Tierra Adentro

Una lectura feminista y latinoamericana de la Teoría King Kong

Nos animamos a leer Teoría King Kong juntas. No es la primera vez que nos encontramos con Virginie Despentes. Su nombre nos refiere inmediatamente a Viólame, la universidad y esa película irrumpiendo en una realidad muy lejana a las “gafas violetas” y del “machete al machote”. De ese encuentro recordamos el horror, las largas y perturbadoras escenas en aquella bodega vacía, los gritos. Era la representación cruda de una amenaza que sabíamos cotidiana. Nos quedamos frías, ¿cómo sobrevivir después de una violación?

También recordamos el impulso, la fuerte excitación al ver a aquellas mujeres sacudirse el polvo de la humillación y levantarse. Compartimos con ellas la rabia y una satisfacción profunda en la revancha. Salimos filosas. Nos imaginábamos armadas: una pistola en cada bolsa y una bala para cada acoso. Queríamos tomar las calles por asalto, pero no lo hicimos. Quizás fue el temor nacido de las advertencias, quizás simplemente no sabíamos cómo, quizás por las mismas razones que no lo hacemos hoy.

Casi veinte años después, ya en el feminismo, Virginie es una referencia recurrente. Entrevistas y textos sueltos de Teoría King Kong circulan por las redes constantemente. “Escribo desde las feas, para las feas, las viejas, las camioneras, las frígidas, las mal cogidas, las incogibles, las histéricas, las chifladas, todas las excluidas del gran mercado de la buena chica”. “Tenientas corruptas” se ha vuelto un canto de guerra para las disidentas de la feminidad. A otros textos les rodea un aura más polémica, “Durmiendo con el enemigo” y “Brujas porno” son, al mismo tiempo, reflexiones muy citadas y reconocidas o fuertemente cuestionadas.

Aunque no queda claro cuál es el feminismo detrás de Teoría King Kong, dentro de las páginas de este libro podemos rastrear algunas referencias. Y es que no es fácil leer a Virginie, ya sea porque nos pone delante el horror o porque nos confronta con aquellos mecanismos de control y dominación que hemos interiorizado, pero su lectura es siempre polémica, incómoda. Al mismo tiempo, un aire de familiaridad, de sencillez en su palabra y contundencia en sus afirmaciones, termina de alguna manera interpelándonos.

El feminismo como movimiento crítico que propone el cuestionamiento de todas las formas de opresión, se construye y deconstruye a sí mismo a través de discusiones y debates constantes entre sus distintas posturas. En estos momentos, la diversidad de discusiones en la academia, en las calles o en las redes es verdaderamente rica e interesante. No siempre tiene buena pinta, pero negar el debate al interior del feminismo, es negarle su esencia misma de transformación constante. Es a través del diálogo, la disputa y la negociación de cada una de las implicaciones de sus distintas corrientes que el feminismo se fortalece. Es en ese tenor que nos acercamos ahora a Teoría King Kong.

 

Las discusiones alrededor del trabajo sexual y la pornografía son intensas. Al hablar Virginie de su experiencia en este campo y reivindicar su potencial emancipador, se inserta en uno de los debates más álgidos del feminismo. De un lado están las colectivas de trabajadoras sexuales autónomas y feministas prosexo que pugnan por el reconocimiento de sus derechos, por su participación en el diseño de las políticas que les afectan y porque se reconozca su capacidad de decisión y agencia. Para ellas, la abolición y la prohibición las criminaliza y condena a la precariedad. Por otro lado, el feminismo radical y abolicionista considera este trabajo y la pornografía mera propaganda patriarcal, vehículos para reproducir la violencia contra las mujeres; para ellas, la trata y la prostitución son dos caras de la misma moneda.

