Tierra Adentro
Ilustración realizada por Mildreth Reyes
Ilustración realizada por Mildreth Reyes

Llegará pronto, les decía. Y llegó antes de lo pensado.

Juan Pablo Meneses

Tengo tres noticias: una buena, una mala y una triste. Comencemos en desorden. La mala noticia es que en Catar, lo más emocionante de la participación mexicana no ocurrirá en la cancha sino fuera de ella. Ya veremos si la famosa estrofa del Cielito Lindo se entona de veras con ganas al interior de alguna cárcel catarí.

La buena noticia es que dentro de ese contexto opresivo, fundamentalista y conservador, que la embajada mexicana insiste en defender como una cultura “que hay que respetar”, afortunadamente no faltará el activista que invada la cancha y trate de sabotear el torneo, como aquella vez que las Pussy Riot interrumpieron la final del mundial de Rusia 2018 para interpretar las ideas del poeta ruso Dmitri Prigov, sobre lo que él llamaba la “policía celestial”.

Con ese gran giro poético en la trama de una final que ya solo interesaba a franceses y croatas, las Pussy adelantaron el tema de la tercera y última, acaso la más triste de las tres noticias con las que abrí este ensayo: un nuevo futbol ya comenzó a jugarse desde antes de la pandemia; un nuevo futbol que les gusta a los que no les gusta el futbol; un nuevo futbol a cuyos hinchas —villamelones ideológicos— no les interesa que ruede la pelota más que para justificar el asco que le tienen a lo popular y lo buenas personas que los hace su desprecio. Sean bienvenidos, bienvenidas, bienvenid$s, al primer mundial donde se jugará ese espectáculo llamado postfutbol.

Virtual Angst Reality

Si a alguien le debemos el nombre de este nuevo deporte rey jeque, es al escritor chileno Juan Pablo Meneses.  El prefijo post- incluye al sustantivo en un campo semántico en el que se encuentra la postverdad, el posthumanismo, el postporno, la posthistoria y demás post-algo que intentan definir un estado de cosas que se distingue, al menos teóricamente, de su referente inmediato.

Para Meneses, el postfutbol se distingue del futbol por el interés exclusivo en el negocio. Durante la Copa América de 2015, Meneses registró situaciones que, para él, delatan la extinción de los componentes lúdicos del deporte, así como su mutación descarada hacia un espectáculo hiperconsumista. Entre ellas destaca que los jugadores cada vez sean más caros, más jóvenes y, si se puede (claro que se puede, ¡cómo no se va a poder!), infalibles; que tras la pandemia, los estadios vuelvan a llenarse, aunque sea por seudoaficionados que ya no se identifican con los colores de su club, sino con el verde pálido del dólar, clientes que se dicen aficionados de los clubes europeos por quién sabe qué supuesto tatarabuelo alemán, español o italiano.

Pariente pobre del postfutbol, el futbol en cambio no representa para aquel nada más que lo que se disputa en las cascaritas y partidos amateur de los llanos y potreros. Es decir, nada que valga la pena televisar. Porque todo mundo sabe que con “pasión y aguante” no se pagan los sueldos millonarios de los futbolistas profesionales. Son a ellos los que vale la pena seguir. Ya no a los equipos, ni sus colores ni sus banderas. A menos, claro, que en ese equipo esté el Bicho, Messi, Mbappé, Haaland o cualquier otro ídolo de masas interconectadas de menos de treinta años. “Porque en el postfutbol —describe Meneses— ya no importan tanto los equipos, importan los jugadores. Los mismos periodistas deportivos ya no son tan hinchas de equipos como sí de jugadores”.

Son ellos, los jugadores, protagonistas del mismo sueño que alguna vez tuvieron nuestros padres, pero que por la maldita corrupción no se cumplió. La diferencia entre el sueño del hincha resignado y el del jugador que interpreta el papel estelar en ese sueño, es la pantalla del celular que los divide. Mientras el primero es exhibido frente a la lente, el segundo habla de todo lo que aquel deja ver. Y de lo que no, también, porque ese es el poder que confieren los dispositivos móviles: hablar y mirar, sin filtros, sin tapujos, sin miedo a hablar o mirar demasiado.

En el postfutbol, las pantallas no solo son el medio, también son el mensaje, que no el masaje, como quería MacLuhan, pues lo último que el aficionado promedio hace cuando ve un partido de postfutbol (e incluso ya ocurría en el futbol, solo que de un modo distinto) es relajarse y mantener la calma. Sobre todo luego de la implementación del VAR en los partidos. En sus siglas, traducidas como Video Assistant Referee, cabe un significado mucho más cercano a las sensaciones experimentadas por el espectador durante un partido de postfutbol: la Virtual Angst Reality, esa angustia que surge cuando gracias una pantalla, confundimos ficción y realidad.

