Hong Kong (segunda parte): En busca del futuro perdido
Puedes leer aquí la primera parte
This morning I woke up in a curfew
O God, I was a prisoner, too
Could not recognize the faces standing over me
They were all dressed in uniforms of brutality.
How many rivers do we have to cross
Before we can talk to the boss?
All that we got, it seems we have lost
We must have really paid the cost
Burnin’ and a-lootin’ tonight.
The Wailers
El pasado 22 de diciembre, en la mítica plaza de Edinburgh Place en el centro de Hong Kong, había un rally. Las tiendas departamentales alrededor tenían adornos navideños. Por ahí, se podía ver un enorme pino de navidad en un mall cercano. Pero todo en el rally recordaba otros símbolos: banderas azules con lunas islámicas, símbolos nazis sobre banderas chinas, banderas de tíbet libre, de Estados Unidos, del Reino Unido…
El rally de ese día, después de seis meses ininterrumpidos de protestas en Hong Kong, quería crear consciencia sobre la situación de los musulmanes Uighur en el Oeste de China; una etnia culturalmente atacada, vilipendiada, encarcelada y sistemáticamente eliminada por el gobierno chino. De alguna forma, la erradicación sistemática de una cultura, con el uso de campos de concentración y más de un millón de detenidos, parecía ser un pronóstico particularmente oscuro para los independentistas de Hong Kong.
Como explicamos en un contexto histórico previo, Hong Kong es un territorio con un estatuto especial desde que, tras 150 años de ser colonia inglesa, en 1997 empezó un periodo de 50 años de transición para convertirse, oficialmente, en parte de China continental. El problema es que esta condena que no puede ser postergada, no puede echarse para atrás y no puede ser contestada, es una condena cultural para los que creen que Hong Kong no es, desde hace mucho tiempo, parte de China.
La cuestión es compleja. Los más jóvenes habitantes de Hong Kong no nacieron durante la época del colonialismo inglés; pero son justamente ellos los que se sienten menos parte de China. La identidad cultural de ese cúmulo de islas es única, a medio camino entre las libertades de occidente y la fuertísima influencia cultural china.
En cualquier caso, ese 22 de diciembre, los manifestantes jóvenes de Hong Kong, al luchar por la libertad de los Uighur, estaban luchando en contra de las políticas unificadoras de un continente. Porque China no quiere esperar el fin del periodo de transición, en 2047, y lleva años intentando disminuir la política de “un país, dos sistemas”. La independencia de Hong Kong -hasta donde ha podido llegar- depende del respeto de esta política. Pero el partido central chino, como bien critican algunos manifestantes, no tiene paciencia cuando se trata de control.
En medio del rally, de pronto, un manifestante encontró, en un edificio cercano, una bandera de China. Junto a otros manifestantes más, la bajaron de su asta y planeaban quemarla. La policía de Hong Kong inmediatamente respondió y atacó a los manifestantes con gas lacrimógeno tratando de protegerla. Los manifestantes desistieron del intento de quemar la bandera, pero la policía mantenía una presencia inquietante. Algunos comenzaron a lanzarles objetos. Un policía desesperado sacó su arma y apuntó a los manifestantes.
Por suerte, ese día, no hubo ninguna tragedia. Sin embargo, la relación tensa entre manifestantes y fuerzas del orden, la violencia y la importancia simbólica de los símbolos patrios chinos entre árboles de navidad y tiendas de lujo, dice mucho sobre la compleja situación de Hong Kong.
Ese 22 de diciembre, el coronavirus todavía no existía, las protestas llevaban seis meses sin parar y todo parecía que los manifestantes iban a lograr, con insistencia y valentía, cambiar el trágico destino que los acechaba. Hoy, la situación de las protestas es muy diferente y la esperanza de un pueblo parece diluirse entre nubes de gas lacrimógeno, el complejo futuro de una pandemia global y la amenaza única de un regreso de la Guerra Fría.
El país que no existe
Hong Kong es parte de China y la única razón por la que tiene un estatuto diferente al del resto de China continental es por los resultados violentos de las políticas comerciales del imperialismo inglés hace casi doscientos años. Si no fuera por la guerra del opio, su historia sería muy distinta. En cualquier caso, la ocupación británica y, luego, el estatuto de un territorio especial, creó algo único en Hong Kong: una identidad cultural híbrida, sincrética y que se ha revelado, en los últimos tiempos, profundamente política.
Cuando se firmó el tratado de entrega suave para la transición de Hong Kong entre Margaret Thatcher y el primer ministro chino Zhao Ziyang, nadie pensó en la sociedad hongkonesa. Es normal: ¿Cuándo dos potencias imperialistas discutiendo fronteras en un mapa se han molestado por invitar a los que lo habitan? Por eso, claro, nadie se molestó en hacer un referéndum o en consultar a los representantes de la sociedad civil hongkonesa.
