Escritura limítrofe en Díganle adiós al ratón de Zauriel Martínez
Todavía en el siglo XXI, geógrafos e ingenieros andan en pos de la ecúmene, esa porción de tierra primordial, única frontera del locus amoenus, en donde puedan pervivir los seres humanos. Caminan, observan y dibujan el paisaje, delimitan el espacio, mapean. Probablemente, su pensamiento lo habiten en esencia ecuaciones, figuras geométricas o dígitos exactos, quizá alguno que otro grafema. Con este panorama, puede suceder que una astrónoma describa la esfera celeste con ángulos convexos en radianes, mientras que una filósofa proponga alguna circunferencia imprecisa, pero aproximada a esta realidad. Todos buscan, no obstante, lo mismo: la dimensión espacial, coordenadas particulares, de una posición en el mundo.
En el campo semántico de la orografía, Díganle adiós al ratón ocupa espacios muy específicos: subsuelo, bóveda, cripta, sótano, gruta. Por eso, Zauriel Martínez escribe desde la caverna y, Axel, personaje principal de su novela, habita una cueva posmoderna. El lenguaje de la catacumba, soterrado y mohoso, emerge de su bóveda y camina, observa y dibuja el paisaje irreal del mundo exterior, delimita su espacio, mapea. Deambula furtivo en una sociedad degenerada por las fobias y manías de sus individuos: el mundo resulta ser tan contemporáneo que abruma. Así, en medio de fantasmas alucinógenos, algunas drogas ilegales y otras prescritas, sexo insaciable, trabajos miserables o amistades kerouacquianas, Axel escarba en la mina de su realidad con un chale en el pecho: Isabelita.
Pero la novela de Martínez no es un relato más del mito original del amor cortés, tampoco hay demasiado galanteo, mucho menos enamoramiento casto. Axel es un vagabundo que cuenta su historia en primera persona, sin Cicerón ni GPS. Pero no narra un vertiginoso descenso a los infiernos, sino que presenta la crónica descarnada del flâneur por excelencia: el yonqui embebido en la realidad, con sus contratos sociales fallidos, su insatisfacción rampante y su onanismo intelectual —cada uno de sus pasos manchando de sudor el concreto de una banqueta resquebrajada. Como todo náufrago social, Axel experimenta el capitalismo salvaje desde su posición en el organigrama: en la base de la pirámide, los cuerpos que no importan siempre están condenados al margen o a la muerte.
Es en ese escenario donde surge la escritura limítrofe de Díganle adiós al ratón de Zauriel Martínez. La novela comienza con un guiño metaficcional: Axel escribe una carta: “Todavía traigo un chale con tu nombre, Isabelita”. A partir de esta declaración de intenciones, el narrador establece una ruta de paso, su recorrido particular, que parece un eco simultáneo entre el proceso de escritura y la lectura: leemos lo que le va sucediendo al personaje principal en su entorno. Se trata de cualquier día en la vida de Axel, al modo de la narrativa intimista, cuyo croquis principal es un índice que, de entrada, establece un lenguaje marginal: subtítulos como “Chamba”, “Pal chesco” o “No pude decir «Cámara, te me cuidas»” conviven con “Hacer el amor con otro”, “Ay wey” o “Agradecido con el de arriba”. No en vano —y sin miedo al spoiler— el último capítulo del libro es “Ni mergas que los voy a cuidar, ni al cielo voy a ir”.
Hago este recuento de palabras porque en Díganle adiós al ratón el lenguaje cobra un rol fundamental: así es como Axel se distingue de los otrxs. Le habla tanto a los que siguen leyendo Ciudades desiertas de José Agustín, como a los que mantienen privada su playlist en Spotify con canciones cursis de La Oreja de Van Gogh. El chale con Isabelita implotó así, sin más preámbulos, por unas publicaciones en Facebook. Además, Axel vive en un cuartito del que, por cierto, debe un par de meses de renta. A todas luces, es un sujeto absolutamente contemporáneo. Trabaja para sustentar sus vicios y aligerar con caguamas o LSD la carga de su existencialismo. Pero Axel no es un filósofo, sino un obrero y, en un periplo mucho más natural que sorprendente, termina por dejar su asiento rancio de bibliotecario para convertirse en el díler estelar del barrio.
En San Pancho, su hábitat adoptado, convive con Fabián, quizá la única alma en pena que, como él, vaga entre los libros y las bolsitas con marihuana o los cuadros de doble gota de LSD que les distribuye el narco, auspiciado por el Estado. Son los perdedores más vivos sobre la faz de la tierra, aseguran, pero Fabián sí logró el sueño yonqui: él está muerto y su amigo no. Sin embargo, se comunican. Sea la depresión postpunk, el delirium tremens o un pasón de alucinógenos, qué importa, lo único cierto es que Axel y Fabián son unos dislocados, más allá de su aislamiento irracional: no habitan el limbo entre el sueño y la vigilia, sino aquel en el que se combinan el margen y las drogas con el capitalismo gore de nuestras sociedades contemporáneas.
En ese linde ultraviolento, Axel sobrevive consultando sus dudas en Reddit, Facebook y 4chan, sin oráculo ni psicoanálisis, tarareando en el transporte público el manifiesto rupestre de Rockdrigo González. En el momento crucial de su diario, Axel se carea con el Lobo, líder de la célula criminal en San Pancho. Alguien le tendió una trampa y, amedrentado por una culata en la nuca, Axel se ve obligado a entrar en la pandilla, no sin antes cumplir con un requisito expresamente establecido y acordado: le tiene que sorber el pene, peludo y hediondo, al cabecilla del cártel. En un acto de contrición casi religioso, Axel completa el rito: mientras piensa en memes, siente esa viscosidad rasparle la garganta y se arrepiente rotundamente de haber prendido, siquiera, un inocente porrito.
Díganle adiós al ratón es una selfie en blanco y negro de la era digital, pero no es esa clase de fotografía que se postea en Instagram, no cumple con los requisitos. Zauriel Martínez presenta la instantánea de una realidad turbia, violenta y excluyente: para sujetos como Axel, como para muchos otrxs, no hay espacio en el escaparate en la tienda europea de moda. Es feo, fracasado y adicto, un germen expugnable de la sociedad: otro hijo de la Chingada. Por eso, una mañana como tantas otras, Axel decide dejar de escribir cuando el triazolam, la paroxetina y los Four Lokos le permiten pensar con mayor claridad. Sale de su cueva y camina, observa y dibuja el paisaje, delimita su espacio. En esta geografía brutal, la escritura limítrofe de Zauriel Martínez en Díganle adiós al ratón se toma la licencia divina de reorganizar el mapa.
Total: Dios no le concede milagros a los pendejos, Axel dixit.
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