Otro punto de debate son las reflexiones alrededor del género. Para Virginie, King Kong y su isla representan lo salvaje y en lo salvaje encuentra la posibilidad de lo no binario. Podría interpretarse como un acercamiento a la teoría queer y su lectura performativa de las identidades y, en ese sentido, entrar en discusión con el feminismo radical que señala los peligros de diluir las identidades de género y desdibujar las relaciones de poder en el sistema patriarcal y capitalista, borrando a las mujeres como clase y dificultando su organización. Sin embargo, creemos que la potencia de la metáfora no apunta a lo queer como performance. Como veremos más adelante, para nosotras más bien representa la ausencia del control de la sexualidad que para Virginie es fundamento del orden político.

Ahora bien, difícilmente un libro como este puede satisfacer al feminismo materialista que recoge la crítica socialista al estado de cosas actual y que pugna por horizontes revolucionarios nutridos del paradigma del siglo XX. Sin embargo, hay que decir que la noción de clase, aunque débil, está presente. Virginie reconoce como punto crucial del orden político la división sexual del trabajo, las relaciones de poder que convienen al sistema capitalista: el hombre al servicio del estado y la mujer al servicio de los hombres. Señala en las clases dominantes el temor a la libertad del pueblo, a la democratización de la realización de los deseos. Es al pueblo a quien se le impone una moralidad sexual que produce un deseo enfermo, perverso, relegado a la periferia, a lo oscuro, lo prohibido, lo ilegal. La libre expresión de la sexualidad es privilegio de las élites, al pueblo se le niega la capacidad de ser libre, por tanto, se le conmina al control y al castigo.

Más que sugerir fórmulas que pretendan agotar estos debates o proponer una postura feminista específica, Virginie nos habla de ella. No habla desde la academia, sino desde la experiencia personal, desde sí misma, “deseosa de vivir las experiencias e incapaz de conformarme con el relato que los otros hacen de ellas”. Politiza su propia vida, nos confiesa su aventura como mujer que se fuga de la norma. No sería lo que es, ni escribiría lo que escribe, si no fuera por lo que ha vivido. Se niega a callar, a guardar el secreto y hace de nuevo, como con la prostitución, lo que no debe hacer nunca una mujer: entregar su intimidad, exponerse, aceptar su exclusión del grupo, volverse una mujer pública.

Virginie encarna la deserción de la feminidad, se apropia de su “virilidad” y encara con ella al mundo. Es libre, deja su casa y sale a la calle, viaja, viste como quiere, es violada. Se confronta con su libertad, sobrevive, logra superarlo. Vuelve a salir a la calle, vende su cuerpo y filma una película sobre violación y prostitución. Se enfrenta ahora con los ataques más feroces, recibe “doble ración de condescendencia burlona”, “vejaciones suplementarias”, “llamadas al orden”. Bajo vigilancia constante, se agota. Intenta feminizarse, mantener un perfil bajo, reingresar a su categoría, mezclarse un poco con el ambiente, para darse tiempo. Un “cálculo de supervivencia social”, como ella misma lo llama. No lo logra, descubre que pierde fuerza y regresa con un golpe: Teoría King Kong es su respuesta subversiva a lo vivido, a ese constante llamado a dejar de ser la que es, a dejarse enjaular en el restringido marco de la feminidad, vuelve a fugarse, ahora consciente y con orgullo, escribe:

Y empiezo por ahí para que las cosas sean claras: no me disculpo de nada, no me vengo a quejar. No cambiaría mi lugar por ningún otro, porque ser Virginie Despentes me parece que es un asunto mucho más interesante de llevar que cualquier otro.