En general, se consideraba que la sociedad de Hong Kong, encabezada por burócratas complacientes con el régimen colonial, no era particularmente política o combativa. A pesar de los disturbios de 1966 y de la multitudinaria marcha para conmemorar la masacre de Tiananmén (la derrota de la lucha pro-democrática en China) que juntó a 1.5 millones de personas en 1989, nadie esperaba que las negociaciones políticas entre China y Reino Unido cambiarían considerablemente la inexistente cultura política en Hong Kong. Sin embargo, desde 1997, las protestas no han dejado de aumentar en tono, violencia y urgencia.
Algo se despertó en los habitantes de estas islas cuando dos potencias, salvaguardando intereses comerciales propios, decidieron el destino de 7 millones de habitantes sin siquiera preguntar. A partir de 2003, en particular, las protestas anuales organizadas por la organización pan-democrática, Civil Human Rights Front (CHRF), han crecido hasta lo que hoy conocemos como el extinto Movimiento de las Sombrillas y, más recientemente, las violentas confrontaciones entre manifestantes vestidos de negro y policías en todo Hong Kong.
En 2003, las manifestaciones del primero de julio crecieron hasta ganar notoriedad internacional y juntar a más de medio millón de personas porque fue el último intento, antes de 2020, de imponer una ley de seguridad nacional para controlar, desde China continental, la represión de las manifestaciones en Hong Kong. En efecto, a través del Artículo 23 de la Ley Básica de Hong Kong, los legisladores pro-Beijing buscaron impulsar la persecución política dentro de las islas que, hasta entonces, eran relativamente independientes.
“Esta reforma deberá crear leyes propias que prohíban los actos de traición, secesión, sedición, subversión contra el Gobierno Popular Central, contra los robos de secretos estado, prohibir que organizaciones o cuerpos políticos extranjeros tengan actividades en la región y prohibir que organizaciones o cuerpos políticos en la región establezcan vínculos con organizaciones o cuerpos políticos extranjeros.”
La idea era muy clara, China quería controlar las protestas en el territorio de Hong Kong para nunca ver lo que se vio ese 22 de diciembre cuando un adolescente bajó una bandera China para quemarla. O, más aún, quería dar más capacidad de maniobra a la policía y al poder judicial de Hong Kong para arrestar y procesar a los manifestantes. Al final, las descripciones jurídicas de actos de traición, secesión y sedición pueden ser lo suficientemente amplias para abarcar todas las manifestaciones espontáneas que hemos visto en Hong Kong en los últimos meses.
Después de esa propuesta de reforma nació una nueva conciencia política en la juventud de Hong Kong, una consciencia que no hizo más que acrecentarse cuando, en 2010, la secretaría de educación trató de reformar el currículum educativo para “fortalecer moral y cívicamente la educación”. La reforma fue percibida por padres de familia y estudiantes como una manera de lavarle el cerebro a los más jóvenes con propaganda partidista de China continental. Y los líderes en el poder, al ser abiertamente pro Beijing, consideraron que era apropiado explicar públicamente cómo la juventud debía identificarse más con los valores chinos.
El resultado fue justamente lo contrario. Una juventud que, hasta entonces, había sido retraída y apática, se despertó de pronto y organizó revueltas que, en la cima de su apogeo, juntaron en poco tiempo a cientos de miles de personas en las calles de Hong Kong. Los jóvenes de estas pequeñas islas ya no iban a seguir el camino pragmático de la cultura burocrática de sus padres bajando la cabeza, trabajando por un buen empleo y esperando para formar una familia, pasear un perro y tener un Iphone. La imposición de un sistema político en la educación y el miedo a la programación ideológica china, creó un nuevo movimiento y nuevos líderes.
En particular, pienso en Scholarism y el carismático Joshua Wong en el movimiento que nació en 2010. Scholarism fue un grupo de protesta pacífica, juvenil y creativo, que se opuso al adoctrinamiento del partido central chino en la reforma educativa de Hong Kong. Se puede decir, incluso, que fue gracias al nacimiento de este movimiento que, posteriormente, más jóvenes se unieron a las protestas pro-democráticas y que nació el subsiguiente Movimiento de las Sombrillas en 2014. Gracias a ellos, también, tras 10 días de intensas protestas, el 8 de septiembre de 2012, el presidente Leung Chun-ying decidió suspender indefinidamente la propuesta de reforma educativa. A partir de ahí, la identificación cultural de Hong Kong con China, en particular entre los jóvenes, no volvió a ser la misma.
Un estudio reciente de la Universidad de Hong Kong muestra que, a pesar de ser étnicamente chinos, la mayoría de los habitantes de Hong Kong se identifican como hongkoneses. Solamente el 11% de la población, de acuerdo a la investigación, se identifican como chinos y el 71% dice no estar, en lo absoluto, orgullosos de ser ciudadano de la República Popular de China. El programa de opinión pública de la universidad precisa:
“Entre más jóvenes son los entrevistados, es menos probable que se sientan orgullosos de ser ciudadanos nacionales de China, y es más probable que tengan sentimientos negativos hacia las políticas del Gobierno Central hacia Hong Kong.”