Árbitro no solicitado

La inclusión de esa otra pantalla en el campo desató una tensión única que en el futbol llegaba solo hasta la tanda de penales (o más atrás, en el prehistórico gol de oro), pero que hoy el postfutbol ha sabido vender. El suspenso producido por el VAR eriza los nervios de jugadores, directivos y, sobre todo, aficionados. Tecnología de la angustia, el VAR se unió a su vez al uso generalizado de dispositivos electrónicos cuyos usuarios también buscan justicia detrás de una pantalla.

En la digitalidad, Themis ya no tiene los ojos vendados sino siempre abiertos, rojos rojos y con las pupilas dilatadas de tanta sobreexcitación de los sentidos; sufre del síndrome del túnel carpiano, que pellizca sus muñecas, pero no por sostener la espada y la balanza sino por no dejar el celular ni para acomodarse el vestido. Ser justo con ayuda de imágenes sacadas de contexto, repetidas en loop para encontrar la minucia que explique el todo: esta contradicción es regla en el postfutbol.

Y hablando del gol de oro —o muerte súbita (otra vez la vida y sus circunstancias a manos de otro aparato-policía como el reloj)—, la inclusión de esta estrategia en el juego se acomodó muy bien en las cascaritas, verdaderos termómetros del gusto del aficionado. A mí todavía me tocó proponerla como última opción para acabar la reta en la primaria, ante la urgencia anticlimática de la maestra Marisela que nos pedía, casi nos rogaba —con ese gesto entre tierno y adusto con que la recuerdo—, que entráramos al salón y nos olvidáramos del juego hasta la salida.

Tal como sucede con el olor a sobaco combinado con el de los chetos en un aula llena de púberes hediondos, el uso de la muerte súbita como remedio salomónico a una trama irresoluble resulta tan natural que es fácil extrañarla. El suspenso que surgía en los minutos finales de un partido, más si este era amateur, era muy distinto, acaso disfrutable en comparación con ese otro suspenso del VAR, igualmente anticlimático como la miss Marisela, árbitra no pedida que intercambiaba diversión por justicia.

Por eso, si su participación en el juego resultara también natural; si de veras hace falta detener un partido tanto tiempo porque el árbitro de cancha no pudo o no quiso marcar la sancadilla; si la llegada del VAR, pues, es tan importante en un partido, el gesto de encuadrar el aire tras una jugada polémica sería parte de las cascaritas que se juegan con dos suéteres como postes y una botella de plástico rayada de tanta patada recibida. Pero el VAR, ni en el potrero ni el llano importa. Allí no se pierde dinero, y si se apuesta o se paga a cambio de un mejor desempeño por parte de los jugadores, la polémica la resuelve el árbitro, tragándose las mentadas como la persona sensata y honesta que es. La pregunta entonces no es por qué ni para qué se inventó el VAR, sino cuáles han sido las consecuencias de su inclusión no solo en el partido donde aparece sino en el sistema nervioso del verdadero aficionado.

No estamos en las luchas, ¡compórtense!

Protocolizar la improvisación no solo le quita lo poco que le queda de juego al futbol (el espíritu carnavalesco, la defensa de los valores que representa cada equipo, la identidad en juego). Además lo vuelve predecible, de fácil consumo. Los partidos de futbol solo los miraban los aficionados al deporte; el postfutbol, en cambio, está dirigido a tod$s, para que nadie se sienta excluid$. Como en la mayoría de las empresas sospechosamente incluyentes, su nuevo target no son las personas sino los conceptos, ideales sin duda bienintencionados que de tanto repetirse, han adquirido ya el ritmo cadencioso del eslogan.

El postfutbol es una empresa, no un deporte ni mucho menos un juego. Para que funcione hay que unificarlo hasta conseguir que en las gradas predomine el mismo color corporativo. La improvisación allí también está en riesgo de desaparecer. Para ilustrarlo, transcribo dos citas que se contraponen y nos permiten ver quién es aficionado al futbol y quién al postfutbol. La primera es de John Sutcliff, comentarista y reportero mexicano que trabaja en ESPN. Durante estos meses en que la FIFA ha traído azorada a la afición mexicana con lo del “Eh, puto”, Sutcliff opinó lo siguiente: “Hay algunos aficionados (de futbol) que creen que están en las luchas y así también quieren comportarse en un estadio”.

El repudio de Sutcliff hacia lo popular es síntoma inequívoco del diagnóstico de Meneses. El nombre del reportero mexicano nada tiene que ver con su clasismo, y sin embargo, en México, la única forma de que alguien llamado John Sutcliff asista a una función de lucha libre es porque quiere vivir al máximo la “aventura mexicana”, tequila y sombrero en mano. La doña de la primera fila, que no deja de gritar leperadas a los varones fornidos que vuelan por los aires, fascina a Sutcliff al grado de envidiar su labia y al mismo tiempo reprimir unas ganas tremendas de callarla y pedirle que se comporte, que no está en el barrio.

