Entre nosotros lo explícito no se tolera
A Jonathan Rico
—¿Sabe por qué se llama Rosario Castellanos la telesecundaria del rancho? —le pregunto a mi mamá mientras conduzco hacia el ejido la troca que no tiene radio, por lo que aprovecho para hacer conversación.
—Una escritora, ¿no?
En su respuesta reconozco el tono de extrañeza que le produce la profesión que elegí; siendo hija de jornaleros, a pesar de los años que tengo de haberme asumido escritor, la escritura y quienes nos dedicamos a ella no dejamos de parecerle gente extraña.
—Sí, era una escritora, una escritora que nació en la Ciudad de México hace casi un siglo, aunque ella era de Comitán, Chiapas —lo digo mientras conduzco por entre las labores recién barbechadas por los menonitas. Aquí, en el norte de México, tenemos un invierno seco, luego de un verano con pocas lluvias; tan diferente, pienso, al espacio en el que creció Rosario.
Se levanta un poco de polvo del camino de terracería. Seguimos conversando. Le hablo de la escritora que creció a la sombra de un hermano muerto, con una nana tseltal, todo lo cual ficcionalizó en su primera novela: Balún Canán (1961).
—¿Qué irás a escribir tú de nosotros? —se ríe al hacer la pregunta; yo, con las manos en el volante, solo sonrío.
Dejamos atrás las últimas casas del campo menonita más cercano al ejido de mis padres, en el que ellos nacieron y en el que yo pasé la mayor parte de mi infancia. Le habló a mi madre de la vida de Rosario Castellanos, le cuento que en la Universidad Nacional Autónoma de México primero entró a estudiar Derecho para después cambiarse a Filosofía.
—Ah, mira, no sabía que esa era una costumbre entre los escritores —me responde, haciendo referencia a que primero entré a Letras Españolas, pero la dejé para estudiar Historia.
Terrible tentación la de compararse con quien se admira, siempre se sale con desventaja. Un par de circunstancias vitales no nos acercan, no más allá de un mero detalle anecdótico, y nuestra labor palidece frente a su obra. La mayoría de las veces, esas comparaciones lo que producen es el paroxismo, mejor dejar de escribir; si pienso que a mi edad Rosario Castellanos ya había publicado Balún Canán (1957), Ciudad Real (1960), Oficio de tinieblas (1962) y Los convidados de Agosto (19964) —y eso solo si pienso en su obra narrativa, sin contar los libros de poesía que ya había llevado a la imprenta o la tesis con la que se tituló: Sobre la cultura femenina (1950)—. Para esa época, 1965, por ejemplo, Juan Rulfo ponderó en la conferencia “Situación actual de la novela contemporánea”: “reconozco cuáles son los valores auténticos de la novelística mexicana: Rosario Castellanos, Agustín Yáñez, José Revueltas, Eraclio Zepeda y muchos otros que están dando ahora la batalla por América en Europa”.
Pienso en lo infructuoso del ejercicio de comparación, en cambio, puedo reflexionar en torno a su obra. En su valor. Incluso en la forma en la que las circunstancias vitales de Rosario Castellanos trazaron algunas de las líneas de su pensamiento y de la construcción de su obra.
Tres libros de narraciones y dos novelas son la obra narrativa de Castellanos, en ellos es posible encontrar la preocupación por la situación de los pueblos indígenas y cómo eran tratados por el resto de la sociedad chiapaneca —en la que creció y la que conoció tan bien, situación que, al leerla, no es difícil extrapolar al resto de los pueblos indígenas de México—, y la condición de la mujer —hacia la mitad del siglo XX, cuando en el papel acababan de conseguir la igualdad de derechos frente a los hombres, pero que entonces, como hoy, no se había logrado en la práctica—. Es arriesgado ofrecer motivaciones a la visión crítica que se puede apreciar en su obra, se puede apuntar ciertamente a las condiciones en las que creció —hija heredera de un hacendado, después de que este perdiera a su heredero; criada por una nana indígena, como la enorme mayoría de la élite chiapaneca de la época; mujer intelectual, en una sociedad que no veía con buenos ojos que una mujer se dedicara a labores intelectuales—, pero esas especulaciones son fútiles —como ella hubo otras mujeres con esas circunstancias, así que, lo importante no son esas circunstancias, sino la obra que con ellas hizo—; es decir, para mí es más importante reconocer esa mirada crítica en su obra que saber cuál es su origen. Diana del Ángel apunta: “La narrativa de Castellanos, y buena parte de su última poesía, escudriña lo social con la ayuda de su rigor filosófico y animada por el deseo explícito de comprender el mundo”.