Eso explica, en parte, el cambio en las protestas que hemos observado en los últimos años. Las manifestaciones, encabezadas por una vigorosa y comprometida generación joven, han pasado de ser revueltas puntuales contra iniciativas gubernamentales -como lo fue ciertamente el movimiento que dio vida a Scholarism o, en 2014, el Movimiento de las Sombrillas- a ser algo mucho más ambicioso, abstracto, en la misma medida cargado de desesperación y esperanza.
El Umbrella Movement sorprendió al mundo frenando una reforma política que hubiera permitido al Partido Central Chino pre-escoger a los candidatos para el máximo escaño ejecutivo en Hong Kong. Se trató de un movimiento lleno de alegría, juventud y rebeldía sin concesiones; un movimiento que, por primera vez en la historia de Hong Kong, se olvidaba del respeto al trabajo y a la circulación en la ciudad, pues luchaba por un propósito más grande, por un ideal y ya no por un pasivo pragmatismo.
El Umbrella Movement logró mucho antes de extinguirse, calladamente, con el fin de la ocupación de Central (el barrio céntrico y símbolo del poder político y económico de Hong Kong). Pero, a diferencia del Umbrella Movement, lo que pasa ahora en Hong Kong rebasa una petición política particular. La de hoy es una lucha que ha transformado un sentimiento cultural disperso en una identificación separatista puntual. Los oídos sordos de un gobierno convirtieron, así, una revuelta de peticiones concretas, en un movimiento simbólico, cargado de importancia cultural, que reivindica el sueño de un territorio de ser independiente.
La pared
Las protestas del año pasado en Hong Kong empezaron exactamente como las protestas de 2003, de 2012 y de 2014, a través de una propuesta de ley que, de alguna forma, ponía en entredicho desde dentro la frágil independencia de Hong Kong. Desde marzo de 2019 se planteó la posibilidad de pasar una ley, en el complejo legislativo (LegCo) para permitir la extradición de un ciudadano hongkonés desde Taiwán. El problema era que la legislación también permitiría las leyes de extradición con China.
Si China ya tenía suficiente poder en Hong Kong para desaparecer libreros disidentes e imponer políticas públicas, una ley de extradición hubiera causado serios problemas a los activistas hongkoneses. En mayo y abril se organizaron protestas para acabar con la reforma y los legisladores pro-democráticos trataron de retrasar (filibuster) la iniciativa en el congreso. El 9 de junio, se organizó una protesta masiva que alcanzó el millón de personas, es decir una séptima parte de toda la población de Hong Kong.
Aún así, el gobierno se negó a suspender la reforma. Pero, el 12 de junio de 2019, el movimiento tomó su verdadera fuerza y logró su primera victoria: miles de hongkoneses cercaron el LegCo y no permitieron que la sesión de aprobación de la ley de extradición tuviera lugar. El logro tuvo una repercusión inmediata: el 15 de junio, Carrie Lam, la jefa del ejecutivo suspendió indefinidamente el proyecto de ley demostrando la fuerza conjunta de la voluntad popular.
A pesar de esta aparente victoria, los hongkoneses se sintieron manipulados: pedían la completa anulación de la reforma de ley y no una suspensión que, una vez apaciguada la turbulencia, pudiera volver a ser sancionada. Así que el 16 de junio de 2019, una tercera parte de toda la población de Hong Kong salió a las calles a protestar. Esta vez no se trataba de una demanda, sino de un pliego petitorio de cinco demandas fundamentales que, hasta el día de hoy sigue vigente bajo el lema “cinco peticiones, ni una menos”. Desde entonces, sólo una de las exigencias ha sido cumplida.
1. La completa anulación de la reforma de extradición.
Cuestión que se logró, después de meses de intensas disputas en las calles de Hong Kong, el 23 de octubre de 2019.
2. La retracción de la asignación jurídica de “motín” o “sedición” (riot) a las protestas.
Desde las protestas del 12 de junio en el LegCo y las primeras peleas callejeras entre manifestantes y policías, se ha aplicado esta figura jurídica a las manifestaciones en Hong Kong. Si se caracteriza a una protesta como un acto de sedición (rioting), la condena puede llegar hasta a 10 años de cárcel. Hasta el 30 de marzo de este año, más de 630 personas han sido encerradas por sedición.
3. La liberación y exoneración de los manifestantes arrestados.
Hasta el 28 de mayo, más de 9 mil personas han sido arrestadas por las protestas en toda la ciudad; de las cuales, más de mil 700 han sido condenadas. Los manifestantes, evidentemente, creen que estas detenciones están motivadas políticamente y que, por ende, son absolutamente ilegítimas.
4. El establecimiento de una comisión independiente para investigar la conducta policial y el uso desmedido de la fuerza pública durante las protestas.
Desde el 12 de junio, la brutalidad policiaca ha sido una constante en las protestas de Hong Kong. La policía local ha utilizado disparos de saco (bean bags), granadas de esponja, balas de goma y miles de latas de gas lacrimógeno, además de torretas con agua, bastones, palos, rocas e, incluso, en un uso injustificado de fuerza, armas de fuego reales para replegar a los manifestantes. En total, solamente hasta diciembre de 2019 (es decir, a la mitad de la protesta), ha habido más de 2 mil heridas consignadas. Algunas de ellas particularmente graves. También han muerto, al menos, dos personas.