Su tono es definitivamente provocador. No le interesa endulzar nada, cruda como la punk que se proclama, dice las cosas como cree que son, habla desde donde no se debe hablar y como no se debe hablar. Expone lo que debe ser oculto, silenciado, lo monstruoso, lo condenado. Desde ahí se enuncia. No sabe guardar las apariencias y juega rudo ―como ellos―. Invierte cínicamente la narrativa masculina, se jacta de vivir una vida de hombre, reclama su potencia y su agresividad e irrumpe con la palabra incómoda, la anécdota cruda, el espejo despiadado. Desde esa incitadora inversión, niega la feminidad, sus trampas y comodines, se apropia de lo viril considerado solo para los hombres. Reivindica aquello que en ella fue rechazado y llamado a la castración constante y nos cuenta cómo ahí encuentra su fuga, su salvación. Si se hubiera situado en la feminidad, no estaríamos discutiendo esta lectura. Porque la feminidad implica callar y avergonzarse, entender la orden. Pero Virginie no sabe mantener la boca cerrada, no es sexi, ni dulce. No representa a la buena víctima, aúlla, expone sus llagas.

Tal como invierte los mandatos de género, invierte también el sentido de los estigmas impuestos a las mujeres, las violadas, las putas ―las que cobran y las que no― la actriz porno que vive de simular placer e hipnotizar a los hombres. No son creaturas que han perdido su valor; al contrario, potencialmente todas ellas son capaces de trasgredir los límites de la jaula de las fantasías masculinas, de convertirse en creaturas que reconocen su valor en este mundo y se lo apropian.

Virginie crea, es inteligente, se expresa, pierde el miedo, vuelve a salir a la calle. No han logrado provocar en ella los efectos del trauma, les arrebata ese poder a sus verdugos, conserva el apetito sexual, se atreve a indemnizarse a sí misma por aquello que le fue arrebatado brutalmente y regresa el golpe.

¿Qué queda al descubierto con esa inversión que Virginie Despentes ensaya en su propia vida y en este texto? Por un lado, la posibilidad de pensar lo político con otros fundamentos, el control de la sexualidad como mecanismo fundamental para dominar, pero ¿dominar qué a través de la sexualidad?, ¿cuál es esa sexualidad que no conviene al estado y a las fuerzas dominantes? Eso es lo que Virginie responde a través de su propia vida y de la reflexión para la elaboración de esta teoría, la teoría King Kong.

 

King Kong Girl: La teoría

King Kong es un monstruo, una bestia terrorífica y fascinante a la vez. Vive en una isla que ha sido protegida con murallas, alejada de la ciudad: del orden y la normalidad. Frente a ella, la isla es caos, formas complejas e híbridas habitan su universo orgánico que aún no ha sido escindido en géneros, es un mundo donde lo no binario es salvaje. King Kong y su isla son la metáfora opuesta al Estado y su ciudad, representan lo no domesticado, lo “primitivo” que subyace de manera negada en todo orden político. Es muy sugerente la metáfora de Virginie porque nos lleva a preguntarnos no solo sobre cómo se instituye el orden político en la ciudad (la política), sino en cómo se constituye la ciudad misma (lo político). Y la ciudad se constituye precisamente a partir de la negación de la isla, es decir, a partir de la negación de la fuerza de una sexualidad polimorfa, de su control, de su domesticación o incluso de su exterminio, porque le tiene miedo, porque se siente amenazada. El Estado debe matar a la bestia: consigna civilizatoria.

La primera hipótesis de la teoría King Kong es que el control de la sexualidad es lo que permite la constitución del orden político. Aquí no hay ningún contractualismo, mucho menos una justificación metafísica, no son las virtudes de la racionalidad humana, la sabiduría divina o un destino cosmogónico. El orden político nace más bien como un sacrificio cuyo rito central es la violación. Es en este ejercicio crudo y directo del poder cuando se establecen los mandos y las leyes. Un origen nada sublime que debe mantenerse oculto y silenciado.

La premisa es que los mecanismos de dominación a partir de los cuales una mujer es inferiorizada nos permiten entender las mecánicas de control de toda la población, el despojo de sus capacidades políticas, la confiscación de su poder. La violación es un programa político preciso porque enseña la dominación, dice quién manda y quien manda organiza las leyes. El goce en la brutalidad de anular a la mujer, de hacerla menos, culpabilizarla y degradarla es la representación del ejercicio de poder, semejante a lo que hace el mercado capitalista con las personas y con todo lo vivo, lo que hace el Estado neoliberal con los pueblos. La dominación de la mujer es escuela y fuente para las demás formas de dominación.

