Tierra Adentro
Sacrificio de un animal, principal fuente de carne. Vasija de barro, por Wikimedia.

Para diversas mitologías los crímenes impunes eran principio de desgracia. Recuerdo lo que refiere Plutarco en Cuestiones griegas, sobre la niña Carilla, quien se había colgado en el bosque tras haber sido despreciada por el rey cuando ésta le pidió un poco de grano para comer. En una situación de precariedad, Carilla se acercó a su rey para pedir, implorar por comida. A la vista de todos, el rey la abofeteó con un zapato. La niña fue enseguida —tal era la desesperación que el hambre le había otorgado—, a colgarse de un árbol a las afueras de Delfos.

Las malas cosechas ya habían menguado los graneros del pueblo y de su rey. Esa niña, ínfima para la jerarquía de la sociedad, se había ahorcado y nadie lo sabía. El rey había dejado un crimen impune: el de haber orillado a la niña al suicidio y el de haberlo ignorado, según interpreta Calasso en su libro Las Bodas de Cadmo y Harmonía.[1] Esto agravó la carestía. Entonces la sequía asoló toda la ciudad de Delfos. Como era costumbre en el mundo helénico, en una situación de precariedad y de carestía el oráculo debía ser consultado. Pitia, la sacerdotisa principal, vaticinó que la muerte de Carilla, la niña suicida, debía ser expiada para que Delfos volviera a la normalidad.

No es diferente para el califa Harun Al-Rachid, personaje de una de las primeras Mil y una noches, quien, tras encontrar una caja en un río y darse cuenta que dentro de ella había una mujer despedazada, dijo que no quería ser juzgado ni calumniado por traer desgracia a su pueblo al dejar ese crimen impune. Por lo que buscó al criminal con celo hasta encontrarlo y juzgarlo.

Para contar lo que viene me conviene más el ejemplo de Plutarco. Cerca de la casa de mi madre, en Durango, encontraron una fosa clandestina —cuando digo cerca me refiero a dos cuadras—. En cuanto a muertes las aproximaciones son ilusorias, por eso es preciso dar la cifra oficial: 89 cadáveres. Sólo en ese lugar. No distan en mucho de la mujer destazada dentro de una caja que el califa Harun Al-Rachid encontró junto a un pescador en un río. Sólo que era una sola persona la que había en esa caja. Tan sólo en Durango se han encontrado 331 cadáveres en fosas clandestinas, según la Fiscalía General de ese estado. Que se sepa, no han encontrado responsables directos: entre los presos y vinculados a los crímenes, destacan el M-10 y el M-14, miembros del Cártel de Sinaloa. Los pocos responsables que han sido adjudicados con los crímenes han recibido una sentencia, larga o corta, discreta a la sociedad.

Podría parecernos algo impersonal los crímenes vinculados o desatados por el narco, hasta que 89 cuerpos son desenterrados, traídos a la vista de la ciudad que los ignoraba. Si aún creyéramos en el oráculo de Delfos, por no decir en cualquier religión, al acudir a él para preguntar el porqué de la sequía que asola cierta región, o el porqué de la carestía o el porqué de la precariedad nos respondería que debemos expiar la muerte de Carilla, la niña suicida; o sea, debe ser expiada la muerte de todas esas personas. Expiar la muerte de los enterrados clandestinamente. Pero ¿cómo? ¿Qué significa expiar una muerte? Incluso de la palabra expiación hemos perdido una referencia cercana.

Cuando el rey de Delfos visita a la Pitia, ésta le responde: “Reconcíliate con Carilla, la virgen suicida” —Calasso es altamente lúcido al interpretar este pasaje—. Cuando recibe la sentencia de la Pitia no sabe de qué se trata. Primero, el rey debía recordar quién era Carilla. Su primer debilidad era no saber con quién reconciliarse pues no sabía que había cometido una falta. Era preciso que reconociese el gesto que tuvo para esa niña, aquella niña que se le acercó para pedirle unos granos, que debía recordar que la había abofeteado, que la había ofendido y debía, en suma, considerarlo un error. Luego debía encontrarla, allí, pendiendo del árbol que escogió para matarse. Luego darle una sepultura apropiada. E incluso así, pese a que hiciera todo lo anterior, eso no sería suficiente: aquello debía ser recordado a través de una ceremonia de expiación.