5. La renuncia de Carrie Lam y la implementación de un sufragio universal en las elecciones legislativas y para el ejecutivo.
Como hemos explicado en otra parte, la particular conformación de Hong Kong hace que sólo un pequeño porcentaje de los escaños legislativos sean de elección popular. El resto de los escaños y el jefe del ejecutivo son elegidos por un comité especial de representantes de ciertos sectores profesionales de la ciudad que, en su aplastante mayoría, votan a representantes pro-Beijing.
Así, a pesar de que los manifestantes lograron echar para atrás la propuesta de reforma a la ley de extradición, todos los otros puntos de su pliego petitorio siguen sin cumplirse. Es por eso que en las marchas por las calles de Hong Kong pueden verse todavía a manifestantes levantando la mano abierta: los cinco dedos significan la unidad de los cinco puntos del pliego petitorio. Pero las autoridades nunca han demostrado una voluntad real para dialogar exigencias o cualquier tipo de acuerdo con los manifestantes.
A pesar de la presión internacional para entablar el diálogo después de un año de constantes levantamientos populares, el único acercamiento de Carrie Lam a los manifestantes fue un fallido Town Hall Meeting en el Queen Elizabeth Park que, a pesar de su intensidad, no cambió en nada las posturas de la líder del ejecutivo.
Por el contrario, Carrie Lam se ha mostrado como una pared irrevocable que sigue defendiendo los intereses de China continental frente a las continuas y cada vez más violentas protestas. En algún momento llegó a llamar a los manifestantes como “los principales enemigos del pueblo” y dijo que sus intenciones ya no eran legítimas, sino una forma de “destruir Hong Kong, de destruir la vida que tanto quieren siete millones de personas que aquí habitan”.
Desde que, en 2014, Lam participó en las mesas de negociación con los líderes estudiantiles como parte del gabinete del entonces jefe del ejecutivo, Leung Chun-ying, la mandataria mostró una voluntad férrea. Al escuchar las propuestas de los estudiantes sobre el derecho al sufragio universal, simplemente contestó: “Creo que tenemos que estar de acuerdo en no estar de acuerdo” y rechazó todas las peticiones de tajo.
Desde que entró al poder, en 2017, exactamente 20 años después de la cesión de Hong Kong, Lam se propuso curar la enorme división de los hongkoneses entre los partidarios de China Continental y los independentistas. Por supuesto, curar esta división no significaba necesariamente conciliar divergencias, sino acabar, culturalmente, con cualquier disidencia. Por eso su postura política (una postura orgullosa de ser inalterable, que prefiere renunciar a perder una batalla), ha creado más división que puntos de encuentro. De hecho, un tercio del mandato en turno se ha consumido en disputas callejeras y constantes manifestaciones.
En una entrevista, Chris Patten, anterior gobernador de Hong Kong, dijo a la BBC que, para dejar atrás esta crisis, Lam debía aceptar un proceso de negociación:
“Lo que claramente se necesita es entablar un proceso de negociación. Es la única forma en que le puedes poner fin a todo esto y regresar a la paz y la estabilidad en Hong Kong.”
Sin embargo, Carrie Lam parece ser una pared inalterable que atrapa a los manifestantes frente a la constante amenaza de una espada. Finalmente, la manera de mantener el orden, cuando se niega toda posibilidad de negociación, es a través de la fuerza. Y los manifestantes en Hong Kong saben muy bien que Carrie Lam no tiene miedo de utilizar la fuerza.
La espada
Es cierto que no todas las manifestaciones han sido pacíficas. En los casos más violentos de enfrentamientos, los manifestantes han ejercido violencia directa contra la policía llegando a lanzarles tabiques y bombas molotov. El 13 de octubre de 2019, por ejemplo, un manifestante le cercenó la garganta a un policía con un cuter cortándole la yugular y una cuerda vocal. Por suerte, el policía sobrevivió al ataque. El manifestante fue condenado a cadena perpetua. Ese mismo día, una bomba explotó de forma remota en un bloqueo de calle puesto para atraer policías. A pesar de la clara intención, no hubo lesionados.
En diciembre pasado, también, algunos policías rastrearon a un manifestante que había disparado durante un enfrentamiento y encontraron en su departamento más bombas de fabricación casera y un rifle de asalto. Pocos días antes, hicieron varios arrestos relacionados con la muerte de Luo Changqing, un residente de 70 años que fue golpeado en la cabeza por un tabique lanzado por manifestantes.
Finalmente, en medio de los días de huelga y manifestaciones más intensos de noviembre, en la estación de MTR (el servicio privado de metro en Hong Kong) de Ma On Shan, un hombre que estaba insultando virulentamente a los manifestantes fue regado con líquido combustible y prendido en fuego. El horrible momento quedó capturado en video y publicado en redes sociales.
Ciertamente, todos estos incidentes violentos extremos son reprobables y, sin importar el contexto, resultan absolutamente desproporcionados para cualquier protesta. Sin embargo, no pueden opacar la creatividad pacífica de la lucha de los manifestantes en Hong Kong y la violencia inconsecuente con la que ha sido reprimida, por la policía local, su legítima ira.
