Tierra Adentro
Autorretrato, Alberto Durero (1471-1528).

En una exposición que tuve la suerte de visitar en el Museo del Quai Branly de París, en 2011, el antropólogo francés Philippe Descola organizó las obras de arte ahí expuestas según su teoría de los “modos de identificación”, a saber, el animismo, el analogismo, el totemismo y el naturalismo. La exposición, cuyo título era más que revelador, La fábrica de las imágenes, era una exposición teórica en la cual Descola buscaba explicar que sólo se puede representar la realidad a partir de estas cuatro maneras. Sólo es posible, según decía alguno de los folletos de la exposición, concebir y representar a los “seres” según estos cuatro esquemas.

La exposición del Quai Branly comenzaba con el modo de interpretación del “naturalismo”, si mal no recuerdo. La primera obra de arte de la sección de este “modo de interpretación” era un autorretrato de Durero. Que yo sepa, Durero fue el primero en pintar su autorretrato, en representarse exclusivamente a sí mismo (puesto que ya habían existido pintores que se dibujaran dentro de una escena de un cuadro más amplio, pero no habían destinado una sola pintura para ellos mismos). Él pintó la primera representación exclusiva de sí mismo en eso que llamamos Occidente.

Lo que llamó mi atención fue que, dentro de toda la exposición, ésta era la única obra en la cual alguien se representaba a sí mismo y, además, lo hacía de manera mimética; es decir, basada en la imitación, y encima, en la imitación de sí mismo. Viéndolo comparativamente, ¿por qué dentro de la Europa renacentista se comenzó a ejecutar autorretratos? ¿De dónde la necesidad de representarse naturalistamente? Philippe Descola se ha referido tanto a su propia exposición como a su teoría, como “ontología de las imágenes”. ¿Cuál es, entonces, la ontología de un autorretrato?

Afuera del Museo del Quai Branly, todavía impactado por la exposición, que me pareció atípica por ser teórica, todavía extrañado de que alguien hubiera comparado a algunos pintores flamencos con máscaras y esculturas de diferentes partes del mundo, vi a un par de turistas tomándose fotos. Parecían turistas europeos en París. Las primeras fotos que se tomaron, grupales, fueron a distancia: alguien asumió el uso del aparato, pidió el perfil, presionó el botón y fotografió el momento. Frente al Museo pasa el Sena. Tanto en el malecón del canal como frente al Museo, las personas que estaban en el grupo de turistas se disgregaron para tomarse fotos, pero ahora no se fotografiaban a distancia ni grupalmente, sino tomaban fotos de sí mismos, es decir, hacían un autorretrato fotográfico.

Cuando un autorretrato fotográfico se hace de manera espontánea y el sujeto sostiene la cámara con su propia mano, se le llama selfie. El término describe que la foto es un retrato “de sí”. Cuando vi a los turistas haciendo un esfuerzo por tomarse fotos, con el paisaje detrás, o simplemente buscándose como protagonistas, entonces quise establecer una relación, casi inexistente por lejana, con el cuadro de Durero. ¿Por qué habrá decidido pintarse Durero? ¿Por qué quieren auto fotografiarse los turistas? ¿Por qué queremos tomar fotos de nuestro propio rostro? ¿Es que acaso no sabemos cuál es nuestro rostro? O más bien, ¿acaso queremos nosotros definir nuestro rostro ante los demás?

Sin temor a arrojar una interpretación exagerada, me atrevo a decir que una —porque bien puede haber miles— de las pulsiones que nos llevan a tomarnos fotos de nuestro rostro es ofrecernos un retrato de nosotros mismos. Sin embargo, quizá la pulsión más fuerte sea brindar la representación que queremos de nosotros a los demás. Queremos imponer a los otros una idea, en forma de imagen, de nosotros mismos. Porque Durero se pintó a voluntad y aquel que se toma una selfie o que se autorretrata también elige qué y cómo se representa. Una selfie es el acto más evidente de representarnos, pero a la vez es la tiranía de la primera persona, pues no ofrecemos al otro la posibilidad de retratarnos, sino que nos adelantamos a elegir nuestro contexto.

La selfie de alguna manera vela lo que hay de nosotros que no puede reflejarse y muestra lo que quizá no seamos, pero da la impresión de reflejar la verdad tan sólo por mostrar un rostro. En el “modo de identificación” naturalista existe una primacía del rostro por encima de otras cualidades. La mímesis quiere imitar la naturaleza, no convertirla en símbolos; quiere aprehenderla, no conferirle valores analógicos. Buscar representar nuestro rostro quizá signifique que estamos buscando aprehender nuestro rostro. Pero como hemos visto la misma posibilidad que nos confiere el ser artífices de nuestra propia imagen nos lleva a ajustar lo que queremos que sea mostrado y velar o disimular lo que no. Así imponemos como verdad una supuesta imitación.

Describirnos a nosotros mismos es una tarea falaz. La exposición de Descola causó un rotundo prejuicio de arbitrariedad en mí, que me hace pensar que el mundo puede ser descrito ontológicamente de una manera distinta a como yo lo hago. También yo mismo. El rostro que creo que tengo quizá no tiene por qué corresponder a la descripción que hago de él, y no me atrevo a imponer esa descripción a los demás, aunque querría y de hecho, constantemente lo intento.

Pienso en un fragmento del Pigmalión de Rousseau. Al final del melodrama de Rousseau, Galatea, cuando cobra vida, en un primer gesto, “se toca y dice: Yo”. Luego toca a Pigmalión, y le dice con un suspiro: “¡Ah, yo otra vez!”.