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La violación de las mujeres es el ejercicio por excelencia del control de la sexualidad, un control que permite la reproducción del orden capitalista y patriarcal: someter a las mujeres, volvernos impotentes frente al poder sexual del hombre; someter a los hombres, volverlos impotentes frente al poder del patrón, del estado y de la ley, paradójicamente por su mismo acto de violar, por obedecer a una virilidad supuestamente brutal que no son capaces de resistir.

La división sexual del trabajo escindió la reproducción social de la vida, capturando a las mujeres en el espacio doméstico, sujetándolas a la figura de la madre, confiscando sus cuerpos y despojándolas del quehacer de la política. Mientras que a los hombres se les capturó para la producción de mercancías o para las tareas de la guerra, sujetándolos a la figura del macho, del padre, se les concede la autoridad de violar a las mujeres, es decir, de quitarles todo poder y someter toda resistencia, pero haciéndolos esclavos de un supuesto deseo brutal nacido de sus pasiones.

Al final de cuentas, lo que intenta mostrar Virginie es que el poder político reside en el Estado y en el mercado que organizan lo colectivo a favor de una élite política y de clase a partir de mecanismos de control de la sexualidad tanto de los hombres como de las mujeres, de la instauración del miedo, la culpa y la debilidad como fuentes de legitimación del poder.  La idea de la sexualidad incontrolable y salvaje de los hombres no solo funciona como justificación del dominio hacia las mujeres, sino para justificar su propio sometimiento, porque entonces necesitan de un poder y un orden ulterior que los mantenga a raya, que también los controle y los castigue.

Nada de esto es natural entonces, sino un artificio político sostenido en ideales, creencias, juicios y castigos. La construcción cultural de la feminidad y la masculinidad, la moral que niega la potencia de la sexualidad y la imposición de los castigos por su indisciplina son los mecanismos que sostienen en pie y ponen en movimiento toda la maquinaria de control.

 

La jaula de la feminidad

La feminidad es el mecanismo de control de la sexualidad de las mujeres a través de la sumisión a normas estéticas y a una heterosexualidad hipernormativa. Las mujeres debemos ser femeninas y ser femeninas es ser bellas, dulces, amables, condescendientes, jóvenes, seductoras y también madres. Debemos vivir nuestra sexualidad desde el deseo heterosexual, debemos amar a los hombres, servirles, complacerles, cuidarlos a ellos y a sus hijos. Debemos mantenernos en el orden de lo privado, de lo doméstico, del trabajo productivo y reproductivo ―que pasa como “natural” para ser desvalorizado y no remunerado―. No hay que reír muy alto, no hay que mostrar proezas intelectuales, hay que limitar los movimientos, abandonar todo rasgo de esa sexualidad que representan la isla y su monstruo, aminorar nuestro poder, simular nuestra inferioridad, volvernos débiles, indefensas, dependientes y dóciles.

La feminidad es la jaula en la que se captura a King Kong, esa potencia sexual lúdica, creativa. La jaula produce al género femenino, domestica a las mujeres, las vuelve serviles.  Para Virginie, una prueba de dicha sumisión es la “necesidad obsesiva y humillante de atraer a los hombres”: las estrategias de seducción, la coquetería, son maneras de tranquilizarlos y disculparse para evitar ser castigadas por el incumplimiento del ideal inalcanzable de la feminidad. Ahí está la trampa que nos captura y mantiene atrapadas: el mandato de la feminidad nunca puede cumplirse a cabalidad, siempre hay algo que nos falta, siempre una equivocación, un fallo que justifica la activación de la maquinaria de control y de vigilancia, pero también de disciplina y castigo, en el caso de salir de la jaula.

