Heinrich Böll: el desencanto y la memoria
Aquel caminante, el que en los labios lleva un verso Delicado, que ya ha deambulado por estas líneas en otras ocasiones se ha apostado, ahora, en la planta alta de un vetusto edificio de dos centurias enclavado en el centro del antiguo señorío de Azcapotzalco. Este sacrosanto terruño, llamado estérilmente La Luna —quizás la feble imaginación del dueño nunca reparó en que por sus ventanas puede verse el frontispicio del templo que vio caer el último bastión realista en 1821, o que en ese lugar se veneró, por vez primera, a la Virgen de Guadalupe, en el siglo XVI, lo que hubiera hecho de La Realista o La Natural nombres más afortunados—, se ha enquistado por más de cien años en la memoria de los chintololos —cuyo gentilicio, dicen, se refiere a la “calipigia carnadura” o, para citar a López Velarde, a la “grupa bisiesta”—. Y ha resistido el tráfago del siglo veintiuno y su hipocresía mal disimulada junto a la Cervecería Toluca y El Dux de Venecia.
Para un vigía aferrado por necesidad a las cuatro paredes de una habitación que pueda vislumbrar la vida, la rutina adquiere tintes insospechados. Lo que el peatón común —no como aquel que es “asunto de la lluvia”— considera azar, para un sereno centinela no es sino el devenir de un autómata bajo el fragor de la batalla cotidiana:
bajar las escaleras del andén, subir las escaleras del andén, dejar maleta, sacar billete del bolsillo del abrigo, recoger maleta, entregar billete, al puesto de periódicos, comprar periódicos de la tarde, salir a la calle, llamar un taxi. Durante cinco años partí yo casi todos los días de algún punto y llegué a cualquier otro punto, por la mañana subía y bajaba las escaleras de la estación, por la tarde bajaba y subía las escaleras de la estación, tomaba taxis, buscaba dinero en el bolsillo de mi chaqueta para pagar al conductor, compré periódicos en el quiosco, y en algún rincón de mi conciencia disfruté la incuria minuciosamente estudiada de este piloto automático.1
La desidia de los días de la rutina se aprehende en los sentidos y éstos se revuelven en el centinela que vio desde otra ventana, quizás esta más remota, cómo aquellas tres etílicas feligresías, en las últimas dos décadas del siglo XX, se tornaron refugio y ciudadela de una caterva de escritores y periodistas que encontraron la casualidad certera para conformar una tertulia de esforzados bebedores, lectores de un rigor rayano con la crueldad y dueños de una pluma que por intransigente con la vocación se ha vuelto ya extraña para la aséptica y candorosa literatura de nuestros tiempos. La cerveza de barril y la intratable comida todavía pululan entre las paredes y las mesas de madera ajada, los cofrades se han ido extraviando entre el tiempo y la inmisericordia de la vida.
