Gol de oro
En ciertos países el triunfo es un animal exótico.
Juan Villoro, Balón dividido
A estas alturas, desde hace 36 años, México queda eliminado de cada mundial. En este último, aunque me duela aceptarlo, no resultó sorpresivo habernos quedado incluso en la fase de grupos. Cada cuatro años el globo tricolor se infla con una esperanza que el marketing se encarga de redoblar con comerciales que nada tienen que ver con la realidad futbolística de la selección. Los medios apelan a una gesta heroica como único medio de acceder a la victoria. Es como si la única manera de ganar en México fuese sufriendo. Aunque entiendo la herencia del catolicismo en lo que respecta al sufrimiento para trascender, no es que a los mexicanos nos guste complicarnos la vida: es que no se ha encontrado la manera de sufrir menos para conseguir más.
México 86 es recordado por dos principales razones, según sea quien lo recuerde. Si se trata de un mexicano, este recordará que aquel torneo fue el último en que la selección pasó a cuartos de final. Algunos dicen que por ser el anfitrión, y no lo dudo, pero se pasó al quinto partido y desde entonces nació la maldición. En cambio, ese mismo mundial será recordado por el resto del mundo gracias al Barrilete cósmico de Maradona. La tragedia mexicana guarda la misma proporción que el malabar maradoniano en cuanto a la inmensidad del hecho. Ambos sucesos poseen un sustrato político que tiene que ver con la hazaña como único medio para sobresalir en algo.
Estoy seguro de que muchos países latinoamericanos envidiamos a los argentinos desde entonces: tener una economía desastrosa y producir jugadores de gran calidad, no cualquier nación del tercer mundo lo consigue. Fue el gol de Maradona, pero también la narración de Víctor Hugo Morales, lo que por un momento les devolvió a los argentinos las Malvinas.
Ese gol que fue algo más, mucho más, que un simple gol. Ese gol fue un reclamo, un grito, un estruendo sobrenatural. No por nada Morales apela a la vida extraterrestre en el apodo usado para nombrar la jugada. Fue una manera de entender esa pasión que desborda cualquier corazón humano. Justicia divina no en el sentido judeocristiano, sino en un rumbo semántico más próximo al de la sci-fi. Como toda ficción, en esta el final también dignifica al héroe.
Por alguna razón, Latinoamérica encuentra en el futbol el medio para vengar el desastre al que los políticos nos han llevado. Al cumplir con una proeza, los países en posición de subalternos resignifican la tragedia que los ha situado en los últimos peldaños del escalafón internacional casi desde que consiguieron su independencia. O incluso desde mucho antes, cuando los colonizadores se asumieron como dueños de cada tierra que pisaban fuera de sus países de origen. Lamentablemente, el futbol no es la excepción, y menos en el postfutbol: ¡cuántos aficionados latinoamericanos, supuestos parientes de europeos, se ponen la camiseta de cualquier selección europea y celebran cada gol con tal de blanquear el Pantone de su piel, también, por medio del futbol!
Por eso resultan tan odiosos los comentaristas y narradores que se alegran de que siempre sean las mismas selecciones las que llegan a las etapas finales. No es coincidencia que dichas selecciones sean europeas, salvo por Argentina, que sabe culminar en cada mundial sus propias revanchas sociales, y Brasil, cuyo jogo bonito es por suerte atemporal y se mantiene al margen de sus gobiernos.
Cada vez que celebra la presencia de los mismos convidados al banquete mundialista, el colonizado se reafirma como tal. Su emoción por ver a las potencias eliminarse entre ellas resultaría genuina si no es porque, afortunadamente, el futbol tiene todavía un remanente lúdico, aunque ya en peligro de extinción. Son las sorpresas de cada mundial, los llamados “caballos negros” que se cuelan a las instancias finales y le devuelven al juego de lo que tanto adolece últimamente: la improvisación.
La expresión es realmente hermosa: un caballo que corre desbocado, que presume su libertad y amedrenta a los cautos y reprimidos. Es la envidia de todos los caballos, de todos los humanos. ¡Cuántos quisiéramos ser ese caballo que relincha de alegría! Es el caballo que rompe con las quinielas, que desacata la regla a la que se le rinde pleitesía cuando Francia, España y demás equipos europeos se encaminan, cada cuatro años, a los mismos sitios victoriosos. Selecciones que, por cierto, se han beneficiado en los últimos años de la colonización. Francia es el mayor ejemplo de que el yugo imperialista en África sigue dándoles dividendos varios siglos después.
Aquellos historiadores de la tradición, que la construyen con su propio servilismo, se lamentan de que se cuelen a la pelea por la copa mundial países como Marruecos en 2022, Costa Rica en 2014, Camerún en 1990, Cuba en 1938, e incluso Estados Unidos en 1930. En cambio, los seduce que las selecciones que apoyan con sospechoso respeto goleen a selecciones mucho más débiles y, a menudo, con jugadores de color de piel más oscura o de apellidos latinos, asiáticos, africanos.