Un día antes de la histórica protesta del 16 de junio de 2019, la más grande en la historia de Hong Kong, murió el primer manifestante al caer de un andamiaje inestable. Leung Ling-kit subió a la plataforma con un impermeable amarillo (que ahora es otro símbolo de la protesta) para colgar pancartas. En esas pancartas se leían consignas en contra de la brutalidad policiaca, en contra de la ley de extradición y a favor de que se elimine el término de sedición (riot) para condenar las protestas. Desafortunadamente, Leung Ling-kit cayó del andamiaje y murió por el impacto brutal.
La protesta de Leung, como la protesta del 16 de junio, un día después de su muerte, fueron protestas de estupor. Nadie podía creer que una institución, considerada hasta cierto punto confiable, como lo fue, durante tantos años, la policía de Hong Kong reaccionara como reaccionó en el cerco del congreso el 12 de junio. Ni siquiera después de lo que pasó durante las protestas del Movimiento de las Sombrillas.
Nunca antes, como ahora, la policía había utilizado la fuerza indiscriminada, los gases lacrimógenos, las balas de goma, las balas de bolsa, las balas de irritación, las granadas de esponja, las torretas de agua irritante y las macanas como lo hicieron ese día. A partir de ahí, a pesar de las coloridas formas de manifestación pacífica, la costumbre de la violencia policiaca sólo creció en Hong Kong.
No importó que miles de madres preocupadas por sus hijos hicieran sit-ins (como el del 5 de julio 2019); que se hicieran marchas de pelo gris en las que los adultos de la tercera edad exigían menos violencia (como la del 17 de junio); no importó que las protestas se concentraran en Lennon Walls (mensajes positivos con post its pegados masivamente en paredes), en sit-ins pacíficos en el aeropuerto para mostrar imágenes de violencia policial a los turistas; en flash mobs espontáneos en parques; en cánticos de libertad fortuitos en mall centers faraónicos; en miles de garzas de origami regadas en las calles y en máscaras coloridas que traían a la vida a personajes ficticios entrañables; en miles de personas haciendo un espectáculo de luces láser en el domo de un museo (como el 7 de agosto pasado); en rallys de profesionistas de todos los sectores (salud, abogados, ingenieros, trabajadores civiles, etc); en centenas de miles de paraguas multicolores protegiendo canales de abastecimiento… No importó, finalmente, que en medio de la crisis por el COVID-19, se llevaran a cabo vigías con velas en toda la ciudad o que, finalmente, la opinión internacional, los reportes de Human Rights Watch o de Amnistía Internacional criticaran ampliamente las medidas del gobierno. Nada de esto importó: la policía siguió reprimiendo inexorablemente a los manifestantes.
En los primeros seis meses de protesta, es decir, en el momento álgido de las protestas antes de la llegada del nuevo coronavirus, la policía arrestó a más de 6 mil personas. El 40% de todos los arrestados fueron estudiantes y el más joven apenas tenía 11 años de edad. Más de 2 mil 600 personas han tenido que ser atendidas en salas de emergencia con heridas causadas por la fuerza pública. La policía de Hong Kong ha disparado 16 mil latas de gas lacrimógeno, 10 mil balas de goma, 2 mil balas de saco (bean bag round) y 2 mil granadas esponja.
Además, la policía ha protagonizado momentos de violencia particularmente terribles que solamente sirvieron para exacerbar las tensiones. El primero de ellos, después de la violenta represión del 12 de junio 2019, fue el incidente en la estación de Yuen Long el 21 de julio de 2019. Ese día, después de una manifestación convocada por el CHRF en la que participaron entre 130 mil y 500 mil personas, un grupo de hombres vestidos de blanco con palos de metal y madera atacaron indiscriminadamente a transeúntes y manifestantes en la estación de Yuen Long.
Este grupo de choque no fue controlado en ningún momento por la policía: mientras violentaban a pasajeros, manifestantes y todo lo que se les cruzaba, las fuerzas del orden, omnipresentes hasta ahora, nunca aparecieron. Al final, la policía llegó algunos minutos después de que los hombres vestidos de blanco se dispersaran. No hubo arrestos.
Ahora se sabe que estos grupos, como una táctica utilizada comúnmente en China continental, son hombres pagados de la mafia, mercenarios de las triadas contratados para romper manifestaciones. De ahí el uso del color blanco: todos los manifestantes pro-democracia se visten, generalmente, de negro (en particular los más radicales).
Ese día, en el ataque a la estación de Yuen Long, hubo 45 hospitalizados, incluyendo 3 graves y uno en estado crítico. Una de las personas que llegó al hospital, golpeada, era una mujer embarazada. En los vagones, se relata, también había niños paralizados por el terror.
Este terrible incidente causó una oleada de protestas que no pararon en los siguientes meses, incluyendo algunos sit-ins en el aeropuerto que paralizaron cientos de vuelos internacionales y una huelga general a principios de agosto 2019. El 25 de agosto, sin embargo, regresó la brutalidad policiaca en una jornada en la que se dispararon 215 latas de gas lacrimógeno, 74 balas de goma, 4 de saco (bean bag), 44 granadas esponja y, por primera vez durante las protestas, un policía disparó un arma real. Por fortuna, en este incidente el disparo fue apuntado al cielo.