Su primer libro de relatos fue Ciudad Real (1960), en el que la antigua capital chiapaneca es más que un escenario en el que ocurren las narraciones. A través de las 10 piezas narrativas, Rosario Castellanos muestra la vida —y la historia— de esa ciudad, cómo han vivido y han muerto las personas en ella y cómo las comunidades indígenas se relacionan con ella. Cierto es que hay la posibilidad de comparar estos cuentos con Los recuerdos del porvenir (1963), puesto que en la novela de Elena Garro es el mismo pueblo de Ixtepec quien narra, o con el Comala de Pedro Páramo (1955), pero, aunque en ambas novelas el papel del pueblo es central, la construcción del espacio en Ciudad Real es más cercano a lo que hizo Sherwood Anderson en Winesburg, Ohio (1919), en donde las narraciones pueden leerse de forma autónoma, pero su ilación permite conocer el lugar, habitar el espacio junto con los personajes y recorrer su historia —creo que, en este aspecto, es más cercano al Rulfo de El llano en llamas (1953), ya que en él la relación entre los personajes y el espacio que habitan, o en el que se mueven, es fundamental para el desarrollo de las historias—.
El libro abre con la dedicatoria al Instituto Nacional Indigenista —instancia en la que Rosario Castellanos estuvo trabajando durante la década de 1950, y en la que también trabajó Juan Rulfo—, para dar paso a unos versos que sirven de epígrafe y que recuerdan al poema con que cierra el Chilam Balam:
¿En qué día? ¿En qué luna?
¿En qué sueño sucede lo que aquí se cuenta?
Como en los sueños, como en las pesadillas,
todo es simultáneo, todo está presente,
todo existe hoy.
Así se ha de leer el libro: las 10 narraciones de esta obra son simultáneas —hay una sucesión temporal en los cuentos, en los que es posible, por detalles como el nombre de ciertos personajes, reconocer la época en la que están ambientados; aquí entra mi deformación como historiador—. Y para construir estas narraciones Castellanos se sirvió de las tensiones que han configurado a la sociedad coleta a lo largo de su historia: sus estamentos sociales, la religiosidad, la incomunicación entre grupos. Pero, sobre todo, la tensión entre los grupos indígenas de los que, en última instancia, depende Ciudad Real para su existencia. Tensión que se puede apreciar en todo el libro, pero que queda resumida en las palabras del administrador de la misión de ayuda para los indios, quien le explica a Alicia —la protagonista de La rueda del hambriento—: “Para estas gentes no hay peor daño que alguien trate a los indios como personas; siempre los han considerado como animales de carga. O cuando llegan a excesos de humanitarismo, como esclavos”.
Los cuentos lejos están de ser maniqueos, sí, muestran la violencia y la deshumanización que la sociedad coleta ejerce contra los indígenas, sin embargo, no hace santos de ellos solo por pertenecer a un pueblo originario —de ahí su insistencia en que no la consideraran una autora indigenista—. Son personajes complejos, que pueden darse a la borrachera cuando saben que la vejez los ha alcanzado y con ella el repudio de sus congéneres, como Daniel Castellanos Lampoy en Aceite Guapo, o Manuela, quien desconfía del antropólogo que quiere ayudarla sin pedirle nada a cambio en El don rechazado. Son complejos porque son humanos y muchas de sus acciones, juzgadas por los ojos civilizados, como en Arthur Smith salva su alma, en donde el lingüista que da título al cuento se asombra ante la reacción de su informante cuando muere su hijo —Rosario Castellanos nos muestra que no es falta de humanidad, sino incomprensión, Smith mismo se sorprenderá abrumado por el duelo ante la muerte de ese mismo informante, en los conflictos religiosos que los curas católicos azuzaron, presencia protestante que él y sus compatriotas estadounidenses impulsaron—. En El don rechazado, que es la que cierra la obra, se pone de manifiesto la habilidad de Castellanos para comprender la psique de personas del más diverso origen: el norteamericano Smith, pero también Alicia que viene desde la Ciudad de México a colaborar en la misión de ayuda a los indios y el cínico médico con el que trabaja; la niña Nides, esa anciana venida a menos que entierra su cofre por temor a los carrancistas, que pasaron hace años; el joven dilapidador que, gracias a su cuna, consigue un puesto como secretario de ayuntamiento que le permite embaucar a los indios del pueblo; Teodoro Méndez Acubal que para su desgracia encuentra una moneda de plata, el joyero que ve con desconfianza al indio, Teodoro, contemplar su tienda; José Antonio Romero, el antropólogo, que descubre que su caridad es rechazada.