La soledumbre que la ausencia encaja entre el pecho y la espalda retoza aviesamente entre la piel de quien se atreve a mirar los despojos de otros tiempos que también fueron suyos, que se compartieron entre los resquicios de una primera juventud sedienta de la codicia de la calle y de sus secretos, de los furtivos versos que se escribieron entre las servilletas de cantinas que han visto pasar mejores días o que han sucumbido a la moderna celeridad. En medio de ella, un personaje devastado y con un mal de amores calando los huesos afirma:
Olvidé mencionar que soy sensible no sólo a la melancolía y a la jaqueca, sino que poseo, además, otro don casi místico: puedo percibir olores por teléfono y Kostert despedía un ofensivo hedor a pastillas de esencia de violetas.2
El del don místico es Hans Schnier, personaje de Opiniones de un payaso, de Heinrich Böll, personaje que mira desde su miseria una Alemania devastada por la posguerra, aquel periodo que sucedió a las dos grandes derrotas del Estado alemán y que concluyera con una desmembración geográfica y moral. Hans Schnier afirma:
Soy un payaso, de profesión designada oficialmente como “Cómico”, no afiliado a ninguna Iglesia, de veintisiete años de edad, y uno de mis números se titula: la partida y la llegada, una larga (casi demasiado) pantomima, en la cual el espectador acaba confundiendo la llegada con la partida.3
El “pagliacci”, el bufón, el arlequín o el loco de la corte, así como sus distintas advocaciones, no solo ha acompañado a buena parte de las culturas occidentales a lo largo de su historia —baste señalar La espantosa y maravillosa vida de Roberto el Diablo o la ópera homónima, de Leoncavallo, como ejemplos inmediatos—, ha sido también el privilegiado espectador que, como en la canción de Fernando Z. Maldonado, se oculta para presenciarlo todo. “El carnaval del mundo engaña tanto”, escribió Juan de Dios Peza, a propósito de Garrick “el más gracioso de la tierra,/ el más feliz”, y cabe recordar que en la esquina de Plateros y Vergara, en la Ciudad antigua, se erigió La Fama Italiana, lugar predilecto de Ciro B. Ceballos y del propio Peza.4 En los recuerdos de ese lugar, el joven autor de Un adulterio y Croquis y sepias pergueñó su Panorama mexicano 1890-1910 (Memorias) un documento necesario e imperioso para conocer la historia mexicana decimonónica. En el apartado “El dios del vino”, Ceballos apunta a propósito de La Fama Italiana:
frecuentaban asiduamente ese lugar cuatro individuos de mucha popularidad caídos en el olvido. Se encontraban en la decadencia completa, en la bancarrota plena de la existencia, decepcionados, envejecidos, tristes […] Esos vencidos era un payaso, dos toreros y un enano, [el primero] había sido el clown más popular y más querido de los ancianos, de los jóvenes y de los niños; y el cuarto, Pirrimplín, era enano bohemio, que habría resultado un magnífico modelo para Diego Velázquez o Francisco de Goya, por su “perfección” teratológica, por su monstruosidad reveladora de la hermosura de lo espantoso.5
El clown al que Ceballos se refiere es Ricardo Bell, quien hizo reír a la sociedad mexicana finisecular con el Circo Orrín, primero, y después con su propia pista, proyecto que duraría poco, puesto que el payaso moriría en 1911, en Nueva York, y los escombros de su legado se confundirían con los del concreto que las balas de la Revolución desperdigarían. De este modo, puede constatarse que en la elección de un payaso como narrador —en el caso de Böll, derrotado y con el maquillaje ajado— se encuentra un profundo dominio y conocimiento de su tradición y de sus herramientas. La focalización que Böll empuña estará presente en toda su obra, y será una de las características más llamativas de una literatura que prefigurara narrativas posteriores.
Por ello, al momento de la publicación de Opiniones de un payaso, en 1967, Böll gozaba de un prestigio que había comenzado en 1949 con la publicación de su primera novela El tren llegó puntual, en donde narra la historia de Andreas, un soldado alemán que emprende un viaje hacia el frente de guerra en Polonia y en el cual sabe que la puntualidad a la que alude el título es la certeza de la escrupulosidad de la cita con la muerte. Escribe Böll:
—¿Por qué no subes?
—¿Cómo? —exclama el soldado sorprendido—. ¿Claro! Mejor me aviento a las ruedas… también puedo desertar […] Sí puedo, me puedo volver loco… y estoy en todo mi derecho: es mi legítimo derecho volverme loco. No quiero morir, eso es lo terrible, que no me quiero morir. 6
La sevicia de la guerra se trasluce a cada momento en la atmósfera de la novela; las ganas de llorar de Andreas, al tiempo que reflexiona sobre su destino —el acuchillamiento o el paredón— y su vida, preludian el desasosiego que Böll retrató con precisión al mirar de frente al pasado inmediato y fustigar el presente que quiere olvidarlo. Si la Alemania derrotada es el leit motiv de su escritura, son los matices los que la ensanchan: en Andreas de El tren llegó puntual es la juventud perdida la que atraviesa su fe; en Opiniones de un payaso es el lugar de enunciación —el maquillaje, el escenario, el cuarto de hotel— lo que le permite a Schnier contemplar la devastación. En El pan de los años tempranos es la inexperiencia y el temor de una generación asolada por la guerra lo que le brinda un carácter al personaje que afrenta la deshumanización de la cotidianidad.
