrisa se borraría de su cara, recordaría que lleva prisa y que la esperan en algún lugar. Se iría. Su incomodidad confirmaría el presentimiento de que hoy en día nuestras redes sociales son más un escaparate que una ventana. Son un receptáculo que otro, no yo, llena. Son una petición: dime quién quieres que sea. Algo tan personal como la construcción de la propia identidad se sustenta en una necesidad de satisfacer expectativas externas.
La lógica de la seducción, dice Gilles Lipovetsky en La era del vacío, describe la manera en que funciona la sociedad actual: a través de un sistema de personalización, donde cada uno de nosotros es capaz de delimitar tanto como lo desee aquellos elementos con los que quiere integrar su identidad. Estamos “ávidos de identidad, de diferencia, de conservación, de tranquilidad, de realización personal inmediata. La gente quiere vivir aquí y ahora, conservarse joven y no ya forjar el hombre nuevo”. La seducción promete placer, formas y servicios que se ajustan a lo que la época pide: brevedad, inmediatez, fugacidad. Karl Ove Knausgård desafía esa lógica con esa monstruosa autobiografía en siete tomos, Mi lucha. Knausgård se planta en este mundo que cada vez se hace más pequeño a fuerza de delimitación y declara: soy un nórdico en mis cuarentas y atribulado, ésta será mi autobiografía: no es literatura de ficción, no hay una trama anecdótica y no es breve. No hay nada seductor en ese planteamiento. Los dos primeros tomos traducidos al español son libros de quinientas y seiscientas páginas, respectivamente. ¿Quién quiere eso en la época de Twitter, donde uno puede ponerse ingenioso o categórico siempre y cuando no rebase los ciento cuarenta caracteres? O, en palabras de Knausgård:
No hay ningún ser humano moderno que quiera ser un santo. ¿Qué es una vida de un santo? Sufrimiento, sacrificio y muerte. ¿Quién coño quiere tener una buena vida interior si no tiene una vida exterior? La gente sólo piensa en lo que la introversión puede proporcionarle de vida exterior y de progreso. […] Sólo hay una clase de oración para el ser humano moderno, y es la oración de deseos. Sólo se reza si se quiere algo (Un hombre enamorado, p. 510).
Alguien podría aventurar si acaso este titánico reflector que Knausgård pone sobre sí mismo no abreva en el mismo narcisismo de aquel que tiene una cuenta en ocho redes sociales. Hay un elemento que los diferencia esencialmente: la búsqueda. Cuanto más accesibles y plurales son los medios de expresión, menos cosas se tienen por decir; cuanto más se subraya la subjetividad, más anónimo y vacío es el efecto. En internet, el acto de comunicación per se tiene primacía sobre lo comunicado. Hay una indiferencia por qué se comunica, aunada a una apremiante necesidad de decir. Pero, ¿a quién, por qué? Es la comunicación sin objetivo ni público, el emisor convertido en el principal receptor. Apunta Lipovetsky: “La plétora de informaciones que nos abruman y la rapidez con la que los acontecimientos mass-media-tizados se suceden, impiden cualquier emoción duradera”. Knausgård, en oposición, dice para vivir. En un mundo que le resulta cada vez más frustrante e incomprensible, se aferra a la palabra como reducto del espíritu, de la vida que se alza por sobre la insignifican-cia. Si hay algún sentido que encontrar, le será revelado a través de la escritura. “Lo único que me ha enseñado la vida es a soportarla, nunca a cuestionarla, y a quemar en la escritura los deseos generados” (La muerte del padre, p. 47). Knausgård busca la ver-dad, la realidad, la esencia. Sería ocioso esgrimir el sobado argumento de que no existe una sola realidad, que ésta no es sino una infinidad de percepciones, etcétera. La realidad que Knausgård quiere tocar es aquella que no está en las apariencias, sino en la esencia de las cosas, ya lo dice él: “Yo lo que quería era la fascinación” (Un hombre enamorado, p. 103).