Se considera que esta primera obra narrativa conforma una trilogía con Balún Canán (1957) y Oficio de tinieblas (1962), no solo por haber sido escrito entre las dos novelas, sino porque en las tres obras la sociedad chiapaneca y su relación con los pueblos indígenas se muestra en toda su violencia. En Balún Canán (1957), ambientada en el marco de las reformas agrarias de Lázaro Cárdenas (1934-1940), Castellanos muestra este conflicto a través de la relación entre César Argüello, un hacendado de Comitán, y la gente de la hacienda de Chajtajal, que de pronto se descubre dueña de la tierra que ha trabajado por generaciones, pero que no recibirá si no se enfrenta a Argüello. El trasfondo sociohistórico de Oficio de tinieblas (1962) es el levantamiento de los chamulas en torno a 1867. Las tres obras ahondan en el conflicto entre la sociedad blanca y amestizada y las comunidades indígenas.
El cuarto libro de Rosario Castellanos fue su segunda obra de relatos: Los convidados de agosto (1964), la ambientación siguió siendo el espacio en el que creció. Cuatro narraciones son las que constituyen esta obra: “Amistades efímeras”, “Vals ‘Capricho'”, “Los convidados de agosto” y “El viudo Román”. En estas narraciones Rosario Castellanos resalta la condición de las mujeres y cómo se vinculan entre sí, esto se manifiesta desde la primera en la que la narradora cuenta la historia de su amiga de la escuela, Gertrudis, hija de un tendero, y cómo terminó casándose con un bandolero. El cuento, que nos es contado por una joven que aspira a ser escritora, cierra con un párrafo que muestra el humor y la ironía de que era capaz Castellanos:
Al llegar a la casa tomé mi cuaderno de apuntes y lo abrí. Estuve mucho tiempo absorta ante la página en blanco. Quise escribir y no pude. ¿Para qué? ¡Es tan difícil! Tal vez, me repetía yo con la cabeza entre las manos, tal vez sea más sencillo vivir.
“Vals ‘Capricho'” cuenta cómo dos señoritas ya entradas en años —“A Natalia y a Julia las unió su desamparo mutuo y los infortunios que tuvieron que sobrellevar. Primero la orfandad; luego la pobreza vergonzante”— que se dedicaban a dar clases de piano —“Sus alumnas eran hijas de las buenas familias empobrecidas por la Revolución y arruinadas definitivamente por el agrarismo”— tratan de educar a su sobrina, enviada desde la selva donde vive su padre e hija de no saben quién, pero las costumbres de la muchacha son demasiado silvestres y la buena sociedad comiteca pronto les saca la vuelta. La narración que da título a la obra cuenta la fiesta de Santo Domingo de Guzmán, con profusión de detalles de las celebraciones y cómo se realizan, y la forma en la que Emelina puede conseguir esposo, o caer en desgracia.
Liliana Pedroza en su Historia secreta del cuento mexicano (2018) señala que la generación de escritoras nacidas entre las décadas de 1920 y 1930:
son mujeres universitarias también que trasgredieron las fronteras narrativas con juegos de metaficción e intratextualidad, y reconfigurando esquemas de la figura femenina en la literatura, han abordado el erotismo, la iniciación sexual y la homosexualidad.
Lo anterior donde mejor se observa en la obra de Castellanos es en su último libro narrativo: Álbum de familia (1971), obra compuesta por cuatro relatos en los que la escritora ya no explora Chiapas, sus comunidades y forma de vida, en su lugar lleva sus narraciones a la capital del país, de forma explícita o implícita, pero sin dejar de lado su mirada crítica —lo que deja de lado es “el nacionalismo con temas rurales de tema indigenista como […] Ciudad Real”, en palabras de Pedroza—. La obra, como la anterior, está constituida por cuatro narraciones: “Lección de cocina”, “Domingo”, “Cabecita blanca” y, por último, el que le da título. En la primera, escrita en primera persona, una joven esposa se dispone a la ardua tarea de hacerle la primera comida a su esposo, y a través de la impericia de la protagonista Castellanos construye un discurso que es jocoso a ratos, pero, sobre todo muy reflexivo y que emparenta a la narración con el ensayo —sin problemas puede leerse también como uno—:
Hace un año yo no tenía la menor idea de su existencia y ahora reposo junto a él con los muslos entrelazados. Podría levantarme sin despertarlo, ir descalza hasta la regadera. ¿Purificarme? No tengo asco. Prefiero creer que lo que me une a él es algo más fácil de borrar como una secreción y no tan terrible como un sacramento.
