Ezra el babélico
People quite often think me crazy
when I make a jump instead of a step,
just as if all jumps were unsound
and never carried one anywhere.
I have never known anyone worth a damn
who wasn’t irascible.
Pound en algún momento.
El lugar pudo ser este mismo lugar.
Meter el movimiento, Ezra. Meter la falta de quietud, Ezra. Te leo como se leen las piedras. Una tras otra hasta completar el muro. Y luego las ruinas, Ezra. Pero acordémonos que ninguna ruina es igual a otra, Ezra, aunque así lo parezca. Ninguna caída es igual a otra, aunque así lo parezca. Y entonces, te pregunto, Ezra, quién inventó el oro, y me contestas, y yo estoy junto a mi deseo, y la vida no tiene nada mejor.
¿Te acuerdas cuando te aventaron al lago lleno de nenúfares, y cada nenúfar era una estrella, Ezra? Yo también me acuerdo. ¿Y también te acuerdas de la luz de Hilda Doolittle y del año de 1908? Yo también me acuerdo. Y luego apareció el estudiante de medicina que decía cosas como Y sin embargo uno llega de algún modo, o Me llaman, y yo voy. El camino está helado pasada la medianoche.
Pero dime qué hiciste en Venecia, Ezra. Escucho. Triste desolación, el pigmento se descascara de la piedra. Y sigues diciendo En la penumbra el oro atrae junto a sí toda la luz. Y Yeats aprobando tu poesía poniendo esta palabra en el mundo por primera vez. Charming. Y avisándole a William, decidiste a llegar a Londres para reconocer cómo se formó la sombra de este verso en la lengua inglesa: el hombre creó la muerte.
Entonces, Ezra, dime también de qué se trató pasar horas sentado escribiendo en alguna sala del British Museum. Y cómo bebiste como solo las hojas más altas de los árboles saben hacerlo, de la tradición que parecía sospechosamente inmaculada, para fundar Altaforte, como se funda el fuego. Y ahí, en medio de dos espadas, pronunciaste seis veces Y observo en lo oscuro sus lanzas que chocan, y se colma mi pecho de gozo, y se llena mi boca de intrépida música al ver su desdén desafiando la paz.
Y llegó 1910, Ezra, y tú y Yeats concluyeron que solo se debía hablar claro y desinteresarse por el exceso en la metáfora y el adjetivo. Y también llegó Sirmione y Cayo Valerio, y el descubrimiento del azul, por supuesto, y quizá también un lago.
Y después, traicionar a Cavalcanti, Ezra. Y así, algo del dolce stil novo y sentenciar que no hay que preocuparse de las palabras sino de los significados.
Y pasó el salón de té en el British Museum, Ezra. Y leíste ese poema de Hilda dónde ella contó cada grano de arena, de cada bahía que bordeaba cada mar de este mundo. Ese poema donde la sal cantaba algo así:
Hermes, Hermes,
El gran mar se llenó de espuma,
rechinó sus dientes sobre mí;
pero tú has esperado…
Y pusiste debajo del poema de H.D. la palabra Imagiste, y algo pasó en Chicago. Y consecuentemente así lo acomodaste: Será mejor proponer una sola Imagen en toda la vida que producir trabajos voluminosos. Y pensé, medio en brusquedad, en aquél que vomitó Paris por completo, y cambió para siempre a la poesía, y que apostó por que el objeto del genio era fundar un lugar común. Pero supongo que no es lo mismo que tú dices, Ezra, habría que ponerte a platicar con Baudelaire de nuevo, ¿verdad?
Y ahí mismo en el A Few Don’ts by an Imagiste continuas determinando que No se debe estropear la percepción de un sentido tratando de definirlo en términos de otro. Esto solo suele ser el resultado de la demasiada pereza para encontrar la palabra exacta.
Y, entonces, cuéntame ¿qué no le gustó Robert Frost de ti, Ezra?
Llegó, también, Gaudier-Brzeska, y algo acabó de enseñarte sobre la domesticación de la piedra a partir del cincel, su hierro, siempre el hierro. Se fundó una civilización de una sola línea, sobre otra línea, y luego un rostro, y luego el golpe de este caballo romano, Homage to Sextus Propertius, su galope, siempre su galope. Llegó la guerra, la conclusión de su color, que es algo así como:
¿Qué hacer al respecto?