Esas palabras —esencia, verdad— suenan dignas, heroicas. Sin embargo, ya no es el tiempo de la epopeya: todos nuestros dioses han muerto y el hombre no tiene más que su propia mediocridad para explicarse el mundo. Por eso Knausgård es un devoto de los detalles, tiene fe en que en esas simplezas se encuentre el có-digo para poder leerse con plenitud: “Excepto en los detalles, todo se parece a sí mismo. […] Al mismo tiempo, comprendo que precisamente lo repetitivo, lo encerrado, lo inalterable, es necesario, que me protege, porque las pocas veces que lo abandono, vuelven todos mis viejos tormentos” (La muerte del padre, p. 40). En La resistencia, Ernesto Sabato reflexiona sobre las circunstancias vigentes que eliminan individualidades y apuestan por delimitar nichos de masas de personas con características similares que puedan reunirlos en un grupo: “A medida que nos relacionamos de manera abstracta más nos alejamos del corazón de las cosas y una indiferencia metafísica se adueña de nosotros […]. Trágicamente, el hombre está perdiendo el diálogo con los demás y el reconocimiento del mundo que lo rodea, siendo que es allí donde se dan el encuentro, la posibilidad del amor, los gestos supremos de la vida”. ¿Cómo podría estar la esencia de la vida en los detalles? Está, puesto que los detalles son lo más alejado que existe de la abstracción. Y, todavía más, es una probabilidad sensata, dada la cercanía que usualmente existe entre los extremos: lo in-mundo se toca con lo sagrado, la violencia con el placer, lo grotesco con la belleza. “Lo extraño es que los extremos se parezcan, al menos en un sentido, porque tanto en lo suntuosamente caótico como en lo severamente regulado y dividido, el vivo no es nada, la vida lo es todo” (La muerte del padre, p. 223).
Mi lucha es una apuesta por una búsqueda introspectiva del yo. El viaje del héroe es un camino que se recorre hacia dentro; y este camino implica dolor y desgarro porque es la conciencia puesta en una práctica dolorosa. El ser humano es un animal de rutinas y estructuras que le dan tranquilidad y lo hacen sentir bien, le otorgan la ilusión de que tiene control sobre algo en este mundo caótico. Intentar verse cara a cara con el propio yo, con todas sus falencias y pequeñeces, implica rupturas, ya sea con nociones preconcebidas de quiénes somos o de cómo es el mundo. Joseph Campbell dice en El héroe de las mil caras: “Toynbee usa los términos ‘separación’ y ‘transfiguración’ para describir la crisis por medio de la cual se alcanza la más alta dimensión espiritual, que hace posible reanudar el trabajo de creación. El primer paso, separación o retirada, consiste en una radical transferencia de énfasis del mundo externo al interno”. Knausgård utiliza todos los detalles que sus sentidos alcanzan a registrar para intentar explicarse a sí mismo. Si esa búsqueda se hace con sinceridad, como lo hace Knausgård, muy probablemente nos daremos cuenta de cosas que no nos hacen sentir orgullosos, que incluso avergüenzan y duelen. Por ejemplo, el fragmento en donde Knausgård acepta que no encaja en esa idea generalizada —y a la cual es casi sacrílego oponerse— de que la paternidad es lo más significativo que puede ocurrirle a un ser humano:
Ay, suena como una caricatura, pero todos los días veo a familias que consiguen que la vida con niños funcione […]. ¿Por qué el hecho de que escriba iba a excluirme de ese mundo? […] Sé que puedo hacerlo desaparecer, también sé que podemos llegar a ser una familia perfecta, pero entonces yo tendría que quererlo, y la vida sólo podría tratarse de eso. Y no quiero eso. […] Se me saltan las lágrimas cuando veo una hermosa pintura, pero no cuando miro a mis hijos. Eso no significa queno los quiera, porque sí los quiero, con todo mi corazón, sólo significa que el sentido que proporcionan no puede llenar una vida. Al menos no la mía (La muerte del padre, pp. 46 y 47).