Una fallida lección de cocina en la que Rosario Castellanos reflexiona en torno a la situación de la mujer y su papel dentro del matrimonio, las exigencias que la sociedad impone sobre ella no solo al casarse, sino desde su infancia, la renuncia de quien se es para volverse la esposa.
En “Domingo” Rosario Castellanos cuenta cómo Edith, una mujer que se acerca a la madurez, se prepara para la reunión que ella y su esposo ofrecen a sus amigos. La narración en tercera persona mantiene la focalización en ella, que echa de menos a Rafael, su amante que la ha dejado —Edith y Carlos, el esposo, mantienen relaciones con otras personas con la complicidad mutua—. En la narración, a través del repertorio de amigos del matrimonio, conocemos a un grupo variopinto de personajes, la mayoría de ellos de la élite cultural o económica —también podría contarse la militar, con Jorge el amigo de la infancia de Carlos—. El matrimonio, a diferencia de los amigos, pasó de la pobreza a la riqueza, lo que los hace sentirse orgullosos, a diferencia de la mayoría de sus amistades.
En la narración Rosario Castellanos pone de manifiesto las relaciones de poder que se expresan tanto en las diferencias de género como de clase, por ejemplo, en la discusión entre Vicente, abatido por una de sus relaciones con una mujer, y Edith se plantea así:
—[…] Carajo ¡estoy harto de las putas!
—Ahorita tienes una oportunidad magnífica de deshacerte de una de ellas.
—Vendrá otra después y será peor.
—Es lo mismo que yo pienso cuando voy a echar una criada, pero ¿por qué hay que ser fatalista? Si lo que te interesa es una virgencita que viva entre flores, búscala.
Cabe destacar que Vicente se siente frustrado y se expresa así porque René, la mujer con quien está saliendo, está embarazada y ha decidido abortar. Líneas más abajo dice: “—A mí me fastidia que me hagan padre de la criatura. Pero me fastidia más que se deshaga de la criatura si soy el padre”. Queda de manifiesto que lo que le interesa es el control sobre el cuerpo de la mujer.
La reunión casual en la que unos amigos conversan y beben sirve a Rosario Castellanos para mostrar las tensiones entre hombres y mujeres a mediados del siglo XX, entre personas con una formación universitaria y que se asumen liberados —piénsese en la relación abierta que tienen Edith y Carlos, y en que Jorge es aceptado en el círculo sin que su homosexualidad cause problemas—. En este punto sorprende la naturalidad con la que un personaje homosexual es presentado y aceptado por el círculo en el que se mueve —es un cuento publicado en 1971; de acuerdo con Mario Muñoz y León Gutiérrez para esa época la temática homosexual en la literatura en México apenas era abordada—.
Jorge no tenía ojos más que para los jóvenes reclutas y Carlos se inclinaba, de modo exclusivo a las muchachas. Sin embargo los dos habían sabido hallar intereses que los acercaran y se frecuentaban con una regularidad que tenía mucho de disciplinario.
Así caracteriza Castellanos la amistad entre marido y amigo homosexual, de la que Edith recién casada sintió celos. Y funciona como un espejo de la relación entre los esposos, la relación a la que ella va dejando entrar personas, tengan o no interés erótico en su esposo, para mantenerlo cerca:
Le soltaba la rienda al marido para que se alejara cuanto quisiera; abría el círculo familiar para dar entrada a cuantos Carlos solicitara. Hasta Lucrecia, que se presentó como un devaneo sin importancia y fue quedándose, quedándose como un complemento indispensable en la vida familiar.
Esa resolución, esa solución para mantener el matrimonio, para evitar su disgregación, es contrastada, justamente, con la relación entre Jorge y Luis, que acaba de terminar. Edith reflexiona:
en el caso de Jorge y Luis ¿qué se había interpuesto? Por su edad, por sus condiciones peculiares, por el tiempo que habían mantenido la relación la actitud tan definitiva de rechazo parecía incoherente. La intransigencia es propia de los jóvenes, la espontaneidad y la manía de dar valor absoluto a las palabras, a los gestos, a las actitudes.