Lo que quería hacer con ella, no lo había hecho jamás con una mujer. Había muchos nombres, muchos vocablos para definirlo, y yo los conocía casi todos, los había aprendido durante mis años escolares, en la residencia y con los compañeros de la escuela de ingenieros; pero ninguno de esos vocablos era aplicable a lo que quería hacer con ella… y seguía buscando la palabra. Amor no es palabra que lo exprese todo, quizá solo la que más se aproxima.7
Si el amor es ese vocablo que apenas escarcea con la verdad, es la estética de lo humano, con todos esos horrores que nos recuerdan al prefacio al Werther, de Goethe, lo que nos acerca a ella. La obra de Heinrich Böll es dolorosamente cercana, pero también es un retrato en el cual los surcos de la faz humana se acentúan y se desvelan impúdicamente.
Durante el siglo veinte, en la España posterior a la Guerra Civil emergió el “Grupo poético de los 50”, en Latinoamérica surge la “novela de la dictadura” y en Italia retoza el neorrealismo, un puñado de ejemplos que insisten en recordarnos que el fenómeno estético y artístico se crea ante la ruptura del orden establecido. Y qué mayor escisión que un conflicto —social, bélico o filosófico— que delinee lo mismo las más profundas vejaciones que la empatía más sincera. El resquebrajamiento de la realidad circundante es aquello que suscita un ciclo viciado en el que pueden asomarse algunas virtudes. En Billar a las nueve y media, novela de 1959, Böll escribe, en el ochenta aniversario de Heinrich Fähmel, el patriarca de dos generaciones de arquitectos:
o más terrible en él era que no conocía la ternura; cuando le vi cruzar el patio comprendí que era fuerte, y que todo lo que hacía, no lo hacía por los mismos motivos que mueven a los demás: porque fuera rico o pobre, guapo o feo, porque su madre le hubiese o no le hubiese pegado; todo eso son motivos que determinan las acciones de las demás personas: por eso construyen iglesias o asesinan a mujeres, son buenos maestros o malos organistas; pero de aquel muchacho sabía que ninguno de estos motivos me explicaría nada; en aquella época sabía reírme, pero en él no encontré ninguna rendija por la que poder meter mi risa; eso me dio miedo como si un ángel oscuro hubiese cruzado el patio de mi casa8
Heinrich construyó en su juventud la abadía de Sankt Anton, abatida durante la guerra; su nieto, Joseph, está encargado de reconstruirla. Robert, el segundo arquitecto Fähmel, cuenta:
Tenía un buen equipo: físicos y arquitectos, y volábamos todo cuanto se cruzaba en nuestro camino: lo último que volamos fue algo enorme, imponente, todo un conjunto arquitectónico, una serie de edificios muy sólidos: una iglesia, unos establos, unas celdas monacales, un edificio administrativo, una aparcería, un monasterio entero […] unos muros se derrumbaron allí ante mí; en los establos bramaba el ganado, y los monjes me maldijeron, pero no pudieron detenerme, volé toda la abadía de Sankt Anton, en el valle del Kissa, tres días antes de que terminara la guerra. Y siempre con la misma corrección, muchacho, ya me conoces.
Si con Hans Schnier la elección de un narrador para contar la historia es afortunada, no lo es menos la presentación de una decena personajes que cuentan, cada uno, su versión de los hechos narrados. Así, lo que supo o conoció alguno no es necesariamente lo mismo que el otro, y así, la historia de una abadía creada, demolida y restaurada es la representación de la historia humana: las ansias de arrasar con todo lo anterior para que al final se construya, de nuevo, el mismo templo, con un coro monumental de infinitas voces que quieres contar su propia verdad.