Aceptar algo así no puede ser fácil, como seguramente tampoco fueron fáciles el resto de las revelaciones que se presentan a la conciencia del autor a lo largo de su autobiografía. Esas palabras tienen un tono confesional. ¿Qué está confesando Knausgård? Nada menos que el dolor de ser hombre.
Este dolor —fundacional e inescapable— va acompañado de angustia. Kierkegaard sugiere que la angustia es la reflexión sobre uno mismo enmarcada en el tiempo. Es decir, el sentimiento que el ser humano experimenta cuando se cuestiona sobre sí mismo al tratar de hacer una síntesis de su pasado (el que uno era) y su futuro (el que uno será) y decidir qué postura tomar ante las posibilidades, ante la libertad de escoger cualquiera de ellas. Por otro lado, Jean Paul Sartre dice en El existencialismo es un humanismo que la angustia proviene de la conciencia de saberse plenamente libre respecto de la propia existencia y de la responsabilidad implicada en ello:
No hay ninguno de nuestros actos que, al crear al hombre que queremos ser, no cree al mismo tiempo una imagen del hombre tal como consideramos que debe ser. Así, nuestra responsabilidad es mucho mayor de lo que podríamos suponer, porque compromete a la humanidad entera. Así soy responsable para mí mismo y para todos, y creo cierta imagen del hombre que yo elijo; eligiéndome, elijo al hombre.
La idea de Sartre no es más que una ampliación, una consecuencia lógica, del concepto de Kierkegaard. La angustia palpable en los textos de Knausgård bebe de ambas definiciones. El tiempo y su avance angustian a Knausgård en varias dimensiones: cuando por años no puede escribir algo que (según él) valga la pena, cuando tiene que ocuparse de su familia y de tareas nimias y eso le roba tiempo de escritura, y cuando de un tirón escribe siete tomos de autobiografía en dos años insoportables. Esa es la reflexión de la que Kierkegaard habla: ¿quién soy, un escritor o un padre de familia y esposo? ¿Puedo ser los dos al mismo tiempo o debo matar una opción para poder ser la otra plenamente? La angustia reside en que el corazón parece desear ambas posibilidades, aunque una entorpezca el camino de la otra constantemente. Y si eligiéndose elige al hombre, Knausgård concluye que “los seres humanos no son más que una forma entre otras formas, expresadas una y otra vez por el mundo, no sólo en lo que vive, sino en lo que no vive, dibujado en arena, piedra y agua” (La muerte del padre, p. 499). Es decir, por más que nos llene de los detalles más nimios de su vida, aún somos capa-ces de relacionarnos, de reconocernos en él, porque el drama humano es uno solo: historia arquetípica que se repite en todos los tiempos, en todos los lugares.
Y la búsqueda de Knausgård no es la de un nihilista burgués, como podría llegar a parecer, sino una postura transgresora que recuerda las palabras del hombre del subsuelo, de Dostoievski: “Yo defiendo […] mi propio capricho y que éste me sea asegurado cuando yo lo necesito”. La lucha de Knausgård es por conservar uno de los últimos bastiones de “la vida viva” (como denomina el hombre del subsuelo a aquello que no está corroído por el prurito racionalista): el derecho al dolor y al sufrimiento y la dignidad del que necesita profundizar en ellos. Es una batalla en donde el combatiente está destinado a morir a manos de su propia arma. Y es que utilizar el lenguaje para luchar contra el exceso de conciencia entraña un problema funda-mental, aunque no por eso incombatible. Dice Dostoievski: “¿Qué me importan las leyes de la Naturaleza y la aritmética, cuando no me gustan esas leyes? Claro está que no podré romper ese paredón con mi frente si se me agotan las fuerzas, pero tampoco me resignaré ante él sólo porque tenga ante mí un paredón de piedra y porque me haya quedado sin fuerzas”. Es decir, aunque el lenguaje sea un paredón de piedra y un camino insuficiente para llegar a la esencia de las cosas, Knausgård intenta roer esa corteza lo más hondo posible: “[…] el lenguaje, es ahí donde se ha buscado lo incomprensible y lo desconocido, como si se encontrara en la periferia de la manera humana de expresarse, es decir, en la periferia de lo que entendemos, lo que en realidad es lógico: ¿dónde si no estaría un mundo que ya no reconoce lo que está fuera de él?” (La muerte del padre, p. 259).
