Helena: sombra y ficción
Estesícorouna túnica vacía, Helena…
La escena se abre en medio de la maleza y la destrucción. Un jardín abandonado lleno de “plantas asilvestradas, hojas carnosas, árboles sin podar; flores exóticas asfixiadas por las ortigas; fuentes secas, enmohecidas; líquenes en las bellas estatuas”1. La voz poética nos conduce hacia una casa también en ruinas, “han pasado los años, muchos”, dice mientras se pregunta por ella, la femme objet de la historia, la metáfora de la belleza encarnada, “tanto era el resplandor que despedía, que te enceguecía, te atravesaba; ya no sabías qué era, si era, si eras”2.
En su poema Helena, Yannis Ritsos nos acerca a una helena humanizada. Una belleza atada a lo terrenal, es decir, a lo efímero, a lo frágil. Helena ha envejecido. ¿Han pasado mil años? ¿doscientos? Imposible saberlo. Y sin embargo, ese halo de misterio, de fascinación, que evocaba su nombre no se ha ido del todo; mantiene aún “sus ojos autoritarios, penetrantes, vacíos”. En el poema de Ritsos hay referencias también a Leda, la hermosa madre de Helena, seducida por un avis. Helena y su origen sagrado, terrible.
La antigüedad clásica se obsesionó con esta mujer, se dice que en Terapne, ciudad lacónica cercana a Esparta, había un templo dedicado a ella.3 Se habla incluso de una secta de adoradores de Helena a la que habían pertenecido Jenofonte de Éfeso, Aquiles Tacio, Estesícoro (un poeta lírico que vivió alrededor del año 590 a.C.) y, por supuesto, Eurípides, quienes habían sostenido que la llamada Helena de Troya fue en realidad un simulacro; ella, la femme objet de la destrucción de la ciudad nunca había pisado la tierra de Príamo. Y sin embargo, según narra la Ilíada, miles de hombres vieron cuando Menelao arrastró a su esposa hasta las playas donde esperaban los vencedores. Todos la maldecían, todos tenían entre las manos piedras para lanzarle una vez que el injuriado esposo así lo dispusiera.4 ¿Quién era entonces esa mujer? La falsa Helena por la que tantas personas habían perdido la vida. Según Eurípides, durante diez años “no pelearon más que por un fantasma, aqueos y troyanos”.5 Pues la verdadera Helena había sido conducida a Egipto antes de la llegada de Paris, y este en realidad habría seducido y amado a una sombra, a una ficción.
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Helena de Troya es un ejemplo de lo que los medievales llamaban flatus vocis, niebla del sonido, un εἴδωλον, una sombra, una ficción. Helena: origo casus belli, un espectro amado por todos, símbolo de la belleza encarnada en el mundo sensible; durante siglos perturbó a poetas y artistas. Pero también fue uno de los sueños imposibles de ese gran amante de las ficciones: Johannes Sabellicus Fausten. Si revisamos el llamado mito fáustico, prácticamente en todas las versiones, los protagonistas han sido persecutores de la belleza, de la belleza absoluta metaforizada en la figura de Helena. En la versión de Christopher Marlowe, el mago renacentista gritó al verla:
¿Es este el rostro que lanzó a mil navíos
y puso fuego a las altas torres de Troya?
En algunas versiones del siglo XVII, el mago intenta tocar a Helena, pero en realidad, se mira solo, inflamado de deseos, mientras la bella aparición se evapora por los aires dejando solo estelas oscuras en la estancia. En el teatro de marionetas, por ejemplo, Helena se convierte en una Furia, el resplandor de la belleza de pronto se deshace en gritos de dolor y de venganza.