En la reunión, la última persona con la que interactúa es Jorge y ella intenta consolarlo. Pero descubre su propio temor:
Envejecer a solas ¡qué horror! Y qué espectáculo tan ridículo en su caso. [Para a continuación proyectar en él ese temor] Sin embargo él lo había escogido así. Porque a esa edad ya ni él ni Luis podrían encontrar más que compañías mercenarias y fugaces, caricaturas del amor, burlas del cuerpo.
Si “Lección de cocina”corresponde a una mujer recién casada y “Domingo” al de una mujer que ya tiene años casada y teme a la soledad, “Cabecita blanca” es una narración sobre una mujer que ya ha cumplido con los mandatos que se le imponen, que vive su viudez y trata de disfrutar a los hijos que crio junto con su esposo. Pero también es un cuento sobre lo no dicho, los sobreentendidos y las concesiones que se hacen al otro, al hombre —los hombres—.
La narración, en tercera persona, nos presenta a la señora Justina que vive con la menor de sus hijas, su hijo mayor tiene su departamento al que no se la quiere llevar, la otra hija vive en su casa, después de haberse divorciado. Rosario Castellanos va presentando la apacible vida de doña Justina y cómo conoció a su difunto esposo, Juan Carlos. La protagonista no solo acepta los roles de género que se le imponen y los que su esposo ejercía, sino que los pondera:
Cierto que la señora Justina siempre había tenido la virtud de preferir un esposo dedicado a las labores propias de su sexo en la calle que uno de esos maridos caseros que revisaban las cuentas del mercado, que destapaban las ollas de la cocina para probar el sazón de los guisos […]
El hombre en la calle y la mujer en la casa. Doña Justina considera que la posibilidad de que su marido haya tenido una casa chica era algo propio de él en tanto hombre, aunque, desdeña como una falsedad cuando un recado anónimo le cuenta de la relación entre el marido y su secretaria. Ante todo, el mantenimiento del status quo.
Doña Justina es presentada como la mujer que ha construido su propia realidad en la que nada puede alterarla. El marido puede tener una casa chica, pero mientras no falte a la casa y a ella, esa relación no existe. Así, la raíz del conflicto entre el difunto marido y el hijo, Luisito, nunca se explicita, porque la narración se narra desde la perspectiva de doña Justina.
Le gritaba a Luisito por cualquier motivo y una vez, en la mesa, le dijo… ¿qué le dijo? La señora Justina ya no se acordaba pero ha de haber sido algo muy feo porque ella, tan comedida siempre, perdió la paciencia y jaló el mantel y se vino al suelo toda la vajilla […]
A pesar de su edad, doña Justina solo tiene dos momentos en la narración en los que le falla la memoria, casi al final cuando olvida una medicina y en este punto donde no se acuerda del insulto que su esposo le dirigió a su hijo, pero que, conforme se avanza en el cuento, se puede intuir que tiene que ver con la poca hombría —si no es que con el repudio abierto de su homosexualidad— de Luis.
Luisito, como lo llama doña Justina, es el hijo mayor, pero nunca salió de parranda en su juventud —su madre le advertía del peligro de las malas mujeres que podrían arrebatárselo de sus brazos, “La señora Justina no descansó hasta que su hijo le prometió formalmente que nunca, nunca, nunca se casaría sin su consentimiento. Además ¿por qué se preocupaba? Ni siquiera tenía novia”—, se dedica a la decoración de interiores —cierto es que la profesión por sí sola no es exclusiva de ninguna orientación sexual, pero, en la construcción del cuento, apunta hacia ella—, y vive en un departamento con Manolo, según doña Justina su asistente personal, a quien le compra ropa, perfumes y lleva incluso de viaje a Estados Unidos —donde el ingrato, de nuevo desde la perspectiva de la madre, lo dejó—; tanto se gana a la familia que en “el velorio de Juan Carlos más parecía Manolo un familiar que un criado y nadie tomó a mal que recibiera el pésame vestido de un traje de casimir negro que Luisito le compró especialmente para esa ocasión”.
De la misma manera en la que doña Justina se autoengaña para no enterarse de las infidelidades de Juan Carlos, lo hace con la orientación sexual de Luis, quien, por su parte, nunca la explicita. El juicio que ella lanza sobre las familias que aparecen en los programas de televisión, ficciones que ella juzgaba inverosímiles, “los que escriben las comedias ya no saben ni que inventar”, puede aplicársele a su caso: “Unas familias desavenidas en las que cada quien jala por su lado y los hijos hacen lo que se les pega la gana sin que los padres se enteren”. Doña Justina no se entera porque no quiere enterarse.