Nada se detuvo y la violencia siguió escalando como si la policía y el gobierno quisieran, viendo una hoguera en plena ciudad, echar gasolina al fuego. Así, en medio de acusaciones por abuso sexual policiaco durante los cateos (que fue el motivo del rally #MeToo del 28 de agosto), el 31 de agosto se vivió una de las jornadas de represión que más se quedaron grabadas en la memoria de los manifestantes.
Ese día, la CHRF había convocado a una manifestación masiva, pero no obtuvieron el permiso de la policía local. Sin este permiso, toda movilización se considera ilegítima y la policía no duda en, inmediatamente, recurrir a la fuerza. Al mismo tiempo que prohibió la protesta, la policía arrestó a los importantes activistas Agnes Chow y Joshua Wong junto a varios consejeros legislativos pan-democráticos. Indignados por el arresto y la negativa a la marcha, cientos de miles desafiaron a la policía y salieron a las calles.
Cuando un grupo se retiraba en la estación de MTR de Prince Edward, el tren se detuvo en el andén, los policías bloquearon el paso a paramédicos y agredieron con uso excesivo de violencia a todos los que se encontraron al paso. En un video que llegó hasta Amnistía Internacional, se observa cómo entran los policías a la estación amenazan con disparar granadas de esponja a corta distancia (lo que puede causar heridas de gravedad), golpean y rocían con gas lacrimógeno a personas completamente indefensas que no pueden más que abrazarse y llorar.
Entre siete y diez personas tuvieron que ser trasladadas a hospitales, pero, por los bloqueos policiales, tardaron más de dos horas en llegar y ser atendidos. El incidente se volvió tan controversial porque, además, se corrió el rumor de que algunas personas habían sido asesinadas dentro de la estación. De hecho, cada 31 del mes, durante los siguientes 10 meses, los manifestantes ponían flores blancas a las afueras de la estación que la policía se apresuraba siempre a quitar. Las rosas blancas, claro, son una ofrenda de luto en Hong Kong.
Después de este incidente, no hubo forma de tranquilizar las protestas. Mucho menos cuando, a principios de octubre, Carrie Lam pasó una muy controversial ley para que los manifestantes no tuvieran derecho a cubrirse el rostro durante las protestas. En un movimiento como el de Hong Kong, en donde no hay líderes visibles, el anonimato es un rasgo esencial. Considerando también y sobretodo, las políticas represivas y de vigilancia extrema de China continental.
El 8 de noviembre de 2019, Chow Tzk-lok, un manifestante de 22 años, murió de manera sospechosa tras caer del segundo piso de un estacionamiento en una zona que la policía registraba después de una manifestación. Tzk-lok se convirtió en el segundo mártir oficial del movimiento y en parte de la narrativa en contra de la policía de Hong Kong. En ese mismo momento, también, a los gritos de “¡Venganza!” por la muerte de Tzk-lok, se suman los gritos de “¡Violadores!” dirigidos a los policías después de que una estudiante muy joven presentara una denuncia de violación contra la policía. La joven sostuvo que había abortado a principios de noviembre.
En este momento álgido de odio hacia la policía, se organizó una huelga masiva de varios días que causó los conflictos más violentos desde junio. En los enfrentamientos en la Universidad China de Hong Kong, nada más, se dispararon 2 mil 330 latas de gas lacrimógeno en un solo día, nuevo récord para las protestas. Durante esta huelga, además, un policía disparó por primera vez contra un manifestante que, supuestamente, trató de quitarle el arma. Después de herirlo en el abdomen, los policías lo sometieron y lo esposaron contribuyendo a su hemorragia. El hombre herido, identificado como estudiante, sobrevivió al disparo, pero estuvo en una situación muy delicada y perdió un riñón y parte del hígado.
Los conflictos de noviembre en la ciudad escalaron hasta la toma de la Hong Kong Polytechnic University, el 17 de noviembre del 2019. Los estudiantes que ahí se refugiaron y que repudiaron toda la noche la embestida de la policía, de repente se encontraron rodeados. Nadie podía salir sin ser arrestado y nadie pudo auxiliarlos. Al final, algunos escaparon gracias a cuerdas colgadas de un puente. Pero, la mayoría de los mayores de 16 años, fueron arrestados.
Así, en los primeros seis meses de protestas, la relación con la policía se volvió cada vez más tensa. Evidentemente, la llegada del coronavirus en febrero de este año a Hong Kong, cambió completamente la dinámica de una protesta que nunca paró, ni un sólo día, durante todo diciembre, incluyendo días feriados. El primero de enero, de hecho, hubo una manifestación masiva en la que se juntaron cerca de un millón de personas, según los organizadores. Las demandas, después de tanta sangre y de tanta violencia, seguían siendo los mismo cinco puntos del pliego petitorio original.