Hay mujeres que por supervivencia posiblemente se adaptan y hasta están contentas en su feminidad, pero hay otras, como Virginie Despentes, que no lo consiguen. Aunque lo intentaran no lo lograrían y están orgullosas de ello, de ser unas perdedoras sociales, unas desgraciadas de la feminidad: feas, demasiado agresivas, ruidosas, gordas, vulgares, incapaces de amar a los hombres o de ser amadas por ellos. No les interesa ser madres y quedarse en casa, más bien se sienten atraídas por la ciudad, por la independencia, por ejercer el poder de hacer y de rechazar, es decir, por ser autónomas, libres, más deseantes que deseables.

La figura de la “perdedora”, la “proletaria de la feminidad”, más que simpática es esencial porque rompe el pacto de inferioridad a la que han sido sometidas las mujeres. Es una transgresora y una transgresión implica no solamente romper con una norma, sino ir más allá del límite, conocer más de la cuenta, experimentar más de lo debido. Potencialmente podríamos ser cualquiera de nosotras. La proletaria de la feminidad asume valores y prácticas “viriles” asociadas exclusivamente con el género masculino. Y decimos “asociadas” porque no es que de manera esencial le pertenezcan, sino que han sido apropiadas como mecanismo de control de la sexualidad de la mujer. Lo que queda de King Kong en la ciudad se expresa en ciertos rasgos de la virilidad masculina y la manera en la que la mujer se rebela al mandato de la feminidad es apropiándose también de ellos. Es muy significativo que para Virginie la apuesta política implique el abandono de la feminidad.

 

La virilidad tradicional o la cultura del dominio patriarcal

La virilidad tradicional está construida sobre la mutilación de la feminidad en los hombres. Sobre el ideal también inalcanzable del “hombre de verdad”: el que reprime y calla sus emociones y su sensibilidad, el que se avergüenza de su delicadeza y de su vulnerabilidad, el que tiene el pene grande, el que debe ser valiente, dar el primer paso, proteger y no pedir ayuda, dar muestras de agresividad, ser exitoso socialmente, amordazar su sensualidad, el que sabe morir en la guerra y manejar un hogar con sana autoridad y con la ley de su parte. Ese ideal de la masculinidad tampoco lo encontramos en ninguna parte y, sin embargo, es defendido por los hombres y los convierte en una especie de “siervos arrogantes”, como les llama Virginie. Porque beber, tener amigos, competir, ganar dinero, ser agresivo, querer tener sexo con mucha gente, vestirse cómodamente, tener mayor movilidad, hacer las cosas importantes, todo eso es una prerrogativa del carácter viril que se adjudican y les conviene defender porque, además, la furia derivada del incumplimiento a cabalidad del ideal de la masculinidad puede desplegarse, a modo de revancha, sobre las mujeres: eso siempre los hará sentirse más hombres. Para las mujeres, abandonar los mandatos de la feminidad es cobrar conciencia de su clase, para los hombres abandonar los mandatos de la masculinidad es sacrificar su ventaja política, volverse vulnerables, no solo frente a las mujeres, sino frente a los otros hombres con quienes pelean por el poder.

King Kong no es viril, es fuerza sin domesticación, pero no ejerce dominio y en esta confusión y en esta trampa cae también la masculinidad. Eso que llama Virginie “la virilidad tradicional” también enjaula al King Kong, le da una forma a su potencia y la cristaliza en dominio. Toda la hiperpotencia del King Kong es traducida como una fuerza que le otorga poder sobre la mujer o sobre otros hombres más débiles que él, es decir, feminizados. La agresividad de la isla se convierte en violencia al interior de la ciudad. El dominio sobre la mujer no es salvaje, es un mecanismo político de solidaridad masculina que excluye los cuerpos feminizados del poder, justificando contra ellos el uso de la violencia y su destrucción. Aunque tiene una relación de semejanza, lo viril no es lo salvaje. Lo salvaje sería que no hubiera dominio, que no hubiera orden político, lo salvaje sería “la revolución de los géneros”, la ausencia de control de la sexualidad.