Algo así pasó, por poner algunos ejemplos, con la goleada que sufrió El Salvador, en plena guerra civil, a manos de los húngaros, quienes le anotaron 10 goles a un grupo de jugadores más pendientes de la supervivencia de los suyos en su país que de la humillación de la que solo fueron comparsas. El Salvador anotó un solo gol en ese partido (jugado durante el mundial de España 1982), y, aunque parezca tan absurdo como para recordarlo, los salvadoreños consideraron la anotación igual a un bálsamo, como si el futbol tuviera ese poder catártico para alivianar las tensiones sociales, o al menos lo buscáramos allí como parte de la representación en la que se convierte un partido en los noventa minutos de juego.
El único gol del encuentro lo metió Luis “El Pelé” Zapata. El apodo confirma la necesidad de los países que carecemos de la magia en los botines de apodar a nuestros jugadores con el nombre de las leyendas del deporte. Por eso abundan tantos “Messis” mexicanos, como si al menos la comparación sirviera para admirar, en nuestro pequeño altar de triunfos menores, a quienes gracias a su talento nos devuelven la esperanza de confiar en que dentro de cuatro años, las cosas pueden ser mejor de lo que son actualmente.
Recuerdo al conserje de una secundaria, en la que apliqué la prueba ENLACE bajo las órdenes de la SEP. He olvidado su nombre, pero no la vehemencia con hablamos una mañana, entre receso y receso, de política y futbol. Compartíamos la desesperanza y el hartazgo de unos gobernantes que no sirven para nada. Don Rober, llamémoslo así, trabajaba en la escuela desde hacía unos años. Dijo estar ahorrando para intentar pasar al Otro lado por tercera ocasión. Mencionó que las dos veces anteriores casi lo logra, pero que siempre o el pollero le quedaba mal o la Migra lo mandaba de vuelta al país.
Olvidé también cómo ese tema se mezcló, por alguna razón, con el futbol. Aunque jamás podría ponerme en los zapatos de Don Rober, en algo sí coincidíamos él y yo: la fe, tal vez demasiado ingenua, pero poderosa y mística, en que con tan solo una victoria importante de la selección mexicana, una nada más, las cosas cambiarían en el país. No sabíamos con certeza si para bien, pero queríamos confiar en que así sería.
Si pasara algo así, trabajaríamos más motivados, mi joven, recuerdo que dijo Don Rober y enseguida soltó una carcajada mientras terminaba de recoger los envases de frutsis del patio que estaban barriendo, con una de esas escobas hechas de ramitas que aprovisionan quienes trabajan con lo mínimo. Yo apoyé su comentario agregando que gran parte del ánimo con que los aficionados al futbol se despertaban día tras día dependía de la buena o la mala actuación del equipo.
Don Rober me dio la razón y seguimos hablando de otras cosas. En algún momento volvimos a hablar de sus intentos infructuosos por cruzar la frontera. Ahí fue cuando dijo que lo intentaría una vez más en unos meses. Le deseé mucha suerte y nos despedimos. Tenía que volver al salón para continuar con la prueba y así poder cobrar los 500 pesos que me tocaban por haberme presentado en la escuela asignada y aplicar el examen a adolescentes de secundaria con tantas deficiencias educativas como carencias económicas.
Parafraseando las palabras de Robert Capa con que Juan Villoro inicia uno de sus ensayos de Balón dividido: tener talento no basta, también hay que ser mexicano. Como si, dando por cierto el nacionalismo que rodea el futbol, asumiera que para el mexicano, esa criatura empaquetada y lista para comercializar con ella, la derrota en la cancha formara parte también de la derrota fuera de ella.
La tragedia, como alguna vez escuché en palabras de un amigo, nos acompaña como mexicanos como una sombra que no se nos despega ni para jugar a la pelota. Por eso mi enojo inicial: ¿Cómo voy a querer que ganen los mismos siempre si mi vida depende de esos chispazos de suerte, de esa mínima probabilidad de conseguir en pies de otra persona un triunfo que nos sepa a propio?
Antes de subir al salón, volteé de nuevo al patio: la basura estaba ya recogida en pequeños montoncitos estratégicamente ubicados para que nadie los derribara por descuido o malicia. Entonces recordé mi conversación con Don Rober y me sentí un imbécil. Cualquier otra cosa que sucediera en ese patio, utilizado tantas veces como cancha improvisada donde jugaban niños que soñaban con ser el nuevo Messi, me pareció absurdo. Pero solo por un momento.
Después, aunque fue mucho tiempo después, en realidad, entendí que la felicidad de tipos como don Rober no dependía del futbol. Que todos los días se levantaba a trabajar y que aunque ganara la selección el mundial, el alborozo duraría un momento, el presidente en turno se alegraría y reconocería a los futbolistas que consiguieron la gesta heroica y que la vida, el ánimo de las personas, iría a la alza, pero solo por unos días. Después, las cosas volverían a ser las mismas de antes.
Los mexicanos, pero también en otros países donde el triunfo es un animal exótico, venimos al mundo no solo con el sino de la derrota, también con cierta pasión que se ha infiltrado en nuestros genes: la necesidad de conseguir lo que queremos, la necesidad de tener que hacerlo con el doble de esfuerzo. La obligación de continuar haciéndolo porque no hay de otra. Con la promesa de que algún día, también nosotros golearemos dentro y fuera de la cancha.