Las autoridades, en vez de pensar el coronavirus como una excusa para entablar mesas de diálogo, para desescalar la violencia irrefrenable entre manifestantes y policías, utilizaron las medidas sanitarias excepcionales para arrestar con mayor facilidad a los que, incluso con riesgo de contagio, no dejaron de salir a la calle.
Así llegamos al más inmediato momento de este conflicto imposible con la última provocación del gobierno chino. Una ley que permitiría castigar a toda persona de Hong Kong que desafiara nuevamente la autoridad del partido central. Una ley pensada para acabar con la alegría simbólica de las protestas a través del miedo. Entre la espada y la pared, los manifestantes de Hong Kong se enfrentan, ahora, a la pérdida de una cultura.
El futuro perdido
“Vamos a pelear cada vez que haya enfrentamientos después de las manifestaciones. Este régimen depende de la policía para mantener el orden. Si, de alguna manera, vencemos a la policía no van a poder evitar establecer un diálogo con nosotros. Saben que algo tiene que pasar después.”
Un manifestante, de las fuerzas más radicales en el movimiento, explica tranquilamente su opinión, antes de que se desate la tormenta, a Saira Asher y Grace Tsoi, reporteras internacionales de la BBC. En una hermosa y detallada crónica de las protestas, Asher y Tsoi mostraron el corazón mismo de la organización juvenil más radical que, al frente de las barricadas, han aprendido a taparse el rostro; comunicarse por Telegram y otros servicios de mensajería encriptados; a no usar las tarjetas personales de transporte público; a apuntar lásers a los ojos de los granaderos para desorientarlos; a levantar los tabiques de las calles de Hong Kong para hacer armas y barricadas; a limpiar ojos afectados por gas lacrimógeno con soluciones salinas; y a regresar latas de gas lacrimógeno con raquetas de tenis.
Estos jóvenes saben, además, qué tienen que hacer y por qué; cantan lemas que entienden entre ellos (“¡La gente de Hong Kong echa aceite!”, un canto que incita a no rendirse, a continuar); entienden símbolos mutuos (como el meme de Pepe the Frog reinventado muy lejos de su uso por la ultraderecha americana); comprenden, finalmente, cómo comunicarse, con el enemigo que les niega la palabra. Bandera azul de advertencia, bandera negra de gas lacrimógeno, bandera roja para el ataque inminente. Entre manifestantes y policías impera el código olvidado de banderas de corsarios, marineros mercenarios y piratas. Los manifestantes también saben interpretar, para sobrevivir, el color de los enemigos espontáneos: el blanco que usan los golpeadores de las triadas o los opositores espontáneos que, en varias ocasiones, los han apuñalado.
En esta batalla constante que ha durado más de un año; una batalla que no ha callado la violencia policial, las reformas legales, la necedad de Carrie Lam, los mártires, los heridos, las balas y los muertos inexplicables, los símbolos se multiplican. Cada vez que los jóvenes salen a las calles, hay una multitud de significantes propios que se despliegan. Aquí, como en ninguna otro lugar del mundo, los post its son un acto de rebeldía poética, las grullas de origami se yerguen, fosforescentes sobre el pavimento oscuro, como si fueran tachuelas que desarman tanques invisibles, las sombrillas son armas, las luces son armas, los cantos son armas, los colores vibran dispersando significados.
Hong Kong ha creado nuevos códigos de protesta y, como en toda ofensiva militar, instauró las condiciones particulares de un frente. Verdun tenía su lógica, Central tiene la suya. El frente de batalla de Hong Kong oscila, simbólicamente, entre lo permitido y lo tomado. Ese es, finalmente, el estatuto mismo de la política en las islas: algo que se tambalea entre una democracia precaria (que debería durar otros 27 años) y la inminente potencia de la más fuerte, duradera y poderosa dictadura comunista del mundo. Por eso, los manifestantes toman y piden. Piden permiso para manifestarse y, cuando no se los dan, lo toman. Piden diálogo y, cuando no se los dan, inventan formas simbólicas de mostrar su descontento. Piden libertad y, cuando no se las dan, luchan vehementemente para que, al menos, no sea fácil suprimirla.
Algunos analistas aseguran que la policía es tan violenta en Hong Kong porque desde la entrega del territorio a China el gobierno central del continente exige solamente una cosa a los funcionarios públicos: la lealtad de un perro de pelea. Se acabó el momento de la individualidad y del protagonismo. Aquí no existen los héroes o los salvadores, sino los que demuestran ser leales sin importar cuántos tabiques, bombas molotov o ruegos de humana empatía les lluevan encima.
Del otro lado, sin embargo, las lealtades fluyen. El movimiento no es fiel a un líder sino a sí mismo, a los cinco principios que establecieron y, sobre todo, a la fuerza de lo que permite. En un movimiento pendular, este movimiento encuentra su carburante entre la absoluta desesperación y la esperanza. Por un lado, claro, están luchando una lucha desesperada: nada puede impedir (sobre todo considerando el imperio económico del capitalismo de estado chino), la anexión del territorio al continente en 2047. De ahí que se encuentren gritos y graffitis que rezan: “Si caemos, caen ustedes con nosotros”.
