Tierra Adentro
"Gato sobre una cerca". Fotografía de Riik@mctr, recuperada de Flickr. CC BY-SA 2.0
“Gato sobre una cerca”. Fotografía de Riik@mctr, recuperada de Flickr. CC BY-SA 2.0

Puede que haya soñado con el fuego. Alba, doblada entre mis pies, ahogó más de un ladrido bajo el sofoco de la noche. Fueron las sirenas las que nos despertaron. Salí de la cama como de un bochorno, seguido por los pasos nerviosos de la perra. Aura, dormida en otro cuarto, se mantenía en silencio. Afuera, el estruendo agudo que se dilataba por la avenida era distinto al de una patrulla o una ambulancia: se trataba de un camión de bomberos. Abriéndome paso entre la ceniza y mi modorra, alcancé a distinguir la fachada vecina de la que manaba el fuego apaciguado, nubes espesas avisando que no quedaba mucha destrucción por concretarse. 

Por la mañana, algunos vecinos y más de un transeúnte nos reunimos frente al portón ennegrecido. La casa había dejado de rentarse un par de años atrás, reducida a un cuadrado de silencio y polvo. Desconocíamos si su interior guardaba muebles o pertenencias que lamentar. 

En la terraza del techo me topé con un tapiz de ceniza sobre los azulejos que llevan al bóiler. Noté un recorrido que anticipaba el mío: pisadas delatoras alternadas en una hilera sobre el suelo opaco. No tardé en encontrar al autor del camino de almohadillas. Teñido de polvo oscuro, un gato me miraba con cierto soslayo —casi curioso, casi displicente— desde sus redondos ojos verdes. Bajo la fina negrura sería gris, rayado de estrías. Me dejó acercarme unos cuantos pasos antes de que mi cercanía terminara por incomodarlo. Sin prisas, se sacudió para luego dar un par de brincos sobre la barda y desaparecer. Supuse que, hasta la noche previa, habría estado viviendo en la casa abandonada. Fueron los lengüetazos del fuego los que lo obligaron a huir. 

Por eso lo llamé Eneas.

*

La casa de mi abuela era habitada, además de por polvo y muebles viejos, por una familia de gatos que no hacía más que multiplicarse. Brotaban bajo las camas y tras los sillones como una suerte de espejismo peludo, un vapor algodonado que buscaba ganar espacio entre los recodos de las paredes. En algún tiempo hubo más de una decena de ellos desfilando por los pasillos, desde el zaguán hasta los cuartos. Varios no tenían nombre. 

Por esa multitud de gatos aprendí que el miedo es una de las muchas formas de la fascinación. Un par de los felinos anónimos, negros y de cuerpo breve, solían aterrarme en las tardes infantiles que pasé acompañando a la abuela. Como postrados en la esquina de una cornisa, me miraban desde el borde de la cabecera de la cama, fijos, pacientes. Carne trémula cobijada de oscuridad.

Toda torsión es posible en el cuerpo de los gatos. Pocos organismos en el mundo se pasean por él con una maleabilidad tan privilegiada como la suya. Líquidos casi, espacio de orillas extensibles, aceptan nuevas formas y expanden su perímetro como si en el interior de su tegumento no residieran huesos ni cartílagos. Los gatos son un animal dúctil, un capricho de formas inagotables. Lo aprendí también en casa de la abuela. Más de una vez compartí mi insomnio con los insectos que estridulaban desde el corral. Por la ventana, entre haces de luz que chocaban con el cristal como mensajes llegados de otro tiempo, solía toparme con el contorno negro del par de gatos sin nombre. Después de algunos brincos solían detenerse a compartir quietud. Me miraban desde el marco antes de desaparecer. 

Una sombra lábil, un contoneo de aire.

*

La noche que siguió a la primera visita de Eneas preparé un altar para su estómago. Después de cenar, caminé a una tienda de abarrotes en busca de croquetas a granel —más baratas de lo que me gustaría admitir por acá—. Cuando volví a casa, bolsa y algunos sobres de carne en mano, las perritas olisquearon con recelo la comida ajena. Me vieron subir al techo como si estuviera cometiendo una traición. 

La lealtad de los perros es la más transparente que existe. No la median condiciones o cláusulas, ni existe la amenaza de llegar a perderla. Cuatro perras han pasado por la casa y con todas ha bastado la seguridad de una cama cómoda y un tazón lleno para recibir la calidez de sus lengüetazos y la felicidad de su cola. Cuando rescaté a Aura —ciertamente se la robé a la calle mientras caminaba cerca de una estación del tren— sólo necesité sentarme sobre la acera para que corriera hacia mis muslos y se dejara mimar. No pasaron más de cinco minutos para que me dejara cargarla, lista para formar parte de ese secuestro benigno que llamamos domesticación. Alba, la más joven, no tendría más de dos meses de edad cuando aceptó los sillones de la casa como su nueva cama, tan satisfecha como despreocupada.