 

El goce perverso como mecanismo de poder político

En la ciudad hay una sexualidad enferma: el deseo se ha vuelto perverso. Mecanismo neurótico del orden político para sostenerse. Inferiorizar a la mujer, degradarla con la violación, produce el efecto de hacer de ella algo despreciable. Por un lado, la mujer que se asume como inferior, se desprecia a ella misma, deseando entonces aquello que la destruya, sintiendo goce de su impotencia. Y por el otro, el hombre que sostiene la inferiorización de la mujer también la desprecia, pero la desea al mismo tiempo y, en consecuencia, termina despreciándose a sí mismo por ello. Enseñarles a los hombres a despreciar a las mujeres y lo femenino es enseñarles a sentir desprecio por aquello que desean, provocando que sea casi natural sentir goce por su destrucción. Las manifestaciones de un poder que hiere y ultraja a las mujeres, violándolas, golpeándolas, son fuente de placer masculino. “Lo que se las pone dura debe ser problemático”, sostiene Virginie.

El recinto del goce masculino es doloroso, construida la virilidad bajo el supuesto de un deseo bestial incontrolable con reminiscencias a lo King Kong, se vuelven presa fácil de la vergüenza y la culpa como mecanismos de control cuando se trata de ellos mismos, pero al mismo tiempo no deja de ser un recinto no solo del goce, sino del poder cuando se trata más bien de controlar a las mujeres. En este sentido, no hay nada naturalmente perverso en el deseo de los hombres, su deseo destructivo es una construcción política: violar a la mujer es un acto de guerra que busca debilitar al enemigo, que en este caso es nada menos que la mitad de la población oprimida en el mundo.

Por momentos es incómodo leer a Virginie cuando habla del deseo de los hombres, de la vulnerabilidad y el sufrimiento del que son capaces en su posición de dominadores. Pero más que un llamado nuevamente a las mujeres a la compasión por el que sufre, nos parece que, más bien, se trata de mostrar la construcción perversa del deseo como mecanismo de control de todo el cuerpo colectivo y la manera diversificada en la que opera para los hombres y para las mujeres. Virginie sostiene que el control de la sexualidad produce un cuerpo social neurótico con estructuras autodestructivas. Por eso es un fracaso el orden social y político, no porque las mujeres no estemos cumpliendo con una especie de responsabilidad natural que nos correspondería por el hecho de serlo y que garantizaría la estabilidad del orden, sino porque los fundamentos mismos de ese orden político están torcidos, son perversos.

Volvamos a la metáfora de la teoría: las energías vitales de la isla aún siendo terroríficas, puntos ciegos de la razón, innominables, no potencian la dominación ni la violencia, al contrario: al ser domesticadas con fines políticos y administradas en una economía del deseo, se logra constituir y mantener el orden; lo que deja siempre en latencia la posibilidad de la ruptura y, por tanto, le restringe su expresión en líneas de fuga muy precisas y domeñables por la moral de la culpa y la condena. Así como en la película King Kong es capturado, exhibido, desnaturalizado y finalmente aniquilado, así también el orden político se comporta con la sexualidad, con el deseo.

Como decíamos antes, la captura produce lo femenino. Lo femenino es exhibido a partir de dos espectáculos: la madre y la puta, el King Kong encadenado en el anfiteatro o el que asedia a la ciudad con su monstruosidad poniendo en riesgo todo orden posible.  Los dos son espectáculos sumamente pedagógicos. La madre sirve al orden político como una figura de control en el ámbito de lo doméstico: la madre sabe qué es lo mejor para sus hijas e hijos, les vigila, controla y castiga. Es por supuesto polémico, pero para Virginie, la madre tiene un recinto de poder en su casa, no frente a su patrón que es el marido, sino frente a su descendencia.

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No es casual que la casa, el hogar, sea concebido como lo doméstico, lo domesticado pues y que este sea, precisamente, el lugar que el orden político le ha dado a las mujeres. El Estado, sobre todo el fascista, tan brutalmente conocido en Europa ―y ahora tan peligrosamente olvidado―, sería entonces la réplica del poder de la madre en la casa.

