Arreola: prosa anfibia
Dicen que Arreola fue actor, escritor, ajedrecista, narrador de futbol. Él mismo afirmó que a lo largo de su vida había desempeñado más de veinte oficios diferentes: vendedor ambulante, mozo de cuerda, panadero, impresor, cobrador de banco.
Para mí, antes que un sujeto de carne y hueso, fue el nombre estampado sobre el lomo del libro que marcó mi infancia lectora. Me resultaría imposible contar las veces que he devorado Confabulario o releído mis textos favoritos. Pocas compañías han permanecido a lo largo de mi vida como ese volumen rojo de Joaquín Mortiz heredado por mi padre.
Quizá en esas páginas se originó mi afición por los libros misceláneos. ¿Cómo podrían clasificarse los textos de Confabulario? Aunque muchos lo designan como un volumen de cuentos, Juan José Arreola escribe sin ninguna atadura: da rienda suelta al flujo de la varia invención, fabrica textos bajo el género literario de la buena prosa.
Página tras página se afana en cumplir el reto de incautar las formas lejanas del arte: anuncios, estudios filológicos, biografías como la de “Sinesio de Rodas” que bien recuerda a las Vidas imaginarias de Marcel Schwob, reseñas con la exquisitez bibliófila desplegada en “In memoriam”, epístolas de fino humor como el que recorre “Carta a un zapatero que compuso mal unos zapatos”. Nada escapa a su agudeza. Arreola demuestra que, con ingenio, todo puede convertirse en literatura.
Su prosa es un animal extraño. Una criatura mitológica que a veces tiene cara de poema. Aunque de perfil, aguza un hocico ensayístico. Y, al verla desde atrás, un observador poco cauto podría confundirla con una narración. Es una prosa nítida, martilleante y rotunda como un aforismo; sus frases cortas tienen el peso de la sentencia. Obligan a cabalgar, a seguir su ritmo ágil y cadencioso.
Probablemente la primera vez, con ojos nuevos de niña escudriñadora de libros desconocidos, los textos de Confabulario llamaron mi atención por su brevedad. Quizá sin entender mucho, me hipnotizó su melodía. Tiempo después descubrí la riqueza de su relectura inagotable: aunque breves, las prosas de Arreola son sumamente densas.
Parecen edificarse bajo el precepto de que cada palabra cuesta, está allí porque es una pieza clave, es elegida porque ninguna otra puede lograr la misma expresividad. ¿No es evidente esa exactitud en descripciones como la del queso gorgonzola cuyo olor es una “untuosa pestilencia”? Los libros de Arreola son espectáculos del lenguaje. Dice acerca del sapo en su Bestiario:
Salta de vez en cuando, sólo para comprobar su radical estático. El salto tiene algo de latido: viéndolo bien, el sapo es todo corazón.
Admiro su capacidad por convertir una imagen o una frase en una obra nueva. Rescata pasajes y minucias para reelaborarlas y darles vida. Dialoga con la tradición, pero no se ahoga en ella. No parasita ni haraganea ni se rinde ante el texto forzado que no se sostiene sin aquello que le dio origen. Arreola concibe la creación como una permanente reescritura de la palabra ajena: lleva a sus últimas consecuencias y cruza límites.
“En verdad os digo”, uno de mis textos favoritos, no sólo es una reapropiación de aquella paremia bíblica que dicta “es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja, que el que un rico entre en el reino de Dios”, sino que es vivo ejemplo de cómo la imaginación puede vincular mundos que apenas se tocan —la ciencia y la religión— mediante un humor audaz.
Aunque inteligentes, los textos de Confabulario no son presas de la soberbia que tiende a volver ininteligible y gris todo lo que toca. Es cierto que están al asecho de un lector activo que se entusiasme por desdoblarlos, pero no sólo se reservan para él. Logran un equilibrio impecable entre nitidez y sutileza. Son transparentes como el inicio de “Baltasar Gérard [1555-1582]”:
Ir a matar al príncipe de Orange. Ir a matarlo y cobrar luego los veinticinco mil escudos que ofreció Felipe II por su cabeza. Ir a pie, solo, sin recursos, sin pistola, sin cuchillo, creando el género de los asesinos que piden a su víctima el dinero que hace falta para comprar el arma del crimen, tal fue la hazaña de Baltasar Gérard, un joven carpintero de Dôle.
Pero también apelan a la sutileza de quien comunica con disimulo, entre líneas. Con ironía como en la advertencia que se hace del impresionante aparato “Baby H.P.”:
Los rumores acerca de que algunos niños mueren electrocutados por la corriente que ellos mismos generan son completamente irresponsables.
O con la perspicacia de quien sabe que la literatura vale más por lo que da a entender sin ser explícita.
Confabulario apunta a la erudición, pero también a la cotidianidad de quien se sube al autobús y se ve impelido a sostener “Una reputación”. Lleva su libertad creativa a horizontes interesantísimos de la experimentación autoral como en “Los alimentos terrestres”, una serie de frases sobre el hambre y el comer que hasta el final se revelan como extractos de los epistolarios de Luis de Góngora.
Hoy, a veinte años de su fallecimiento, le agradezco al azar haberme regalado a este compañero de vagancia que siempre me habla desde sus múltiples voces. A un autor que fue capaz de convertir la vulgar naturaleza del anuncio publicitario en la mejor prosa. Confabulario es un catálogo de las posibilidades de la imaginación. Me recuerda que los libros pueden ser tanto como nos atrevamos a intentar. Y, sobre todo, que los ratones de biblioteca no tienen que abandonar su avidez para poder ser llamados al reconfortante reino de la invención, el humor y el ingenio.