La narración que cierra el libro es la que le da título. En ella Rosario Castellanos cuenta la reunión que organiza Victoria Benavides, en un hotel de Acapulco, entre la internacionalmente conocida poeta Matilde Casanova y sus exalumnas, Elvira Robledo, Josefa Gándara y Amita Jordán, también escritoras las tres, y dos jóvenes estudiantes, Cecilia y Susana —que es con quienes abre y cierra el relato—.
Castellanos narra la historia en tercera persona, pero priorizando los diálogos, los cuales la hacen avanzar y revelan la vida de cada una, qué fue de ellas tras coincidir en las clases de Matilde Casanova. Ese reencuentro frente al mar es la oportunidad de Rosario Castellanos para abordar los conflictos de poder dentro del ámbito cultural mexicano —en general y en particular el de los escritores y la forma en cómo se relacionan con sus congéneres femeninas—, sobre el oficio de la escritura y cómo fue abordado por las tres mujeres y por su maestra, sobre la sexualidad dentro y fuera del matrimonio, sobre la política y el papel de la mujer en ella —una periodista que busca una entrevista con la poeta laureada conversa con Victoria Benavides y le dice que no hay puesto al que no pueda acceder, a lo que ella objeta que excepto la presidencia, la reportera, a su vez, responde que es cuestión de tiempo; han pasado 53 años desde la publicación del relato—.
Los diálogos de Álbum de familia muestran el dominio narrativo de Castellanos, por una parte, cómo lograba construir tensión a través de ellos y, por la otra, cómo revelaba el pensamiento de las mujeres que convocó para contar la historia, a lo que hay que agregar una visión muy crítica de la sociedad en la que vivía —es el México posterior a 1968,cuando aceptó la invitación del secretario de Relaciones Exteriores, Emilio Óscar Rabasa, de ser embajadora de México en Tel-Aviv, ella lo aceptó con la condición de que no se le censurara ninguna palabra—. Da, a través sobre todo de Victoria Benavides, un duro juicio a la democracia de la época.
Lo que me interesó, sobre todo, fue la relación entre Victoria y Matilde, una relación que la mayoría la entiende como la que hay entre la poeta reconocida y su asistente personal, sin embargo, conforme avanza la narración se pone de manifiesto que hay algo más. Aunque ese algo más nunca es explicitado.
“Entre nosotros lo explícito no se tolera”, dice la periodista antes de la reunión, antes de irse ella y dar paso a las alumnas de Matilde, y, en esa declaración encuentro la clave de esa relación de la que ni Elvira, ni Josefa, ni Amita participaron.
La narración nos presenta a Victoria como la asistente, atenta a los deseos de Matilde y a resolver los problemas que se presenten, como la indisposición de la poeta en su primera aparición. Pero muestra también interacciones que sobrepasan la relación propia de una asistente y su asistida.
Victoria, que hasta entonces había permanecido arrodilla junto a Matilde, se puso de pie bruscamente como si, de pronto, la irritación a la que había ido cediendo de modo paulatino hubiera llegado a un punto intolerable.
—¡Basta! ¡No estoy dispuesta a seguir este juego malsano y absurdo! ¿Y tú? ¿Vas a recibirlas así? ¿Sin peinarte siquiera?
La recriminación de Victoria a Matilde no parece propia de una asistente, tampoco lo es su reacción: “Y Matilde se golpeaba, con los puños cerrados, las sienes mientras, con mansedumbre, se dejaba conducir hasta su recamara”. Cecilia es testigo, junto con Susana,“a quien la escena que acaba de presenciar le había parecido absolutamente impropia de la edad, de la fama y de la situación de —por lo menos— una de sus protagonistas”. Lo impropio es lo que no se dice, han escuchado a la poeta hablar de un hijo que hasta donde saben nunca tuvo, y que Victoria señala como su poesía.
Las jóvenes testimoniaron un aspecto íntimo de la poeta, un lado que no conocían. “[…] a Cecilia esta efímera visión de la intimidad tan atormentada y de la que no dejaba de emanar cierta cualidad irreal, es decir, que obedecía a un orden diferente del que rige sobre los hechos […], la había fascinado”.