Con cada manifestación, claro, las exigencias del movimiento no cambian, pero nuevas exigencias se suman. Existe, también, la esperanza. Este año hubo manifestaciones masivas pidiendo el apoyo de Estados Unidos en el conflicto. Un apoyo que, de hecho, llegó firmado por Donald Trump. No porque al presidente de Estados Unidos le importe gran cosa el devenir de la juventud en Hong Kong, sino porque le importa provocar a China. Para el régimen comunista, no hay ninguna discusión internacional posible: al ser Hong Kong parte de China desde 1997, éste es un asunto de política interna y ni siquiera el Consejo de Seguridad de la ONU puede hacer nada al respecto. Rusia, por supuesto, está de acuerdo.
Estados Unidos y Reino Unido, sin embargo, ven en Hong Kong una forma de presión política a China y, con esto, le han dado cierta esperanza al movimiento de los jóvenes. El 27 de noviembre del año pasado, Donald Trump firmó el Hong Kong Human Rights and Democracy Act, una ley federal para imponer sanciones económicas a China como forma de presión internacional en contra de sus crecientes intervenciones en Hong Kong. En realidad, es también una manera de justificar presiones económicas a China; ese mítico lugar que Trump ama y odia más que a nada en el mundo. Supongo que se necesita ser un bully para querer y admirar a otro bully.
Por su parte, Boris Johnson, primer ministro de Gran Bretaña ha amenazado a China con una propuesta inesperada para uno de los más grandes impulsores del Brexit: la oferta de recibir, como ciudadanos, a los 3 millones de hongkoneses que nacieron antes de la cesión de Hong Kong en 1997. Con esto, al ofrecer visas (que permiten tanto trabajar como estudiar en Reino Unido) a tres millones de personas que formaron parte, por supuesto, del Commonwealth, Johnson amenaza a China con una fuga masiva de productividad, cerebros y capacidad económica. La amenaza, también, es muy real.
Con estas dos reacciones internacionales, el movimiento joven en Hong Kong encuentra una luz al final del túnel. Es una luz tenue, lo saben, y que está hecha más de intereses propios y amenazas verbales para la política interna que de una real preocupación por ellos. Pero es una esperanza.
Por eso, la lucha de los jóvenes en Hong Kong se sigue transformando, sigue mutando, sigue creciendo. Por eso hemos visto manifestaciones diferentes, dirigidas a los consulados internacionales, para pedir que se anule la cesión de 1997, para exigir también, mucho más allá del sufragio universal, la completa independencia del territorio. Por eso, finalmente, cuando hubo protestas independentistas en Cataluña, Hong Kong hizo un gesto simbólico de acercamiento y, a su vez, los manifestantes catalanes, protestaron en el consulado chino de Barcelona.
Ahora, la misma temida reforma a la ley de seguridad nacional que alumbró las protestas de 2003 y 2019, regresó de la mano de Carrie Lam en medio de todas estas controversias internacionales. La mujer de hierro al frente del ejecutivo parece no querer ceder un centímetro. Su postura insiste con pasar leyes dictadas por el continente; en particular, leyes que servirán para acallar las protestas con la fuerza del estado (algo que China, desde hace mucho tiempo, sabe cómo hacer).
¿Cómo puede uno de los países más autoritarios y poderosos del mundo seguir permitiendo que se le insulte dentro de su territorio? ¿Cómo puede permitir protestas de un año, el país que acallaba, con balas, las protestas en un día? ¿Cómo puede ocurrir que, en medio de árboles navideños y centros comerciales, un manifestante baje una bandera china para quemarla?
La nueva imposición de la ley de seguridad nacional permitirá que se castigue, severamente, cualquier acto considerado como separatismo, sedición, terrorismo o de intervención extranjera. Además, comprende la instalación de un servicio de inteligencia en seguridad nacional dentro del territorio de Hong Kong que puede, si lo considera necesario, imponer su propia ley en casos de emergencia. Finalmente, la ley prevé una considerable multa y hasta tres años de cárcel para quien utilice de forma irónica, burlona o insultante el himno nacional o los símbolos patrios chinos; himno que, además, deberá tocarse obligatoriamente en las escuelas.
La mano de China continental es evidente aquí y la línea que mantiene es clara: esta nueva ley no nada más busca perseguir con mucho más violencia y certera inteligencia las protestas, sino que quiere acabar, simbólicamente, con el movimiento. Todos los actos de burla, de mofa, de juego, todos los símbolos inventivos que se han creado durante las protestas, todos los nuevos significantes, podrán ser usados para singularizar, aislar y reprimir a quien los utilize.
Esta ley no nada más busca dar armas legales al poder judicial de Hong Kong para procesar y encarcelar a los manifestantes, sino que busca fomentar el miedo frente a la mano invisible de un estado todopoderoso; un miedo que, si se muestra lo suficientemente efectivo, se convertirá en la mordaza de un pueblo que no ha dejado, en un año, de gritar por su libertad. La lección de la juventud hongkonesa resulta, en ese sentido, increíblemente valiosa: aunque el futuro parezca perdido, vale la pena luchar por cambiarlo.