Tierra Adentro

Uno de los aspectos que resulta interesante en las primeras temporadas de The Walking Dead es la persistencia del personaje principal, Rick, de usar diario su uniforme de policía. Es una cuestión ridícula, ya que al caerse el Estado desaparece la figura simbólica que él representaba en la sociedad. No obstante, viste el sombrero y la placa. Rick no es sólo un hombre, sino un sujeto que ama la justicia y su papel. Su profesión lo es casi todo para él pues ontológicamente se afirma como policía; es un ser arrojado a un proyecto en razón de la pasión por el oficio. Hay, pues, una identificación. El oficio es refugio contra el mundo pero también vehículo de afirmación respecto de la historia: ser el mejor en lo que hago es incuestionablemente la mejor forma de salir a la superficie. Se trata de ser virtuoso pero también de tener el reconocimiento, la validación histórica que, lejos de ser una cuestión banal, es una herida añeja en el hombre.

Así, en Whiplash (2014), segundo largometraje del joven cineasta Damien Chazelle, nos acercamos a la vida de Andrew Newman (Miles Teller), un músico que se ha ganado un lugar en el conservatorio Shaffer, la mejor escuela de jazz en Estados Unidos, donde el talento, dedicación y precisión son medidos por el profesor Terrence Fletcher (J.K. Simmons), temible capataz a la vez respetado e idealizado: ganarse un puesto en su banda es sinónimo de éxito. Newman no sólo toca por gusto sino porque quiere su puesto en la historia y sabe que para estar en las grandes ligas tiene que jugárselo todo. Es por esto que, ante la presión de Fletcher, asume cierta disciplina erótica. Acepta los gritos y los maltratos porque en el fondo sabe que aún no es la mejor versión de sí mismo.

Entre tanta crítica positiva, la cinta ha sido objetada como homenaje al docente cruel que presiona al otro hasta un límite imposible, dedazo infantil que pierde noción de la verdadera importancia de la cinta. Slavoj Žižek dice en El títere y el enano: “la mayor sorpresa, la mayor prueba de la creatividad divina es que lo mismo se repita una y otra vez […] la monotonía es la idiosincrasia más elevada, la repetición demanda el máximo esfuerzo creativo”, y para muestra tenemos a Sísifo. Whiplash es excepcional porque es fiel a las autodemandas de todo aquel que tiene una teleología. Newman es un Sísifo que se reinventa cada vez que toca las mismas notas con diferente exigencia. Es un narcisista que sólo frente a esa autoridad severa se afirma como músico. El papel de Fletcher sirve para ejemplificar la noción del superyó, que, según Žižek, es “la instancia cruel e insaciable que me bombardea con demandas imposibles y luego se burla de mis vanos intentos de cumplirlas, la instancia ante cuyos ojos soy más culpable cuanto más trato de eliminar mis inclinaciones pecaminosas y satisfacer sus demandas”. Esa es la tarea de este furioso capitán que afirma que las dos palabras más dañinas en el idioma son: “buen trabajo”. Fletcher es el encargado de pedir lo imposible y Newman está decidido a cumplirlo. Lo que busca es ser el mejor jazzista de su generación. Un sueño que pocos consiguen.

En el mismo tenor nos encontramos con The Theory of Everything (2014), que da cuenta del arduo camino personal que Stephen Hawking tuvo que librar para lograr el reconocimiento del que ahora goza. Pese a su tono cursi, la gran actuación de Eddie Redmayne permite conocer al astrofísico de forma personal.

¿Qué hay detrás de un genio? ¿Cómo es su vida cotidiana? El resultado es asombroso. Cuando a los veintiún años se le detecta esclerosis lateral amiotrófica y se le vaticina poco tiempo de vida, es el amor de su pareja, Jane Wilde, lo que en un primer momento lo lleva a recuperar su deseo de vivir, pues ante la funesta noticia, el novel físico se había dejado consumir por la idea de la muerte. Ella lo cambia todo. Vale la pena aquí recordar y hacer un puente con Pi (1998) de Darren Aronofsky, donde a través de un diálogo corto entre Max y su ex maestro cuenta una visión interesante del mito de Arquímedes, con su famoso Eureka, para al final cuestionar “¿Cuál es la moraleja de la historia? […] El punto de la historia es la esposa. Si escuchas a tu esposa, ella te dará perspectiva…”. Por supuesto, de lo que habla Aronosfky es de la importancia de romper paradigmas. En este caso la que genera el cambio es la esposa, sin ella el gran matemático de la antigua Grecia no habría logrado su momento histórico. Y en The Theory of Everything, al igual que en Pi, todo comienza por la esposa. Es el cambio de paradigma que da pie a que Hawking decida redirigir su vida al estudio de la física. Después del cambio de perspectiva que ella le brinda, el científico hace frente a la muerte. Ella se asume como compañera, como amante y decide dedicarle su vida.