La llegada de las alumnas pone de manifiesto cómo las excompañeras de Victoria la ven y ven su relación, por ejemplo, en la insistencia de Amita de no considerarla más que como una empleada, una secretaria a la que no merece la pena dirigirse más que para darle órdenes. Pero Victoria no se deja amedrentar, obedece a las solicitudes de Matilde —que en ciertos puntos llegan a ser despóticas como mandarla a preparar a ella arroz a la mexicana porque no le gusta cómo lo preparan en los hoteles— para después mostrar quién es:
Victoria se acercó a Matilde y la tomó por la cintura para sostenerla, para ayudarla a caminar. Matilde reclinó la cabeza sobre el hombro de Victoria mientras le reprochaba con suavidad.
—¿Por qué no estabas aquí para defenderme?
La poeta desconoce a las mujeres con quienes hasta momentos antes ha estado compartiendo su visión del mundo, de la poesía, de la labor de los escritores y de su propia vida. La poeta acusa de abusar de su confianza a sus invitadas, que le han hecho varias peticiones, frente a Victoria, quien auxilia a la poeta, la calma y la lleva a su recamara.
—[…] no nos ha acusado ante ningún tribunal supremo sino ante una simple secretaria —puntualizó Aminta como para atenuar la gravedad del asunto.
—Quien, a juzgar por lo que hemos presenciado hoy, ha de estar curada de espanto.
Josefa, Aminta y Elvira conversan sobre la castidad de su maestra, mientras Victoria y Matilde permanecen fuera de escena.
—Inconcebible ¿verdad? Sin embargo, yo insisto —y no tengo mal ojo para ciertos matices [dice Josefa]— en que es casta.
—¿Por virtud? [Aminta]
—Por orgullo, por timidez ¿qué se yo? Hasta por anormalidad. Hay tantos motivos para guardar la continencia que no son, forzosamente, ni admirables ni plausibles…
¿Por qué Josefa señala como una de las causas de la castidad de Matilde la anormalidad y añade que ninguno de esos motivos puede ser admirable ni plausible? Quizá la respuesta puede encontrarse líneas más adelante.
—Una poseída por las musas —concluyó Aminta [sobre Matilde].
—¿Qué quieres insinuar? —dijo, con exagerada indignación, Josefa—. ¿Que das crédito a aquellos rumores que corrieron cuando Victoria aceptó el cargo de secretaria de Matilde?
La forma en la que Victoria se relacionó con Matilde es uno de los temas que atraviesan la conversación. Más tarde, cuando la primera regresa con Elvira, Josefa y Aminta, el tema vuelve a aparecer, las intriga el inicio de esa relación, cómo fue que la poeta decidió tomar bajo su protección a alguien que no escribía como ellas.
—Durante los años que Victoria estuvo dentro de mi campo visual [dice Elvira] yo la observé con la curiosidad con que un astrónomo observa las evoluciones de un planeta remoto y excéntrico.
—En cambio, Josefa me veía con las pupilas contraídas de quien contempla algo turbio y con una fijeza, como si quisiera traspasar el espesor de mi cuerpo para descubrir, más allá, una imagen de Matilde concupiscente, de Matilde extraviada por sus pasiones, Matilde vil.
Para este punto de la narración cada una ha mostrado sus intereses, sus ambiciones —qué aspira cada una de las compañeras obtener como don de Matilde—, pero también, quiénes son, qué han sido. Todas, menos Victoria, que sigue en el juego de revelar apenas lo necesario, de poner en evidencia a las otras cuando Elvira trata de atenuar el juicio contra Josefa al argumentar que todas ellas eran ingenuas y desconocían “los hechos de la vida”.
—No era desde la perspectiva desde la que me miraba Josefa, sino desde la envidia. Sí, envidia. Hubiera querido ser ella la que ocupara ese lugar equívoco junto a Matilde, la que desempeñara el papel de menor corrompida, de Albertina prisionera.
La interpelada se ofende, se defiende.
—¡Deliras!
—¿Sí? ¿Negarás que cuando volvimos a encontrarnos aquí, en cuanto te diste cuenta quién era yo, me recorriste —de la cabeza a los pies— con el escrúpulo del que busca la moraleja de la fábula? Acechabas en mi rostro, en mis palabras, en mis gestos —tú, mujer irreprochable, esposa abnegada, fundadora de linajes—, la huella de la depravación y el castigo infligido por la justicia. Has quedado defraudada y tu virtud, que no conoce la generosidad, habrá de buscar su alimento en otra parte.