Para tipos como Sutcliff, el futbol es un juego muy ruidoso que siempre se sale de control, por lo que es mejor invertir en un buen sistema de vigilancia, sueño húmedo de los conservadores que buscan hacer del estadio un panóptico, monumento del posfutbol. La idea recuerda el origen arquitectónico de dichos inmuebles, sitios construidos para rendirse literalmente a los pies de los dictadores europeos quienes miraban desde las alturas la pleitesía rendida por sus respectivos ejércitos en medio de cánticos y formaciones perfectas. Desde entonces, la disciplina marcial ha migrado a las gradas, en un esfuerzo corporativo por frenar la improvisación por considerarla peligrosa.

Inicialmente homofóbico (como muchas otras actitudes en un país que sigue matando a sus ciudadanos por su género u orientación sexual), las constantes amenazas de la FIFA a la Femexfut por el dichoso grito son un claro ejemplo de que en el postfutbol, importa menos el diálogo que la reprimenda, la reflexión que el regaño. En este año se viralizó en el Twitter argentino un hilo sobre futbol que reúne a jugadores, directivos y escritores que dialogan sobre la violencia que se vive en las gradas. No la justifican, pero tampoco la prohiben. Martín Kohan, por ejemplo, cuya afición al futbol no lo hace menos inteligente, menciona: lo primero que hay que hacer ante dicha violencia es “no prohibir… [Cabe] la posibilidad de reapropiarse de hostigamientos… reapropiarse de ellos y cambiarlos de signo”.

Desde la mirada de Kohan, el clasismo de Sutcliff sería en realidad un obsequio, la oportunidad de devolverle al juego la improvisación, el libertinaje y el ingenio pantagruélico en contra de toda represión. De hecho, la hostilidad hacia un grupo históricamente marginado como la comunidad LGBT+ se invirtió hace poco, cuando la afición mexicana comenzó a gritar “puto” como una forma de rebelarse ante las decisiones de la federación, que reprimía sin otro fundamento más que el de la amenaza de perder dinero. Desde entonces no ha habido mesas de análisis sobre la inclusión de jugadores abiertamente homosexuales en los clubes mexicanos; ni reportajes sobre la incidencia directa del grito en los crímenes de odio hacia los homosexuales; tampoco hubo campañas que sensiblicen al aficionado y lo inviten a repensar sus actos. No hubo nada de eso. Solo ordenaron, con la autoridad que confiere el dinero. “Prohibir”, insiste Kohan, “no es la mejor manera de actuar contra la discriminación. Porque eso que tapaste sigue corriendo por debajo y, como todo lo que corre por debajo, en un momento aflora y aflora con violencia redoblada”.

Quienes prohibieron de tajo el dichoso grito creen que las palabras permanecen inalterables en el tiempo; que su acepción es una sola y solo tiene un sentido; que el hablante no puede modificar su significado para reapropiarse del insulto y dirigirlo a otros destinatarios, matizando la intención, en un conflicto que ya nada tiene que ver con la homofobia (que impera en el futbol, sí, y en todos lados), sino con la capacidad del hablante de dotar de nuevos sentidos al lenguaje.

Plusfutbol

La prohibición es la regla más importante del postfutbol. Y, como toda imposición, su elasticidad abarca cualquier rincón relacionado con el negocio. A principios de año, el dueño de la página web Roja Directa fue demandado por los dueños de los derechos televisivos, que rastrearon el sitio hasta dar con el responsable: Miguel T.G, seudónimo del español Igor Seoane. Desde hace siete años, Seoane encaró una demanda contra La Liga y Mediapro, según estos, por violar los derechos de autor de sus transmisiones.

Plataformas como Roja Directa, Pirlo TV o Futbol Libre han arruinado los planes de las televisoras que crearon sus propias plataformas de streaming, como VIX+ de Televisa, ESPN+  de ESPN o Fox Sports Premium de Fox Sports. En los tres casos, las televisoras ofrecen el mismo contenido por un monto extra. Supuestamente es contenido especial que, sin embargo, terminó siendo el mismo que ofrecían antes de la creación de dichas plataformas. A fin de cuentas, John Sutcliff no estaba tan equivocado: el que tenga dinero, que pague; el que no, que se vaya a las luchas.

Préndele, que ya empezó el mundial

Finalmente, la inclusión del VAR en el futbol es la consecuencia de una forma de entender el mundo que cuajó en el postfutbol: retener el juego en un recuadro dibujado con las puntas de los dedos, atrapar la realidad para ejercer control y así manipular la perspectiva, empaquetarla y venderla a quien pueda pagar por ella. Porque solo de este modo, en cámara lenta y con una mirada inquisitiva, es posible expulsar lo indeseable de la cancha.