El Estado fascista, nos recuerda Virginie, infantiliza a las personas, las controla y las vigila, siempre argumentando bienestar y seguridad a cambio de su libertad. Por eso es que la moral glorifica a la madre, por eso es que hay toda una propaganda acerca de la maternidad como una experiencia femenina ineludible, fantástica, plagada de alegrías, como la experiencia en la que las mujeres pueden realizarse.

Por su lado, la puta es exhibida como el espectáculo de la criatura del vicio, del asfalto, la que se apropia de la ciudad, la que trabaja fuera de la célula familiar, la que tiene sexo sin amor; es su espejo invertido, su fetiche, que hace parecer natural aquello que es artificial, producido y generado históricamente: la maternidad, el matrimonio, la heterosexualidad. La relación entre la puta y el King Kong tampoco es inmediata, la ciudad es la mediación, en la isla no hay putas, hay putas porque hay ciudad.

La lectura abolicionista del libro ha puesto su mira crítica frente a la posición de Virginie, en específico frente al argumento de una especie de reivindicación del trabajo sexual que parece hallarse en el texto. Esto porque apunta solo a una emancipación individual de la mujer bajo criterios muy liberales y en un contexto radicalmente distinto en el que ocurre masivamente el trabajo sexual más bien como trata: en una degradación profunda de los cuerpos de las mujeres, hipersexualizadas, mercantilizadas, convertidas en objeto, al servicio de la satisfacción masculina que confirma su posición de poder y de dominio. Es cierto, tienen razón, pero en alguna medida, también Virginie, quien no niega la existencia de esta realidad atroz a la que millones de mujeres son sometidas. Sin embargo, más que sumarse a la denuncia del trabajo sexual explotado, lo que nos comparte es la experiencia política personal de vivir el goce de este trabajo como transgresión, de no pensarse como víctima, de su apropiación del espectáculo en la exhibición de la bestia. Comprender la transgresión al control de la sexualidad como una transgresión propiamente política. Ser puta no porque estás obligada sino justamente porque no debes hacerlo.

En la isla tampoco hay pornografía. De la misma manera la pornografía como expresión del control de la sexualidad y la “domesticación de las masas” funciona para liberar la tensión que el orden político ha generado entre la idea de un delirio sexual abusivo y un rechazo exagerado de la realidad sexual. Este “delirio sexual abusivo” es la representación cinematográfica de la hipersexualidad de la isla, donde no hay amarras ni límites posibles. Se trata de una técnica de ilusión que más que representar, alimenta las fantasías sexuales con las que se asocia la hipersexualidad, fantasías generadas por la propia industria cultural patriarcal y machista, que se ancla en el goce de dañar, ultrajar y destruir eso que se desea. El rechazo exagerado de la realidad sexual es justo el otro extremo, maniqueo, de la moral cristiana de la civilización occidental que condenó místicamente a la bestia, al demonio, a las fuerzas del mal que hacen débil la carne, son tentadoras, seductoras, pero terroríficas; el sexo oculta una verdad innombrable, es una zona oscura, peligrosa cuando no sirve a la reproducción sino al placer o al interés, en el sexo habita el mal y el mal debe ser destruido.

Entre el delirio sexual abusivo y el rechazo exagerado de la realidad sexual, está la pornografía como otra manera de exhibir a la bestia y desnaturalizarla. La bestia no vive en esta tensión, King Kong no es la representación de un delirio sexual abusivo, justo Virginie llama la atención sobre el hecho de que en la película la relación entre la bestia y la bella no es erótica. ¿Cómo representar a King Kong en el porno sin reproducir el orden político de dominación hacia las mujeres y el goce perverso de la destrucción? ¿Cómo hacer del porno una herramienta de desobediencia al control de la sexualidad? Más que preguntas son invitaciones.

 

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