Vale la pena hacer una cita respecto a este tema, puesto que la fascinación de lo titánico de la empresa lo merece: un escritor que sabe de la insuficiencia del lenguaje para tocar lo verdadero y aun así le entrega toda su confianza —toda su esperanza— y escribe siete tomos autobiográficos. Dice Knausgård en Un hombre enamorado:
La misología, la desconfianza hacia las palabras, como la que tenía Pirrón, pirromanía, ¿era algo para atraer a un escritor? Todo lo que se dice con palabras puede ser contradicho con palabras, de modo que, ¿de qué nos sirven las tesis doctorales, las novelas, la literatura? O dicho de otra manera: lo que decimos que es verdad también podemos decir que no lo es. Es un punto cero, y el lugar desde donde se extiende el valor cero. Pero no es un punto muerto, tampoco para la literatura, porque la literatura no es sólo palabra, la literatura es aquello que las palabras despiertan en el que lee. Es ese exceso el que da validez a la literatura, no los excesos formales en sí (pp. 142-143).
Desde siempre, una de las formas del hombre para resolver su permanente desajuste con el mundo ha sido la escritura y eso es precisamente lo que intenta Knausgård: reconstruir, a través de la palabra, esa unidad tan perdida como anhelada.
Esta actitud desafía a aquellos eruditos que pretenden equiparar abundancia de conocimiento intelectual con felicidad o bienestar. “¡Déjenos solos y sin libros, y al momento no sabremos qué hacer, ni dónde dirigirnos; qué amar y qué odiar, qué respetar y qué despreciar! Nos pesa ser hombres, hombres auténticos, de carne y hueso. Nos avergonzamos de ello, lo tomamos por algo deshonroso y nos esforzamos en convertirnos en una especie de omnihumanos. Pronto inventaremos la manera de nacer de las ideas”: esa declaración dostoievskiana bien podría ser el grito de batalla de aquello que combate cada uno de los tomos de Mi lucha. Knausgård sabe que no hay paz ni sosiego en la razón porque, afortunadamente, hay áreas del alma y la psique humana que la razón aún no puede explicar. Los deseos, los caprichos, las contradicciones, el autosabotaje y la mezquindad también son cuestiones humanas. Si el deseo se racionalizara, dejaríamos de desear. La lucha de Knausgård es tan importante porque defiende el derecho a desear algo estúpido o perjudicial para uno mismo, a actuar irracionalmente, a tener exabruptos inexplicables de furia: el derecho a ser hombres.
Y en este caso se trata también de decisiones literarias que trascienden el ámbito artístico de maneras poco agradables. Al erradicar la ficción de Mi Lucha y mostrar al desnudo su historia, Knausgård también necesitó desnudar a su familia y amigos cercanos. Y a nadie le gusta que le quiten la ropa sin su consentimiento. Hay una especie de pacto faustiano en esta obra, pero en vez de intercambiar el alma por el conocimiento, sacrifica la confianza de las personas más cercanas a cambio de lograr la profundidad literaria. Por ejemplo, los familiares de Knausgård tomaron muy mal una parte crucial del primer libro: después de enterarse de la muerte de su padre, Knausgård y su hermano viajan a la casa paterna. En el interior se encuentran con una escena que los llena de horror: hay botellas vacías y suciedad por todas partes y desechos humanos en ropa y muebles. La abuela, incontinente y claramente senil, parece ser alcohólica también y se da cuenta de muy poco. El padre de Knausgård era un respetado maestro y político local. La familia siempre había tenido la precaución de mantener una imagen de decoro. En una declaración pública a un periódico noruego en 2011, Bjorge Knausgård, un tío de Karl Ove, descargó su indignación por la transgresión de su sobrino: “Hemos visto cómo el cinismo de la editorial y del autor logran un proyecto de libro. Se trata de manejar los medios de comunicación, filtraciones controladas de los próximos libros y ataques a las personas nombradas, tanto vivas como muertas. Todo gira en torno a dos cosas: el dinero y la fama. Sea cual sea el costo”. Además, en una carta aparte, catorce miembros de la familia de Knausgård declararon que Mi lucha era “literatura de Judas”. Geir Gulliksen, el editor de Knausgård, lo ha defendido de dichas declaraciones:
A veces los escritores escriben para hacer una especie de venganza contra el mundo o contra su familia. En el caso de Karl Ove, es al revés. Es más que nada, creo, a sí mismo a quien está exponiendo. Donde los críticos ven crueldad, yo veo una especie de masoquismo.