Pensé que para ganarme la familiaridad de Eneas bastaría con la comida y la cama que improvisé. Pero la confianza de los gatos opera con un mecanismo distinto al de los perros. Por la mañana, al revisar el altar felino, constaté con alivio que las croquetas se habían terminado. La cama —un puño de ropa que envolví con una tela de algodón— estaba llena de pelos grises. Un regusto a orina colonizaba el aire. 

Todo Eneas estaba presente, excepto él mismo.

*

Durante buena parte de la historia moderna, se creyó que los gatos domésticos se originaron de forma paralela a partir de los linajes de al menos cuatro subespecies de gatos silvestres distribuidas por diferentes partes de África, Asia Central y Europa. A inicios de siglo, los investigadores Carlos A. Driscoll y Stephen J. O’Brien, después de darse un chapuzón molecular en la historia del ADN de los felinos acompañantes de la humanidad, descubrieron que los descendientes contemporáneos que residen en nuestras casas se originaron a partir de poblaciones de Medio Oriente.

Fue hasta 2004 que un grupo de arqueólogos descubrió que la domesticación felina fue anterior al florecimiento de los egipcios. Se encontró, en medio de Chipre, una tumba de 9,500 años de antigüedad que contenía un cadáver adornado por artilugios ceremoniales nada raros: herramientas de piedra, algunos trozos de hierro y conchas marinas. El hallazgo central fue un pequeño cuerpo que acompañaba al humano en su silencio bajo tierra. Se trataba de un gato. Es probable que, vueltos mascotas, los felinos hayan llegado por primera vez al Mediterráneo desde la costa levantina.

Dioses, cazadores, acompañantes, los gatos se han hecho de un lugar privilegiado en la historia humana valiéndose de un cinismo cómodo. Esa tierna desfachatez sólo podría encontrarse en seres que combinan misticismo y simpatía con tanta naturalidad. 

*

Pasados los días, Eneas había dejado de presentarse a comer al techo. Una tarde me lo encontré esperándome en la puerta de la casa mientras las perras ladraban desde el interior, recelosas y molestas. Pude verlo con el detalle que la fugacidad previa me había vedado. Era joven, no mayor al año de edad. Mi comida lo había hecho ganar peso. Bajo las estrías grises que le recorrían el lomo, un juego de cuatro guantecitos blancos le recubrían cada una de las patas. Apenas pasado un minuto comenzó a maullar. Tenía hambre. 

Se acostumbró a esperar a que volviera del trabajo para exigir comida. Después de saciarse —ahí afuera, sobre la banqueta— no dudaba en desaparecer. Condicionado a su rutina, yo también me habitué al horario de sus tripas. De vez en vez se dejaba acariciar el lomo. Alguna otra, pude cargarlo unos segundos. 

Fue una tarde en la que cargaba una bolsa de croquetas caras cuando me enojó verlo fuera, impaciente y casi resentido por mi tardanza. Sus ojos verdes me miraron como si le debiera una explicación y, al mismo tiempo, como si tampoco le interesara escucharla. No pude contener mi molestia.

—Estoy harto de que me trates como si fuera tu sirviente. 

—Miau —contestó, y yo estuve de acuerdo en que no valía la pena hacer una escenita a media calle, pero mi despecho era más fuerte. 

—Desprecias mi compañía pero no mi comida. Sólo te gusta mi mano cuando te llena el plato y apenas tragas te vas a no sé dónde y con no sé quién, cabrón. Eres un patán. 

Me dio un zarpazo en el tobillo. 

Derrotado, me limité a servirle un puño de las croquetas finas. Comió como si no lo hubiera hecho en un par de semanas. Se fue cuando traté de acariciarlo.  

*

El amor de los gatos es un triunfo doble. Se consigue, a diferencia de otros más fugaces y fútiles, tras un juego de distancias y recelos. No bastan los sobornos de la comida ni los engaños del cariño para bajar su guardia. Al contrario: todo servicio, regalo envenenado, pareciera ser una amenaza en contra de su libertad. Un candado, una restricción. El amor de los gatos se gana una vez que el cuidador y la mascota logran entenderse en la gramática de la autonomía.

Al día siguiente de nuestra pelea, Eneas se acercó a mis pies y se dejó mimar. Fue una concesión, quizá una disculpa. Desde entonces he tratado de comprender el código de su humor. Cuando llegue el día en el que al fin lo merezca, haré que comparta casa con el par de perras que tanto le ladran —y lo castraré, después de darle un baño y vacunarlo—. Mientras tanto, espero. Su paso ingrávido, de cierto modo, constituye una promesa que se renueva con el paso de los días: ese vaivén es una forma de permanencia.