Josefa se hace la digna y prefiere rechazar el don —una flor natural, una beca— que buscaba, pero Victoria desdeña su actitud y aún así le da lo que buscaba, del mismo modo que se lo da a Elvira o a Aminta, porque, a fin de cuentas, ella es quien decide qué y qué no ha de dar Matilde. Victoria es la única de las cuatro exalumnas que no se dedicó a escribir, sin embargo, acompañó a la poeta en su peregrinar y en su exilio.
—Debo reconocer mi deuda contigo, Josefa. Gracias a ti decidí no volver a escribir.
—¿Temiste la competencia?
—A decir verdad, sí. Temí ganarla. Ser como tú o más que tú, en la misma línea.
Antes de quedarse en la mediocridad en la que juzga a Josefa, en la que tanto Aminta como Elvira la juzgan —en la que ellas también están dados los juicios que se hacen entre ellas y el de las jóvenes Susana y Cecilia—, Victoria prefirió el silencio, seguir a la única persona que consideraba una verdadera poeta: Matilde.
—¿Somos un ejemplo tan desolador?
—Por lo menos, si yo tuviera que empezar apenas, el espectáculo que ustedes me ofrecen no me alentaría. Pero han venido, inocentes palomas, a vender ates a Morelia. Yo he vivido con Matilde y no hay horror al que no la haya visto descender ni triunfo con el que no la hayan coronado. He visto ese mascarón de proa, como dice Elvira, abrirse paso entre el oleaje embravecido y mantenerse a la deriva en alta mar porque la tierra firme la rechaza. No hay lugar para los monstruos. ¿Dónde colocarías tú uno, Josefa? ¿En la repisa de la chimenea? Asustarías a tus hijos, ahuyentarías a tus visitas. ¿Y tú, Elvira? ¿En los anaqueles de tu biblioteca? Devoraría tus libros. ¿Y tú, Aminta? ¿En el lecho? ¿Para que expulse a tus amantes?
Victoria llama monstruo a la persona con la que se ha compartido la vida, a la que ella se ha dedicado desde su juventud cuando se relacionó con ella —una relación de trabajo que pudo ser la fachada de algo más, de una relación más profunda que para nadie fue un secreto, aunque nadie tampoco se atrevió a explicitar—, pero sabe muy bien cuál ha sido su papel: “Y yo, yo que no soy más que un apéndice del monstruo, pereceré con él”. Pero no se ha limitado a ser una sombra, cuando le reclaman que no ha vivido responde:
He vivido. ¡Y cuántas vidas! Las que me ha dado la gana. Como siempre he actuado ante auditorios diferentes he podido ser, para unos, la secretaria eficaz e impávida; ante otros la pariente pobre y tolerada; ¿cuántos no han jurado y perjurado que yo no era sino la protegida en turno de Matilde? Yo he permitido que se insinúe que, tras este aparato de patrona y empleada, hay una inconfesable historia de juventud, una bastardía. He sido también, a sus horas, la compañera abnegada…
Rosario Castellanos nunca dice cuál es el tipo de relación que sostienen Victoria y Matilde, lo insinúa, como insinúa el acoso del que fue víctima Aminta en la universidad. Quizá por eso es que no se consideran sus cuentos insertos en la cuentística mexicana que explora la diversidad sexual, porque parte de esa exploración radica en lo no dicho, en lo no explícito. No sorprende que Castellanos explorara estos temas en su último libro narrativo —escritoras de su generación como Guadalupe Dueñas o Amparo Dávila también lo hacen—, sorprende, en cambio, que lo haya hecho en un momento en el que poco se había explorado en la literatura mexicana, y también sorprende que esa exploración sea uno de los pilares temáticos de Álbum de familia —en “Domingo”una relación homosexual es un espejo de un matrimonio heterosexual, en “Cabecita blanca” se ahonda en los roles de género y en la conservación, a toda costa, del status quo y, por último, en Álbum de familia, en la situación de las mujeres en México (muchos de los señalamientos que hace la narración de 1971, por desgracia, no se han resuelto más de medio siglo después de haberse publicado)—. Pero, sobre todo, esa exploración es un camino de entendimiento —Rosario Castellanos señaló que escribía para entender, para explicarse—, lo que queda de manifiesto en las palabras de Matilde Casanova: “Con las palabras tendemos puentes para llegar a lo que está fuera de nosotros… aunque casi siempre los puentes se rompen”.
Tengo que dejar de pensar en cuentos. Ya llegamos al rancho y debo ayudarle a mi papá a moler pastura, más tarde iremos a cortar leña. Apago la troca, me preparo para la faena del día.