La decisión de Hawking de seguir luchando, aunque generada por Jane, no será focalizada en ella, por esto es que más adelante puede divorciarse y casarse con su enfermera. Su líbido está centrado en desentrañar el origen del universo: pensar, teorizar, poner en prueba. La hazaña es luchar contra la muerte en pro de la física y es esto lo que eleva su vida y trabajo a una categoría mayor. Hawking, a pesar de estar encerrado en sí mismo, ha permanecido vivo en parte por la forma en que ha afrontado sus problemas de salud al adentrarse en la física. Es el ego, la trascendencia, lo que permite su estadía a pesar de tanta dificultad.

La soledad es uno de los fenómenos que acompaña a los ensimismados, puesto que su oficio deviene ontológico: “soy lo que hago”, y por ende se difumina cualquier horizonte ético; “el mundo se le presenta sólo como proyecciones de sí mismo”, dice Byung-Chul. Por esto, el otro lo desestima, porque no encuentra un reflejo moral en él, no hay empatía, tal como el caso del Alan Turing que brinda The Imitation Game. Turing está obsesionado con descifrar la máquina que los nazis empleaban para enviarse mensajes. Es capaz de desplazar al otro, de removerlo, de lastimarlo. Sus compañeros, a pesar de concederle gran inteligencia, lo detestan pues es una especie de máquina que no rompe su patrón de trabajo ante la presencia del otro. Él es su propio proyecto en desarrollo; su vida es el estudio, mejorar, llegar a donde nadie más ha llegado. El reconocimiento de los otros, el avasallamiento, no es a causa de sus cualidades humanas sino de su intelecto. La ciencia y la música son gobernadas por las matemáticas que tanto idealizó Pitágoras; ser el mejor no es cuestión subjetiva.

En Birdman (2014), de Alejandro González Iñárritu, no sucede así, pues la profesión —casi axiomática, por cierto— que se encara a través de Michael Keaton, es la de un actor de cine en declive ahora mudado al teatro. La época grande de Riggan Thomson, cuando interpretó a un superhéroe en una saga de películas, ya ha pasado, eso terminó. De la gloria no le queda más que el recuerdo dulce con que llenó su ilusión, y ahora intenta recuperar la atención del público con la adaptación al teatro del cuento “De qué hablamos cuando hablamos de amor”, de Raymond Carver. Riggan es un idealista que se autoflagela constantemente. A diferencia de Andrew en Whiplash, él no necesita una autoridad que le reproche sus acciones. Recordando una de las tesis expuestas por Byung-Chul Han en La sociedad del cansancio: ya no requerimos de un jefe que nos exija más: “el explotador es al mismo tiempo el explotado”. Los diálogos surrealistas que entabla con su anterior personaje no son sino un diálogo con su “yo ideal”, en tanto que su vida está focalizada en impresionar al público que ahora demanda nuevas cosas de los actores.

Para Riggan, esta nueva puesta en escena puede resignificarlo todo. Es una disculpa consigo mismo a la vez que una oportunidad de redimirse: sin el reconocimiento del gran Otro, de su público, su vida está perdida. Por eso todo se derrumba cuando Mike Shiner (Edward Norton), un reconocido actor de Broadway, se incorpora a su obra. Aunque su nombre en las marquesinas es sinónimo de taquilla, es también una amenaza para su hazaña personal. Shiner pertenece a las nuevas generaciones que han ganado fama por ser espontáneos en el escenario, en vez de seguir cabalmente un proceso racional y estricto de actuación. El que sea él, y no Riggan, quien aparece en las portadas de los diarios es una afrenta imposible de lidiar: la prueba ilustrada de que su sueño no va a llegar a pesar de sus esfuerzos sobre el escenario. La no validación del público es una negación ontológica para Riggan: si no es un gran actor, quién es entonces. Una terrible pesadilla.

Si “el ser se dice de muchas maneras”, para Newman, Hawking, Turing y Riggan, una de ellas es a través del oficio al que se han aferrado como pilar en el tiempo, como vehículo para dejar atrás la particularidad y lograr la tan necesitada gloria de la universalidad histórica en tanto mandato heroico (es la posibilidad de la muerte lo que acerca a Riggan Thomson de nueva cuenta con su público). Una misión romántica que debe ser cumplida y que apunta a lo ya referido por C.S. Lewis en Cautivado por la alegría: “la necesidad puede no ser lo opuesto de la libertad y tal vez un hombre es más libre cuando, en lugar de producir motivos, dice sencillamente: soy lo que hago”.