Las casas del Duque Job
Una noche de 1888, en la ciudad de México, al bajar de un coche tirado por caballos viejos y entrar al vestíbulo del Teatro Principal, Manuel Gutiérrez Nájera inventó la crónica moderna escrita en español. El Duque entregaba una crónica diaria a distintos periódicos, tomaba café en La Concordia y coñac en La Alemana. Su prosa era una cámara en movimiento, así retrató a la alta sociedad porfiriana en el acto de admirarse a sí misma. El hechizo de París, el sueño de una gran ciudad, la ilusión del progreso.
Años después, lo periódicos se disputaban sus artículos de vida cotidiana. En 1895, Daniel Garza y Gonzalo Garita emprendieron la obra que confirmó el aforismo de Victor Hugo: la arquitectura es el libro de la humanidad. Habían derribado la vieja casa de Rodrigo Albornoz, uno de los primeros predios de la ciudad, para construir el Centro Mercantil.
A unas cuantas calles del lugar en donde se construía el gran almacen, en la segunda calle de Monterilla número 13 (después 5 de febrero) vivió el matrimonio de Gutiérrez Nájera con Cecilia Maillefert. Fueron los años de la felicidad najeriana, una época dorada en la cual el Duque Job era capaz de mostrar la palma de las manos y describir en ella a la pequeña ciudad de México.
La familia mudó sus pertenencias a la calle de Sepulcros de Santo Domingo número 10 (República de Brasil 46), la casa en la cual una mañana de principios de 1895, en el baño, el diputado Gutiérrez Nájera se hizo con la navaja de afeitar una pequeña herida de barbero distraído. El hilillo de sangre tardó tres horas en detenerse.
Tirado en la cama, exhausto y temeroso, el Duque repasó los interiores de su casa mientras se apretaba contra la piel fomentos de agua tibia.
Algunas personas y lugares de ese tiempo en la vida del Duque: Luis G. Urbina, Carlos Díaz Dufoo, el joven José Juan Tablada, la redacción del periódico El Partido Liberal, el bar Nueva Orleans. Gutiérrez Nájera perdió en tres horas más sangre de la que perdió Porfirio Díaz en todas las batallas que libró en su vida.
La casa de Sepulcros de Santo Domingo se transformó en la casa de su muerte. En esos días, la influenza lo debilitó con fiebres altísimas. Al poco tiempo descubrió un tumor debajo del brazo, en la axila. Una junta de médicos discutía la forma de intervenir sin ocasionar una hemorragia fatal, el Duque Job era hemofílico.
El sábado 3 de febrero, Carlos Días Dufoo subió las escaleras adornadas con azaleas de la casa del Duque. En una esquina de la cámara, la señora Nájera, madre de Manuel, arreglaba la bujía que iluminaba su cuarto. La hemorragia había empezado. El 5 de febrero de 1895, todos los periódicos dieron la noticia de su muerte. Gutiérrez Nájera cerraba el siglo prosístico mexicano en una atmósfera de melancolía y promesas de sueños cumplidos.
Cuenta una leyenda que a punto de viajar hacia la sombra para abandonar el mundo de los vivos, todos recuerdan la casa donde ocurrió la infancia de la vida que termina. Si esto es cierto, Manuel Gutiérrez Nájera trajo a su memoria la casa de la calle del Esclavo número 2 (República de Chile 13). Así en una secuencia sin brillo pudo recordar la casa de la calle de la Palma número 4. Ahí vivió a los 16 años, en 1875. En ese tiempo, un relámpago de lujuria lo atravesó la noche en que su padre lo llevó al camerino de la actriz Adelina Patti. De ese encuentro surgieron tres de las grandes pasiones del Duque Job: el teatro, las mujeres y el periodismo. Siempre hay cuatro casas con sus calles, como puntos cardinales, en la vida, corta o larga. Las de Manuel Gutiérrez Nájera: Esclavo, Monterilla, Palma y Sepulcros de Santo Domingo. Me pregunto: ¿si uno camina por esas calles, un capricho del tiempo y del espacio nos permitiría seguir a un hombre de negro, bastón, sombrero y gardenia en el ojal?