¿Me confiaré a las liadas sombras,
dónde atrevidas manos pueden violentar mi persona?
Pero si pospongo mi obediencia
a causa de este terror respetable,
seré presa de lamentos peores que los de un asaltante nocturno.
Ocurrió el ideograma, Ezra, y hablaste horas con Yeats sobre poesía china y japonesa en la misma tierra de Sussex donde la lengua inglesa tuvo que adoptar la palabra normanda de Guillermo el Conquistador para convulsionar su verdadera historia. Y en medio de todo eso, ocurrió también Sordello y apareció Dante en un prado, y tú comenzaste a Cantar. ¿Lo recuerdas, Ezra? También yo.
¿Cómo comenzaba ese poema de Joyce en Des Imagistes, Ezra?
Por la noche sueltan su nombre de batalla:
Escucho a la distancia la turbulencia de su risa, y yo gimo en la noche.
Ellos parten la oscuridad de los sueños, una llama cegadora,
retumbando, retumbando como en un yunque en el corazón.
Pasó el Vorticism, Ezra, y dijiste unas cosas como LA IMAGEN NO ES UNA IDEA. Es un nodo, un cúmulo radiante; es lo que puedo, y debo forzosamente llamar un VÓRTICE, desde el cual, a través del cual, y hacia el cual, las ideas están constantemente apresurándose. Por decencia, solo se puede llamar VORTEX. Y el señor de Prufrock supo de esto y de aquello también, y ahí estaba su canción, su permanente canción, Ezra. Y él dijo sobre ti algunas cosas también como que la libertad de tu verso, Ezra, consiste más bien en un estado de tensión que se debe a una constante contraposición entre lo libre y lo estricto.
Sucedió Paris de 1921, Ezra, ¿a quiénes conociste? A todos, de seguro. Cocteau, Picabia, Picasso, Stein, Brancusi, Hemingway. ¿Quién más? ¿Qué pasó con Joyce? Es cierto, el Ulises y las supersticiones, y tú diciendo en esa carta de 1922, Ezra, que a tu modo de ver, la mejor crítica a cualquier obra, la única crítica que ostenta algún valor de permanencia o incluso de moderada perdurabilidad proviene del escritor o del artista que supera a sus antecesores; y jamás del joven que escribe generalidades.
Y llega pues, Rapallo, y con ello el tennis, y con ello largas tardes mirando el puerto que era igual a un gigante de brazos largos retrasando el agua del mar de Liguria, y luego pensaste cosas como How to Read y el ABC of Economics. ¿Lo recuerdas, Ezra? Y así, consecuentemente en Il Mare apareció Mussolini por primera vez, pero ya nunca más se detuvo, y luego el radio y luego la guerra, y luego la jaula bajo el sol y los prisioneros de Pisa, y Washington y el amparo provisto por la locura y sus metáforas que fue el último regalo de todos tus amigos escritores.
Y Bishop puesta en el espejo por Paz habló de St. Elizabeth:
Éstos son los años y los muros y la puerta
que se cierra sobre un muchacho que golpetea el piso
para saber si el mundo está allí y si es plano.
Y ahí en esa locura que te tomó doce años masticar, terminaste los Cantos mientras pensabas en Confucio, Ezra, doce años. Y le prometiste a Estados Unidos ir a Brasil, ¿recuerdas, Ezra?, pero mentiste. Y llegaste a Nápoles, y levantaste la mano como si fueras una estatua erigida desde siempre bajo la porosidad de la lengua fascista. Y te tomó entonces catorce años aprenderte de memoria toda la grava de la Piazza San Marco, y beber toda el agua que borra el suelo de la iglesia cada vez que la lluvia le recuerda sus posesiones al mar Adriático. Y se acabó, entonces, Ezra, como siempre, deslizándose como un ratón de campo, y sin agitar la hierba, Ezra, sin agitar la hierba.
Y esa primera mañana de noviembre, los cuatro gondoleros en negro. Y la cicatriz sin número en mármol, Ezra, ahí en San Michele. Permanente y sin cruz desde hace cincuenta años, Ezra, y contando, y contando. A caso esa falta de sombra fue un último poema, Ezra. No lo creo, yo no lo creo.