Casi todos los Faustos han amado a Helena, pero solo el de Goethe, a través de un raro viaje en el tiempo puede acceder a la verdadera espartana o, en todo caso, a esa que emerge del mundo griego. Todos los demás Faustos abrazan solo a una sombra. El Fausto de Goethe la enamora justo después de que ella retorna a Esparta tras su fallida aventura amorosa con Paris. Cuando se encuentran, Helena tiene tras de sí ríos de sangre, una ciudad destruida; mientras que el mago renacentista está envejeciendo otra vez. Atrás ha quedado la segunda vitalidad que le fue concedida tras pactar con el diablo, atrás ha quedado también su fallida historia de amor con Margarita. Los años han pasado y con ellos, los viajes, los conocimientos, los placeres y tal vez, algunas mujeres. Pero el vacío originario, la profunda herida trágica permanece casi intacta.
En la segunda parte del Fausto (1832), Goethe concede al nigromante la posibilidad de conocer y amar a Helena de Esparta. Aunque se trata de una Helena desencantada, temerosa, una mujer madura que lleva en su mirada el signo del dolor y la amargura. Helena teme la furia de su esposo, por eso no duda en pedirle ayuda al extraño caballero alemán y al ejército que lo acompaña. Y Fausto, revestido de poder y gallardía, se rinde ante los pies de la otrora metáfora de la belleza absoluta.
Podemos imaginar a los dos personajes frente a frente. Ya no es la pasión desmedida lo que consume a Fausto, ni el deseo por vivir la vida no vivida. Pero no es solo eso: también se han convertido en personajes conceptuales. La segunda parte de la versión de Goethe ya no trata de personas, sino de alegorías. Fausto y Helena son símbolos, metáforas del espíritu germánico y griego respectivamente.6 El hijo que procrean, Euforión, encarna el sueño romántico de fusión de dos tradiciones separadas por caudales de siglos y lecturas erróneas.
En el tercer acto de la segunda parte, gracias a Phorkyas y al Coro nos enteramos de que Fausto y Helena viven años de dicha en medio de un bosque medieval. El público ve saltar a un niño desde el regazo de una bella mujer al de un sabio hombre. Y este sonríe con la mirada clara y el corazón caliente. Nada recuerda ya al desdichado anciano que abría la primera parte del libro. El hombre que describe Phorkyas sonríe como si hubiera alcanzado la calma, como si su herida trágica se hubiera cerrado. Como si esa Helena fuera en realidad un lugar del alma o un bálsamo que colma la herida. Pero nadie escapa del destino y Fausto tampoco lo hará.
La escena da un viraje: las mujeres del Coro lloran y se desgarran. El hijo de Helena y Fausto se precipita por los aires y cae sobre unas rocas: pequeño Icaro atraído por las alturas. La muerte de Euforión consume a Helena y la antigua reina de Esparta se lanza enloquecida a los brazos del caballero alemán, pero cuando Fausto intenta abrazarla, el cuerpo de Helena desaparece dejando solo estelas en el aire. Antes de que cierre el tercer acto, Fausto se arrodilla con el vestido de Helena entre las manos, lo que parecía real era solo un sueño.
Imposible no pensar en ese anciano erudito de la primera parte, también arrodillado en la cueva de la bruja. Ahí, el primer deseo que pide el anciano profesor no es algo distinto al deseo de cualquier octogenario: “vitalidad” y “amor pasión”. Para muchos algo simple, para otros, la última oportunidad para entregarse a la belleza de lo terrenal. Fausto pacta con el diablo para poder meterse en la piel de Don Juan, aunque sea momentáneamente. Pero una vez convertido en seductor y amante de Margarita reaparece en su interior el ansia por los absolutos. Y eso es lo que lo arrastra hacia Helena.
- Ritsos, Yannis., “Helena”, trad. Selma Ancira, Barcelona, Acantilado, 2022, p. 9
- Idem
- Cf. Butler, Eliza Marian., “El mito del mago”, Cambridge University Press, 1997, p. 116.
- Cf. Calasso, Roberto., “Las bodas de Cadmo y Harmonía”, trad., Joaquín Jordá, Barcelona, Anagrama, 2006, p 120.
- Eurípides., “Tragedias III”, trad. Carlos García Gual, Madrid, Gredos, 1979.
- Cf. Cortés Gabaudan, Helena. «Introducción» a “Fausto” de Goethe, Barcelona, Abada editores, 2020, p. 9.