Enrique González Martínez. El vacío que queda
A sus diecisiete años, Enrique González Martínez no tiene aún cabida en los cenáculos literarios que agasajan a Manuel Gutiérrez Nájera en su paso por la Guadalajara de 1888. La cauda de El Duque Job esparce algunos brillos en la ciudad, para regocijo de sus vanidosos habitantes: “Puebla es simplemente monástica: es un confesor. Guadalajara es monástica y apasionada: es una mujer que se confiesa” (la memoria del joven Enrique preserva esta frase y se la entrega más de sesenta años después, cuando redacta La apacible locura, continuación de la autobiografía comenzada con El hombre del búho). A poco de haber ingresado a la Escuela de Medicina, luego de su paso por la Preparatoria del Seminario Conciliar, González Martínez ha ido publicando los poemas que ha escrito desde los catorce años, pero al celebérrimo Gutiérrez Nájera sólo puede divisarlo “fugitivamente” en esa visita a la que fue invitado “en ocasión de que la ciudad celebraba la inauguración de la línea férrea que la unió con la capital de la República”.
La impronta de la ciudad natal en los libros memoriosos de González Martínez es también fugitiva, y en buena medida cobra forma, apenas, como el borroso decorado para el encuentro de las numerosas presencias que pueblan los recuerdos —son libros atestados de gente––. Entre el final de los veinticuatro años tapatíos del poeta y la composición de El hombre del búho hay casi medio siglo: tiempo en que aquella ciudad queda constreñida en un puñado de elogios donde cierta pretendida ensoñación más bien enmascara un vacío: sin gran cosa que decir, dice: “Guadalajara era en aquellos años una ciudad limpia, sencilla y clara, con un provincianismo del mejor tono y con un ambiente de cultura digno de su historia y de su abolengo […] El clima suave, el cielo de color añil, la belleza de sus mujeres, el encanto de sus serenatas, la profusión de sus flores y el olor de la tierra bañada por la lluvia, completaban el cuadro de la vida tapatía”. Una postal inservible y consignada sólo porque no hay más remedio.
También los vestigios de la casa natal fueron desfigurándose hasta el punto de carecer de localización precisa. Ubicada en la calle Parroquia, que sería renombrada como el poeta en el centenario de su nacimiento (1971), la casa debió hallarse “en la misma acera de la Parroquia del Pilar y muy cercana al templo”, esto es: en la cuadra comprendida entre las actuales calles Madero y López Cotilla, en el centro de la ciudad. “Amigos generosos colocaron una lápida de mármol en el muro exterior de mi casa natal, ya reconstruida y modernizada”, anota González Martínez en el capítulo II de El hombre del búho. Pero, si en efecto estuvo ahí tal lápida, alguna alteración posterior la hizo desaparecer. Lo que hay, en cambio, es, tres cuadras al norte, una placa alusiva al centenario ya dicho y al nuevo nombre de la calle: en la esquina con Morelos, en un edificio francamente horrendo en cuya planta baja opera una papelería. (¿Pudo ser que el poeta confundiera la ubicación y la casa hubiera estado más bien aquí?) Tiene dos vecinos dispares esta esquina: un monstruoso estacionamiento cuyas seis plantas son otras tantas donas gigantescas de concreto (de ahí que algunos se refieran a él como “El Guggenheim” de Guadalajara), y el templo de Jesús María —de principios del siglo XVIII, como el del Pilar—, una sobria construcción, a la vez delicada y recia, en parte de cuyo claustro ha funcionado desde hace más de ciento veinticinco años el Instituto Luis Silva (donde estudió, internado, Juan Rulfo, luego de quedar huérfano).
Por la calle Enrique González Martínez transitan numerosas rutas del caótico transporte público de Guadalajara, y por ello es pasaje continuo de aglomeraciones vehiculares y de gente (salvo por las noches, cuando a cambio de los estrépitos del día la recorre una lobreguez que es mejor evitar). Salvo los templos mencionados, prácticamente nada merece que nos detengamos al ir por ella. La ciudad no supo preservar la casa del poeta, pero tampoco la memoria de éste parece haberse esforzado demasiado en conservar mucho (ni de su casa ni de su ciudad): tal vez ni una ni otra lo necesitaban.
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Citas de El hombre del búho y de La apacible locura, de Enrique González Martínez, tomadas de sus Obras completas (El Colegio Nacional, México, 1971).