Para la cultura grecolatina la expiación es una purificación. Toda purificación implica un sacrificio, ora concreto, ora simbólico. “Al olvidar a los pobres en la distribución de la comida, el rey los había expulsado de la vida”, apuntala Roberto Calasso. El sacrificio de Carilla demostró la indiferencia del rey hacia Delfos, y su sacrifico (colgarse en un árbol) no había sido percibido, es decir, fue un sacrificio sin ceremonia. Los sacerdotes de Delfos son fieles de Apolo, el “dios que ama la verdad”. El sacrificio de Carilla, pues, para ser un sacrificio con ceremonia, debía ser efectuado conscientemente, debía ser completado a conciencia. Toda ceremonia eleva un sacrifico al conocimiento. El verdadero crimen del rey no era únicamente haber abofeteado a una niña huérfana con su sandalia sino no haberse dado cuenta que ella se había suicidado, que estaba muerta en cierto lugar, no haber tenido conocimiento de su desaparición.

Para expiar el crimen del rey, en suma, era necesario que fuera preparada una ceremonia simbólica. El rey dio de comer a todos en Delfos, para demostrar que no era indiferente al hambre del pueblo. Luego, frente al pueblo, abofeteó una muñeca vestida como Carilla y la muñeca fue enterrada apropiadamente junto al lugar en que Carilla se colgó. Aquella ceremonia marcó el final de la sequía. El crimen fue elevado al conocimiento, a la conciencia del crimen y se petrificó en una ceremonia que se conmemoró durante mucho tiempo en la ciudad de Delfos. Pocos ejemplos resultan tan pertinentes para explicar la expiación: de esa manera se extingue la impunidad, de esa manera el sacrificio adquiere ceremonia. Y la ciudad puede respirar sabiendo que un error se ha instituido en las prácticas sociales de tal suerte que sea recordado.

 

Los muertos que yacieron, y probablemente todavía yacen, en secreto debajo de nuestro país tienen mucho en común con esta cuestión griega que nos narra Plutarco y que Roberto Calasso rescata en su libro. La historia de Carilla empata una interpretación mitológica —que en definitiva es etnológica— con una práctica reciente de nuestra sociedad: el asesinato colectivo y la desaparición de los cuerpos. Son un sacrificio sin ceremonia. Se parecen a Carilla no en el acto suicida sino en la reacción indiferente del rey de Delfos. Los muertos de esta tierra fueron asesinados, y el asesinato, más que los asesinados, fueron ocultados, fueron hechos secreto. El asesino no sólo asesinó —un crimen de suyo inmoral— sino también ocultó sus actos del mundo, los alejó de la conciencia. Y lo que es aún peor, simbólicamente, no les dio un entierro digno.

Un oráculo vaticinaría, de preguntar la causa de las precariedades de nuestra tierra, y se lo diría una y otra vez, al rey de Delfos: “Reconcíliate con los sepultados en secreto”. Esa reconciliación, antes que nada, implica la aceptación de una falta. Lo primero que tiene que hacer el rey de Delfos es saber quiénes son los sepultados en secreto. Vemos que la única manera de expiar estos crímenes impunes es elevarlos al conocimiento. La indiferencia del rey permitió no sólo que los asesinaran, sino que fueran enterrados y que sus asesinos, tanto como los cuerpos, permanecieran al margen de la sociedad. No sólo bastaría con desenterrarlos y juzgar a los responsables, sino la sociedad tendría que elevar ese sacrificio a la ceremonia. La conciencia del crimen establecería el término de un sacrificio que no fue consumado.

Sin embargo, no es así. Nuestra realidad es muy distinta de una interpretación simbólica y actualizada de un acontecimiento grecolatino. Sin conceptos de ceremonias y sacrificios, el rey de Delfos no tiene un concepto de un oráculo y por lo tanto de leyes superiores a él. Por sepultar cuerpos en fosas clandestinas ya no creemos merecer sequías o catástrofes; a nuestra desgracia, damos otras explicaciones. Sí, quizá ninguna fuerza superior nos castigue, pero la desgracia y degradación como sociedad sí que la merecemos. Una vergüenza colectiva que debemos tener presente.

Los lugares donde los cuerpos yacían, donde seguramente yacen cuerpos todavía, desperdigados como misterios debajo de lo evidente, nada dicen de lo que son o lo que fueron; ese lugar cercano a casa de mi madre, donde encontraron 89 cuerpos, nada dice de lo que fue, nada dice de su naturaleza criminal. Es un terreno baldío sin basura y con pasto. Pareciera que los cuerpos siguen ocultos, como sus asesinos y los propios asesinados. Estas fosas clandestinas, en vez de ser desahuciadas de su clandestinidad pronto pasan a una mayor indiferencia, no sólo del rey de Delfos sino de todo Delfos. En vez de ser evidenciadas, ceremoniadas, recordadas simbólicamente (pues todo símbolo es un objeto consciente), las fosas clandestinas fueron cubiertas con cal. Con cal, que es otra forma del polvo. Polvo, que es otra forma del paso del viento. El viento, que es otra forma (y quizá la verdadera) del olvido.

 

 


[1] Roberto Calasso, Las Bodas de Cadmo y Harmonía, Anagrama, pp. 150-153.