Retratar el horror no es una fórmula para ganar popularidad, pero el dolor y el sufrimiento, decía Nietzsche, son tan valiosos como la tranquilidad y la alegría, pues ambos extremos forman parte esencial de la vida en tanto experiencias vitales. Lo humano no es, en definitiva, sólo luz: el horror nos constituye tanto como la belleza. Aunque el conocimiento absoluto del hombre nunca será posible, cercenar por completo su mitad oscura nos aleja de ese imposible propósito mucho más.
Knausgård es un autor que decidió decirle no a las formas de su época. No a la brevedad, no al minimalismo, no a la inmediatez, no a lo efímero, no a lo superficial. Con esta negativa explícita en contra del mercado, ¿no esperaríamos que sus libros fueran un fracaso total? En cambio, resultaron un éxito comercial. Mi lucha ha vendido medio millón de copias sólo en Noruega —un país de cinco millones de habitantes— y el primer par de volúmenes ha sido traducido a veintidós idiomas. De hecho, por un tiempo se propagó la noticia —muy probablemente falsa— de que el furor por Knausgård en Noruega era tal que las oficinas y empresas tuvieron que declarar “días libres de Knausgård”, que básicamente consistían en prohibir que los empleados hablaran del autor y sus libros pues se perdían muchas horas de productividad. Aunque la idea de que la excitación literaria pueda detener el ritmo frenético de trabajo actual es demasiado buena para ser verdad, el hecho de que se haya inventado una anécdota como esa nos habla del fenómeno comercial de la obra de Karl Ove. Lo dice él mismo en una entrevista en El Cultural:
Mientras duraba el proceso de escritura pensaba que nadie estaría demasiado interesado en estas páginas puesto que son demasiado personales. Pero resulta que ha ocurrido todo lo contrario: hablo de cosas tan íntimas que mi vida se ha fundido con la de mis lectores. Lo he comprobado en el hecho de que cada vez que alguien me habla de alguno de mis libros cita una frase mía y a continuación empieza a hablarme de su propia vida. Ese es el gran poder evocador de la literatura: leer y escribir es un poco lo mismo y tiene que ver con la mirada hacia el interior para contar lo que se ve.
Este aplastante éxito de ventas, ¿no nos habla sobre los deseos no dichos de la gente? ¿Sobre nuestras ataduras y poses? Parecemos aceptar, desear y hasta glorificar la lógica del mercado actual, pero en cuanto llega una obra que aplasta esos paradigmas y los escupe, nos abrazamos a ella como si fuera una especie de tabla de salvación. Quizá Knausgård nos toca porque es radical-mente sincero en cuanto a sus contradicciones, que son también las nuestras: queremos la venganza y a la vez albergamos el deseo de hermanarnos, padecemos el dolor ante la humillación tanto como nos invade la sed de humillar al otro y sentimos la necesidad de reconocernos en otro mientras luchamos por nuestra individualidad. Al fin y al cabo, ¿qué es el ser humano sino una síntesis de contradicciones?