Si Gonzalo Celorio escribe que “la historia de la Ciudad de México es la historia de sus sucesivas destrucciones”,9 es ineludible el pensar que la afirmación es compartida. A través de las páginas del diario de Zeno Cosini, fumador implacable que busca las causas de su adicción, conocemos de sus temores y sus anhelos, pero también de las estructuras que merced a la fatalidad —en su caso, la Gran Guerra— caen asediadas por las circunstancias:
26 de junio de 1915
¡La guerra me ha alcanzado! Yo que escuchaba las historias de guerra como si se tratara de una de otra época de la que resultaba divertido hablar […] Había vivido en plena calma en un edificio cuya planta baja ardía y no había previsto que tarde o temprano todo el edificio se desplomaría, y yo con él, pasto de las llamas. La guerra me ha hecho presa, me ha sacudido como un trapo y me ha privado de golpe de toda mi familia […] De la noche a la mañana me he convertido en un hombre del todo nuevo; mejor dicho, para ser más exactos, cada hora del día es del todo nueva para mí.10
Las “sucesivas destrucciones” de las que habla Celorio, respecto de la Ciudad de México son:
el México independiente acabó con la del virreinato, y la ciudad posrevolucionaria, que se sigue construyendo todavía, arrasó con la del siglo XIX y los primeros años del XX, como si la cultura no fuera cosa de acumulación sino de desplazamiento.11
El desplazamiento no sólo tiene una dimensión simbólica, sino que se esparce por todas las naturalezas humanas. Heinrich Böll lo supo, y supo también delinearlo con justicia precisión, pero también desde el acto volitivo de la compasión, entendida ésta como el atisbo del otro desde la propia experiencia. Con su deslumbrante habilidad narrativa, en novelas como Retrato de grupo con señora, en la cual mezcla los documentos del juicio de Nüremberg con recortes de prensa y cartas, que pueden o no ser ficticias, o en El honor perdido de Katharina Blum, en donde exhibe a la opinión pública y a los medios de comunicación como mecanismos de poder totalitarios —su pertinencia está a punto de alcanzar cincuenta años—, Böll retrata una generación con la impronta de su pasado en la frente, con las cicatrices de un presente incierto y con la idea de un porvenir difuso, pero desde la convicción de que el nombrarlos es, quizás, la única manera de apostarse desde una cantina que ha resistido con estoicos bríos los embates del tiempo, percibiendo por el auricular de un teléfono el aroma de un whisky añejo, para reconocerse en alguno de esos fantasmas que, a su vez, son espectros de otros cuerpos que deambulan desplazados por sus calles
1 Heinrich Böll, Opiniones de un payaso. [Edición digital]
2 Id.
3 Id.
4 Seduce el pensar que entre sus fustes ambos escritores —el primero un joven deslumbrado por el segundo, el “poeta del hogar”— despepitaron con fruición sobre la fama y el prestigio de Brummel ante sus arrebatos críticos en contra de Peza.
5 Ciro B. Ceballos, “El dios del vino”, en Panorama mexicano 1890-1910 (Memorias), México: UNAM, 2006, pp. 83 y 84.
6 Heinrich Böll, El tren llegó puntual, México: Fondo de Cultura Económica, 2020, p. 7.
7 Heinrich Böll, El pan de los años tempranos. [Edición digital]
8 Heinrich Böll, Billar a las nueve y media. [Edición digital]
9 Gonzalo Celorio, “México, ciudad de papel”, en Material de lectura. Serie “El ensayo contemporáneo”, núm. 4, México: UNAM, 2013, p. 27.
10 Italo Zvevo, La conciencia de Zeno. [Edición digital].
11 Gonzalo Celorio, op. cit., p. 28.